Perdidos en Juego de tronos
Hace catorce años se estrenaba una serie destinada a cambiar el mundo. Con el que fue el episodio piloto más caro de la historia, los productores de la cadena ABC sabían que tenían en sus manos un diamante en bruto. Un hábil J.J. Abrams aprovechó todos los recursos narrativos a su alcance ( flashbacks, mcguffins, osos polares, humo negro… ) para crear un ejército de yonkis catódicos que analizaban cada fotograma en busca de pistas que ayudasen a desentrañar los misterios de la isla. Internet hizo que la fiebre por la serie se propagase como una plaga. Tras seis años de vino y rosas, el sueño terminó, no como el de Resines en Los Serrano (Telecinco), pero casi: la serie se había descontrolado tanto intentando sorprender a la audiencia, que cuando intentaron frenar ya era demasiado tarde. Tras una sexta temporada muy descafeinada, Perdidos bajó la persiana.
Recuerdo que por aquellos años yo empezaba a trabajar en Pontevedra. Vivía solo en un pequeño piso y, aunque no veía la tele, siempre la encendía al llegar a casa para escuchar algo de fondo mientras preparaba mis cosas. Por entonces era un cinéfilo empedernido y, con mi reproductor DVD a cuestas, no había noche que me acostase sin haber visionado una película. Drama, comedia, thriller, lo que fuese, pero siempre veía una película. Me había reído mucho con Friends (NBC) y trasnochado con Doctor en Alaska (CBS), pero las series para mí eran material de segunda fila. Eso me impedía tomármelas en serio. Eran comida basura para pasar el rato y poco más.
Fue una frase de Locke hablando sobre la isla lo que me hizo despegar la vista del ordenador y centrarme en la pantalla. No era el primer episodio de la serie, así que no sabía exactamente de lo que estaban hablando; pero, sin saber cómo, me quedé enganchado a la serie. Años más tarde descubría que, sin saberlo, había visto en Telecinco la primera serie de J.J. Abrams, Felicity (CW), y también me había gustado. Pensé que aquel bastardo me tenía cogida la medida.
Era un momento en el que aún no había plataformas en streaming, pero me gusta pensar que su germen fue precisamente el fenómeno Lost; que yo estaba presente cuando otro fallo de Matrix pilló a los grandes peces gordos de las televisiones con el pie cambiado: Internet estaba globalizando el ocio y ellos aún pensaban en analógico. Con el crecimiento de las redes P2P, el esfuerzo desinteresado de héroes anónimos que subtitulaban con nocturnidad y alevosía y la creciente velocidad de la transferencia de datos habían transformado el panorama. Ya no estábamos dispuestos a esperar a que un casposo directivo bañado en naftalina decidiese cuándo y cómo íbamos a ver el siguiente episodio de nuestra serie preferida. En aquella época pensé que, si ver gratis unos contenidos por los que estaba dispuesto era piratería, pues que viva el capitán Sparrow. Quizá el problema era del empresario que no podía o sabía ofrecerme su producto cuando yo lo quería. El poder de enganche de la Perdidos era tal, que la cárcel no parecía un destino tan malo como esperar para ver el último capítulo de la temporada.
A pesar de la decepción final, Perdidos fue la primera serie que me hizo pensar que, al igual que ocurría con el cine, entre tanta comida basura había manjares dignos de ser saboreados. Empeñado en descubrir todas esas joyas que mi ceguera cinéfila me había privado de ver, comencé un apasionante viaje hacia un mundo desconocido que me depararía gratas sorpresas como el sello de excelencia de HBO; la impactante creación de Shawn Ryan para FX, The Shield; o el refinado buen gusto de las producciones inglesas.
Hoy en día, y muchos cientos de series después, La constante sigue siendo uno de mis episodios favoritos pero, en su conjunto, Perdidos se encuentra lejos de entrar en el podio de mi ranking seriéfilo. Si tuviese que ponerle una nota, creo que no pasaría del notable alto. A pesar de ello, siempre recordaré que fue la llave que me descubrió realmente el mundo de las series. Cuando, hace catorce años, John Locke me habló a través de la televisión del salón mientras preparaba la cena, me acosté cinéfilo y amanecí seriéfilo.
Hace menos de una semana que terminó Juego de Tronos (HBO) y todavía resuenan en Twitter las críticas, tanto positivas como negativas, de sus seguidores. Reacciones por otro lado esperadas dada la magnitud del fenómeno de masas en el que se había convertido la producción, pulverizando todos los récords del mundillo y monopolizando todas las conversaciones en la calle y en las redes.
Estoy seguro de que muchos de los que vivimos aquel fatídico season finale de Perdidos, nos aislamos de los debates, críticas y elucubraciones previas al último capítulo de El trono de hierro con un único deseo en nuestra cabeza: «otra vez no, otra vez no».
