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Arte y Letras

«Silencio eterno»: la enigmática escultura de Lorado Taft

La muerte es popular. En realidad, siempre lo ha sido. Quizá porque a ella la entendemos muy bien y, en cambio, no sabemos del todo qué significa existir. Pensar en la muerte nos hace pensar la vida de otra manera; mirarla, nos hace sentir extraños… pero vivos. A la muerte le hemos puesto mil nombres y la hemos cubierto con mil máscaras. Una de ellas, en absoluto más importante que otras, la esculpió Lorado Taft: un artista de nombre extraño que la llamó, por encargo, Silencio eterno. Había cincelado la tumba de Dexter Graves y, aunque ni el escultor ni el muerto son demasiado famosos fuera de EEUU, allí lo son un poco más. Sobre todo porque en Chicago hay un cementerio con una de esas obras que, con el paso del tiempo, se vuelven populares. Veamos qué puede significar eso.

El muerto

Según los exploradores españoles, los nativos norteamericanos llamaban a las tierras cercanas al lago Michigan Chicaugou, que en su lengua significaba poderoso, fuerte. Lo mismo afirmaron los franceses, siguientes blancos que pasaron por allí y primeros en establecerse definitivamente, con intención de prosperar en lo que, por aquel entonces, no era más que un pequeño puesto comercial para mercaderes y tramperos. Las Trece colonias británicas acababan de convertirse en los EEUU y el primer norteamericano todavía tardaría medio siglo en aparecer por allí.

Dexter Graves (el muerto de nuestra historia) llegó a la zona con la típica historia yankee bajo el brazo: venía desde Ohio liderando (porque alguien tiene que hacerlo) a trece familias que atravesaron con sus bártulos las llanuras de Indiana hasta llegar a orillas del lago Michigan. En realidad, eran poco más de cuatro días a pie, pero tampoco es cuestión de quitarle épica a la (re)fundación de una bonita ciudad. En 1833, el enclave se convirtió oficialmente en la ciudad de Chicago. Graves vivió allí otros once años, hasta 1844, quizá aprovechándose un poco de la leyenda. Como todos los lugares necesitan héroes y los ricos necesitan raíces profundas que sostengan su árbol genealógico, uno de los hijos de Dexter, Henry Graves, destinó una descomunal cantidad de dinero a construir un monumento en honor a su padre.

Ahora tocaría hablar de Lorado Taft, el artista, y de su obra, el Silencio eterno; pero antes nos vemos obligados a tomar un desvío para comentar que, en su excentricidad, Henry Graves quiso que el conjunto rindiera homenaje, también, a su caballo de carreras favorito, Ike Cook. «Why not?», se dijo. Según sus últimas voluntades, un enorme monumento ecuestre debía fundir sus dos grandes pasiones: el derroche de su herencia y los caballos. ¿Solución? Un complejo monumental en pleno Washington Park, con una estatua ecuestre de Dexter Graves y una gran fuente de agua potable para jamelgos. Afortunadamente para la ciudad, el proyecto se fue enmarañando y empezó a mutar. Entre otras cosas porque aparecieron nuevos ricos que prefirieron dedicar el espacio a un mito más compartido como, por ejemplo, el primer siglo de paz entre Inglaterra y EEUU. De este proyecto se encargó también Lorado Taft, que era el artista local del momento y, además, había cumplido el encargo de los Graves instalando en 1909 una enigmática tumba en el cementerio Graceland. Ahora sí, vamos a hablar un poco del artista, cuyo nombre tiene origen, según la red de redes, en el norte de España: Lorado significa tierra de laureles.

