¿Quién está mirando «El show de Truman»?
El show de Truman (1998) fue de las primeras películas que me atrajo al otro cine. Desde esa primera vez, es probable que la haya visto unas cinco o seis veces más, algunas solo y otras en compañía. He preferido siempre el segundo tipo. Esta es la clase de obra que decides mostrarle a alguien una vez que lo conoces bien y que se ve mucho mejor de a dos: un experimento mental en formato mainstream; una suerte de cine arthouse regido bajos los presupuestos del cine comercial; una película que, a pesar de las intensas preguntas que sugiere, nunca tiende a tomarse tan en serio a sí misma. Se trata de una obra de meta-comentarios y múltiples dispositivos de la narrativa; un cine muy vivo, de tomas empotradas, formato multicámara, ángulos novedosos, montaje rápido y música de orquesta; una cinta ágil, sin tanto énfasis o repetición, bastante melodramática a pesar de su enfoque cerebral. Una de esas pocas películas que pueden hablar de tantas cosas sin aturdir a la audiencia: un film que, como todo buen ejercicio hipotético en la filosofía, prioriza la claridad y el enganche para hacer que su mensaje llegue con facilidad.
La última vez que vi El show de Truman me fijé menos en el protagonista, Truman Burbank, para prestarle atención a los espectadores de su programa. No creo que la audiencia del film les de tanta relevancia tampoco, y hay más de una buena razón: la historia del primer bebé adoptado legalmente por una corporación y cuya vida está montada como un programa televisivo (una alegoría inquietantemente contemporánea), tiene como inmediata prioridad a la eventual crisis de sentido de su protagonista, así como algún comentario persuasivo sobre el maniqueísmo y los juegos de poder dentro de la industria del espectáculo. Una película así, en el frágil equilibrio entre el cinismo y la fábula, solo funciona si el personaje principal es genuino y convincente. Truman, bajo el carisma y encanto de Jim Carrey, supone un icono existencialista significativamente más alentador que el Mersault de El extranjero o el Antoine Roquentin de La nausea (aunque me imagino a Carrey aportando su histrionismo a alguno de esos dos papeles); una versión más mucho Hollywood-friendly de la crisis de la modernidad y la caída del Yo.
Como señalaba, esta vez le di más cabida a los espectadores del show. Es curioso que el guion de Andrew Niccol haya contemplado numerosas escenas (que muchas veces sirven como refuerzo dramático o alivio cómico) fuera de Sea Heaven, el paraíso ficticio en el que vive el protagonista. Este detalle cobra aún más relevancia si tomamos en cuenta el estilo de Peter Weir tras la cámara: el cineasta australiano adapta el formato del film al estilo que el show tendría en caso de que fuera en verdad un reality de cámara escondida. Vemos a Truman exactamente como la audiencia lo ve: en el entreteje de tomas escondidas, secuencias móviles, los puntos de vista limitados de las cámaras dispuestas por el plató que hace de su ciudad, y ángulos poco usuales. Este formato solo es interrumpido por escenas que se enfocan en los productores del programa (que vigilan todo desde una suerte de plataforma flotante) y por las escenas de los espectadores.
Hay al menos unas cinco secuencias frecuentes que se interponen a la narrativa principal: dos guardias de seguridad, aún en horario de servicio, se sientan a ver el show mientras comen rosquillas; una familia en Japón, que viste numerosos utensilios del programa, trata de replicar la frase común del protagonista («buenos días, buenas tardes y buenas noches») en un machacado inglés; un tipo de mediana edad ve el programa mientras está en la bañera, donde parece permanecer por horas, absorto en la pantalla; un par de ancianas, con sus propias almohadas personalizadas de Truman, se abrazan ante alguna hazaña o tragedia en la vida del protagonista y se duermen con el televisor encendido; un bar especializado en Truman Show, con memorabilia apropiada y con meseras expertas en el programa, acoge a numerosos fanáticos. Todos estos personajes aparecen una y otra vez conforme avanza la historia del protagonista, y cobran más relevancia para el clímax. Como tantos otros, estos espectadores se comprometen con Truman y su causa.
Por supuesto, el film medita sobre los efectos de la mediatización de la privacidad y la comercialización de lo íntimo enmarcados en procesos de creciente globalización: no sorprende la inclusión de personajes de distintas partes del globo, interconectadas ante la inmediatez de la transmisión televisiva. ¿Cómo sería el show de Truman veinticuatro años después, en plena hegemonía del streaming y Tik Tok? ¿Veríamos reels de Truman repitiéndose una y otra vez en la aplicación china, o secuencias permanentes de Truman incluidas en el paquete premium de Star Plus? ¿Será que las secuencias de Truman empezarán a ser escritas por una inteligencia artificial y el propio protagonista de carne y hueso será reemplazado por una versión en el metaverso? Una ventaja del presupuesto narrativo de la película es su atemporalidad: es un ejercicio hipotético fácilmente moldeable y que calza muy bien con los principales dilemas en torno al colapso entre lo digital y no digital.