Títulos de crédito y el reloj que vuelve a marcar los segundos. Sonrisilla de alivio: «bueno, ni tan mal». Porque, aunque ambos son importantes, el qué está un escalón por encima del cómo, y esta vez el fallo estuvo en la forma de contar las cosas, no en lo que se contaba. ¿Que no ha sido perfecto? No lo niego. Pero si alguien quiere ver lo que ocurre cuando lo que no funciona es el qué, puede preguntarle a J.J. Abrams por aquél fatídico 24 de mayo del 2010, cuando un inmenso cubo de agua helada cayó sobre la parroquia seriéfila. La narrativa de Perdidos había sido impecable, potenciándola incluso con la presencia de unos flash forwards que descolocaron a más de uno, dando pie a las teorías más locas: nadie sabía a qué momento temporal correspondían aquellas escenas que añadían interrogantes a resolver. Sin embargo, era una narrativa vacía. Hacía tiempo que la historia se había diluido entre golpes de efecto.
Este caso era distinto. Si al final de la sexta temporada de Juego de tronos me hubiesen contado el final de la serie, me hubiese parecido un buen desenlace. Otra cosa es la forma en la que han llegado hasta su final, es decir, el cómo. Es ahí donde centro la mayor parte de las críticas que impiden que Jon Snow y compañía coman en la misma mesa que Jimmy McNulty o Tony Soprano.
La frase que para mí resumiría estos nueve años sería: «HBO nos invitó a un paseo por el parque y terminamos corriendo la final olímpica de los cien metros lisos porque iba a llover». Vayamos por partes:
HBO nos invitó a un paseo por el parque. Y es eso lo que más llamó la atención cuando la serie echó a andar. Nos encontramos con un drama político con toques fantásticos y unos personajes muy complejos que iban forjando su destino con cada decisión que tomaban. Como aquella mariposa caótica que aleteaba en Brasil, cada escena podía tener consecuencias inimaginables. El paseo, lleno de conversaciones geniales, momentos épicos y sorpresas impensables, duró seis temporadas.
Terminamos corriendo la final olímpica de los cien metros lisos. A partir de la séptima temporada se avistaron nubarrones y empezaron las prisas; el paseo se convirtió en carrera y ante nosotros se sucedían escenas impactantes, pero no teníamos muy claro cómo habíamos llegado hasta ellas. No había tiempo para sugerir cosas, interpretar miradas, escuchar silencios; todo era ruidoso y tosco, aunque muy espectacular. Los personajes ya no eran dueños de sus actos o, si lo eran, parecían impredecibles y el guion daba tumbos que derivaban ya no en sorpresas, sino en sustos, de nuevo muy espectaculares.
Porque iba a llover. Tratando de recuperar el aliento, con el corazón saliéndosenos por la boca, recordando que el cambio de ritmo no estaba haciendo que la serie nos gustara más y también que debemos recordar todo el paseo, el último tramo de la serie ha marcado nuestra percepción final. Por eso la última temporada, que no el resultado final, me deja un regusto amargo. Yo, que había disfrutado la parsimonia de la serie, no estaba preparado para salir corriendo.
Creo que por eso mis capítulos favoritos en esta irregular temporada fueron el primero, un correcto reposicionamiento de todos los personajes en el tablero; el segundo, un estudio psicológico previo a la gran batalla, sosegado y lleno de matices; y el último, donde se cierran todos los cabos sueltos de la serie y pude respirar aliviado sabiendo que no he revivido un nuevo caso Perdidos. Los mejores han sido los capítulos más narrativos, aunque eso no los exima de tener agujeros, que no fallos, de guion.
Porque si hay algo en lo que no se han dejado los cuartos es en el guion. No ocurre lo mismo con la producción audiovisual, demoledora, brillante, superlativa, tremenda. Un tratamiento de la imagen y una fotografía digna de la gran pantalla, con escenas que pasarán al imaginario colectivo. Por desgracia, naufragan como conjunto por la ausencia de un guion que las sostenga. Puede que hayamos asistido a las dos batallas más apoteósicas de la historia de la televisión, pero yo me seguiré quedando con la de los bastardos; puede que hayamos vivido las escenas más cruentas de la serie, pero yo me seguiré quedando con la boda roja.
Pasados los días, recobrada la calma y relativizando, como en Perdidos lo importante ha sido el camino. Las vivencias vitales de estos casi diez años en los que, entre cambios de trabajo, mudanzas, sonrisas, lágrimas, nuevas vidas y muertes, Juego de tronos siempre ha estado presente.
Las quejas y alabanzas de unos y otros se perderán en la inmensidad del frenesí de Twitter y Facebook; los ecos de bilis y las loas excesivas se irán silenciando, pero la verdadera importancia de Juego de Tronos como fenómeno social se verá dentro de ocho, nueve o diez años, cuando muchos echen la vista atrás y recuerden cómo, sin todavía saberlo, un 20 de mayo de 2019 se acostaron entre dragones, brujas rojas, manos de bronce, susurros o huargos… y amanecieron seriéfilos.
sheldooooooooooooooonnnnnnnnn
Muy buen artículo. Pero es que hay peña que se flipa demasiado con una serie como juego de tronos. Y es que los dos protagonistas son más sosos que el cagar. Yo como los que trabajan en la serie. Hasta los cojones de los flipaos de juego de moños! Ñañañaña prrrrttttt
Coincido 100% con lo expuesto por el autor. Solo añadiría un matiz, que creo que es importante: la carrera empieza justo cuando los guionistas se despegan de la base literaria. No creo que sea casualidad. De hecho, que el “qué” sea satisfactorio (para mí también lo es) creo que se debe, precisamente, a que viene marcado por el propio autor.