El artista

Taft nació en Elmwood (Illinois) en 1860. Además de escultor, fue profesor (en el Instituto de Arte de Chicago) y escritor. Lo normal sería decir que, aunque dividió esfuerzos, es mejor recordado, como dice la Wikipedia cuando se autotraduce del inglés, por sus estatuas; pero lo cierto es que Taft fue un tratadista importante y, durante mucho tiempo, fue tan conocido por sus escritos como por sus obras. En cualquier caso, tras un preceptivo paso por el París de la Bohemia, se instaló definitivamente en Chicago a finales del XIX y, unos años después, le llegó la oportunidad de brillar con la celebración de la Exposición Mundial Colombina de la ciudad (no confundir con la Expo de Chicago, que también la hubo, en 1933 y para conmemorar el centenario de la fundación de la ciudad a la que los indios llamaban Chicaugou desde tiempos inmemoriales). Taft quedó bien con las autoridades concluyendo varios trabajos en un tiempo récord y lo hizo, además, contratando como ayudante a alguna de sus alumnas. Esto es importante porque, aunque estaba bien visto que las mujeres fueran al Instituto de Arte, no estaba bien visto pagarles por sus obras. No sabemos si el bueno de Lorado dio este paso porque le convenía o por convencimiento y, aunque sospechamos que quizá pesó más lo primero que lo segundo, tampoco hemos venido aquí a quitarle méritos. Al contrario, hemos venido a  darle un poco de reconocimiento, aunque solo sea porque hizo una estatua que a primera vista no parece para tanto pero, por alguna razón, ejerce una extraña fascinación entre los chicagoans.

La obra

Como ya comentamos antes, Taft había cumplido el encargo de Henry Graves esculpiendo la tumba de su padre Dexter en 1909. Y lo hizo con una pieza, un tema y un estilo recurrentes a lo largo de su trayectoria. El Silencio eterno representa una muerte enigmática, que parece algo viva y al mismo tiempo dormida. Si nos pusiéramos estupendos ahondaríamos en la influencia de la escultura del art nouveau o la ascendencia de Claus Sluter; si fuéramos más puñeteros, diríamos que esta lápida labrada recuerda un poco mucho a la que Augustus Saint-Gaudens realizó para la sepultura de Marian Hooper y Henry Adams en el cementerio de Rock Creek, en Washington. No vamos a hacer ninguna de las dos cosas, porque la gracia de todo esto está en que, tras la muerte de Lorado Taft, por La ciudad del viento empezaron a circular leyendas sobre el Silencio eterno

Durante un tiempo, creció el rumor de que era imposible fotografiar la escultura. Quienes lo intentaban aseguraban obtener, como mucho, un contorno difuso, una figura oscura. Sin embargo, hay que reconocer que a esta leyenda en particular le pasó como a las apariciones de la virgen: se fue desinflando a medida que proliferaron las cámaras fotográficas y los teléfonos inteligentes. Pero no nos desanimemos, porque la rueda del misterio nunca descarrila: a lo largo de los años, se ha dicho que la estatua se mueve, que extiende los brazos y abre su túnica; que a veces aparece cabizbaja, mirando hacia el suelo, mientras que otras mira al frente, desafiante. Por supuesto, también hay testimonios que dicen que en ocasiones abre los ojos. Sobre todo, se ha dicho que quien mira fijamente a los ojos del Silencio eterno de Lorado Taft puede ver el final de su propia vida…

Así, la estatua ha ido haciéndose un hueco en la cultura popular de una ciudad famosa por la arquitectura, Al Capone y Michael Jordan. Incluso sale en un cómic bastante conocido que voy a aprovechar para recomendarles, porque pronto sale a la venta su segunda parte y, además, tiene página de Wikipedia autotraducida. Lo que más me gusta son los monstruos (Emil Ferris) ganó el Premio Eisner de 2018 poniendo, entre otras muchas cosas, todas estas leyendas en boca de su fascinada protagonista.

El Silencio eternoMientras va haciéndose famosa, la gente sigue yendo hasta el parque Graceland, a dar un paseo, ver la escultura y tratar de hacer una foto del Silencio eterno. Luego bromean, se sitúan frente a la tumba y miran un instante a los ojos cerrados de la extraña figura, por si los abre y pueden ver su propia muerte. Luego se encogen de hombros, quizá sonríen, y muchos se acercan a la tumba de aquel pionero que fundó una ciudad poniéndole el nombre que ya tenía. Ya nadie se acuerda de Dexter Graves, pero el brillo que ha ido recuperando el bronce de su tumba atestigua que los visitantes acarician su tumba. Es lo que hacemos los hombres cuando nos dejan tocar: nos acercamos a cosas que compartimos, como la muerte, en Chicago; o como el perro de Praga… y las acariciamos. Luego, nos vamos, nos fijamos en alguna otra cosa y las olvidamos.

Víctor Muiña Fano
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