Esta parece una conclusión bastante evidente. Los espectadores de The Truman Show, sin embargo, implican dilemas más profundos en torno a la cultura del espectáculo. Pensemos, por ejemplo, en las dos ancianas que miran el programa, que replican un tipo de espectador bastante común: dedican buena parte de su tiempo, y el espacio más íntimo, a consumir el programa, duermen con el televisor prendido y junto al close up de un Truman dormido, y esperan a que despierte para iniciar su día. Es una relación marcada por cierto afecto por el personaje principal, a caballo entre realidad y ficción, una relación que determina buena parte de su rutina.
Recuerdo una etnografía sobre los usos modernos del ASMR, el conjunto de material audiovisual utilizado para la relajación y conciliar el sueño. Distintas mujeres abrazaban los sonidos y voces de extraños, hallaban el placer en el susurro de un yo inexistente, se conciliaban con el afecto de sentir una voz cercana, intensa, que le acompañara antes de dormir y durante sus sueños. «Escucho esa voz para no pensar», decía una de las mujeres en el texto. Otra confesaba que esos sonidos ayudaban a evadir no solo el silencio, sino también los otros ruidos, los ruidos de la calle, de la casa, de su cabeza. La voz artificial se confundía con las emociones genuinas y despertaba una serie de memorias interesantes: el canto de la abuela, la crepitación del fuego en la chimenea, el ulular del viento y el arrullo de la mecedora.
Tiene sentido que uno deje el televisor encendido para dormir. Es una práctica común para una sociedad cada vez más saturada del ruido incesante y mecánico de afuera, para la mente saturada y en la que impera el cansancio, una sociedad de gente cada vez más sola. El ruido de la tele es un ruido familiar, afectivo, ciertamente ameno. No es solo el ruido, eso sí; también es la imagen, los colores o los destellos, esa presencia luminosa e intensa; es el valor de la tele en sí misma. Cuando Truman duerme la cámara le enfoca en primer plano y con luz verde, como de cámara oculta (limitaciones técnicas de la época). Su presencia puede sugerir intromisión y voyerismo, pero, a la vez, intimidad y comprensión. Las dos ancianas se duermen con Truman al lado. Se despiertan a medio de la noche ante cierto acontecimiento. Una de las dos despierta a la otra, para asegurarse de que no se pierda ningún detalle. Vuelven a dormirse, con el alivio de que Truman estará allí para despertar.
No deberíamos simplificar esta situación como un la gente está sola y busca alivio en la televisión. Este análisis es impreciso: solo basta pensar en la cantidad notable de relaciones para-sociales con famosos y en el incremento de los fandoms agresivos (basta con Taylor Swift y BTS…). La situación con Truman, sin embargo, parece ir mucho más allá. Se trata del continuo emocional que establece el personaje con la audiencia: la intimidad de los espacios compartidos, las confidencias, las palabras en clave, los susurros, las sonrisas. Se trata, además, de las distintas sensaciones, la respiración del protagonista al dormir, el ruido del viento cuando hace el amor con su esposa, la angustia evidente cuando empieza a desentrañar su propio secreto. El vínculo entre Truman y la audiencia es instantáneo, transfronterizo, ilusorio, pero intenso y creíble. El tipo en la bañera patalea al saber que su programa favorito está a punto de terminarse. La familia llora con Truman y discute sobre su futuro, como lo hacen las dos ancianas al otro lado del globo.
Estamos, pues, ante una suerte de intimidad controlada. Los espectadores empatizan con Truman, buscan su libertad y su bienestar, pero solo dentro de unas pocas reglas específicas. Una de las camareras habla con recelo de Meryl, la esposa de Truman, interpretada por una de las actrices (Laura Linney) más reputadas del show e impuesta por los productos al protagonista. «La sacaron del programa, pero no pudieron sacarla de su cabeza», dice la camarera en relación a Sylvia, una extra que enamoró a Truman e intentó decirle la verdad. La melancolía de la camarera probablemente sea común en otros espectadores. Todos quisieran que Truman sea feliz, pero bajo las estrictas reglas del guion: la cámara se enfoca solo en él, la historia sigue un camino lineal, Truman sigue la vía tradicional de trabajador de nueve a cinco con una esposa y pronto hijos. Los disidentes del programa deben ser expulsados a prisa.
La lectura más común de El show de Truman en este punto hablaría de la excesiva exposición mediática y del capitalismo de la vigilancia, una lectura a lo Foucault de la disciplina mediante la cámara y el control de los cuerpos, la sociedad como un rodaje permanente. Podemos ir un poco más allá. El control es sobre unos y para otros. El espectáculo y la producción de intimidad tienen un receptor claro, cómplice del maniqueísmo de los productores. La expectativa de dramatismo cotidiano e historias esperanzadoras del héroe de la clase media sugieren un aumento acordado del control de los productores sobre el protagonista. Todo en el programa circula constantemente; es fácilmente ensamblado y reemplazado según las circunstancias: la lluvia aumenta según el interés del productor; un interés amoroso reemplaza a otro; personajes son rescatados de la muerte para propósitos de la narrativa.
Lo que estos personajes quieren es una intimidad controlada: una agencia performática, fácilmente controlada, revisada, purgada de excedentes, vigilada y sometida a la constante intromisión. Es la intimidad del espectáculo, como sugiere Paula Sibillia, y el asunto está en que la gente no solo lo quiere, sino que lo necesita. Es la única forma de pasar el rato en los espacios de transición y fragmentación de la vida contemporánea: los bares luego del trabajo, la estación de transporte, la garita de vigilancia en el megacomplejo de estacionamientos. Es una fuente de intimidad impostada, pero que fabrica con mucho detalle la ilusión de autenticidad. Notemos que, en buena parte del día, ver el show implica no ver casi nada, o al menos nada nuevo. Eso no evita que la gente lo siga por montones.
Los espectadores utilizan los términos del programa para referirse a sí mismos. Usan la ropa y viven en la casa de los actores. Impera, entonces, el lenguaje mediado por la cultura pop, el estilo de vida sometido al control de la sociedad post-industrializada y la economía de servicios. La barrera entre la ficción del show y la vida fuera de la pantalla se difumina a partir del mismo lenguaje y la del continuo emocional entre Truman y los espectadores. Algo así parece sucederle al resto del reparto del programa. De hecho, son pocas las escenas en la que ellos son ellos y no los personajes dentro del programa, en un curioso ejercicio de meta-meta ficción: actores que hacen de actores en un programa que finge ser la vida real se presentan ante la cámara al inicio del film. Todavía recuerdo esta primera escena. Si lo pensamos bien, es una escena bastante extraña, que rompe con la lógica de la película. ¿A quién va dirigida la entrevista con los actores principales del show? ¿En qué momento la filmaron?
La relación entre los actores y Truman se parece a la que mantienen los espectadores con él. Las líneas son difusas y el conflicto emocional se acrecienta conforme el protagonista se acerca a la verdad. En buena medida, que la cámara se aleje de Truman y que se enfoque en sus seguidores también sirve para interpelarnos como audiencia, no tanto por ser cómplices del voyeur en el cine, sino por nuestros propios motivos de identificación con el personaje ¿Qué hace que nos acerquemos tanto a él? ¿Qué motiva la atracción por el personaje y su dilema?
En buena medida, el dilema del protagonista parece bastante universal (hallar el lugar en el mundo, el sentido a las cosas), pero también es muy devoto de su tiempo: la frustración de la clase media de los noventa, en plena bonanza neoliberal y auge de la globalización. Truman tiene todo lo básico: una buena casa, una familia y un trabajo corporativo. Aun así, la alienación sobre su vida es notable, Sea Heaven le queda chico, predominan la desazón y el aburrimiento. Ese descontento de la rutina de clase media es una muy buena inspiración para que alguien dude de su vida y su utilidad, y, en ese juego de fantasías, suponga que su vida es parte de algo más grande, pública y de provecho, una vida trascendente. Esa es la paradoja principal del film, y también la de Truman: la crisis del protagonista se produce por el peso abrumador del tedio y la rutina, la cual es, irónicamente, empeorada ante el descubrimiento del carácter de celebridad del protagonista. La alienación y la intimidad del espectáculo parecen retroalimentarse.
Irónicamente, a pesar de una mirada cínica y descreída de la clase media americana, la película abandona el pesimismo y cierra con una nota de esperanza. En cierta medida, más allá de alegorías platónicas y cantos de libertad, El show de Truman funciona también como una oda al colectivo: se necesita un complejo entramado de secundarios y extras, muchas potenciales micro relaciones y redes materiales y emotivas, para darle sentido a la vida de solo una persona. Todos ellos (actores y espectadores, extras y locaciones) le dan sentido al protagonista, a su vida, sus conflictos y anhelos. Puede que esa sea la razón inspiradora que motiva a los espectadores a seguir viendo el programa. Bajo esta mirada, puede que cualquier persona, en cualquier labor cotidiana, esté haciendo algo digno de la luz cinematográfica; que uno sea parte de un conjunto valioso, consagrado en la narrativa. Al menos, así será hasta el día en que caiga una cámara del cielo, uno choque con el fin del plató de rodaje y quede forzosamente la libertad.
- ¿Quién está mirando «El show de Truman»? - 25 noviembre, 2024
- «Drive»: intenta ser héroe - 21 octubre, 2024
- El antihéroe ante la tragedia: «El contador de cartas» - 24 septiembre, 2024