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Arte y Letras

San Bartolomé de Pierre Boisserie y Éric Stalner, cuando las guerras de religión tiñeron París de rojo

Algo debe de haber en el aire de París que causa que cada cierto tiempo se produzca allí alguna revuelta o desorden general que acabe en un baño de sangre. Los ejemplos más conocidos por el público en general seguramente sean la toma de la Bastilla, la rebelión de junio de 1832 (gracias sobre todo a su aparición en Los miserables) y la Comuna de París. Pero no menos notable para la historia del país vecino y su capital fue la masacre de hugonotes, que lleva el nombre de matanza de San Bartolomé por el día en el que se produjo. En la noche entre el veintitrés y el veinticuatro de agosto de 1572, las guerras de religión francesas consiguieron elevar el nivel de locura que suele envolver a estos sucesos y llegar más allá.

Enfrentarse a este tipo de sucesos, en la ficción, siempre es difícil por lo incomprensibles que resultan a un nivel visceral. El que el pueblo parisino decidiese entregarse a una orgía de destrucción entre vecinos no es algo a lo que queramos encontrarle un sentido racional. Lo mejor que puede hacer un guionista es, seguramente, limitarse a tratar de narrar lo sucedido de la manera más neutral posible, dejando en sus personajes unas explicaciones que nunca llegarán a contentar al lector.

El trasfondo de una matanza

En la historia popular, los protestantes son un suceso que parece estar confinado a los territorios alemanes, la Ginebra de Calvino y los ingleses, con el añadido de que estos se subieron al barco de la reforma mayormente por un interés dinástico antes que por una auténtica conversión religiosa. Sin embargo, muchos calculan que antes de que tuviese lugar la matanza de San Bartolomé hasta un diez por ciento de la población francesa era protestante.

Se trataba de los llamados hugonotes, protestantes de inspiración calvinista que habían conseguido hacerse fuertes en el sur y el oeste de Francia. Las fricciones religiosas pronto se convirtieron, como no podría ser de otro modo, en políticas. Las guerras de religión servían de telón para una guerra dinástica en la que las casas de Guisa y Borbón se enfrentaban para tratar de aprovechar cualquier debilidad de los Valois y hacerse con el trono de Francia. Los hugonotes eran los protegidos de los borbones, liderados por Enrique III de Navarra y su madre Juana de Albret. Los católicos, por su parte, tenían como líder a Enrique I de Guisa. En medio de sus maquinaciones, Carlos IX de Valois aparece como poco menos que un títere de su madre, Catalina de Médici.

El panorama de París estaba aún más enrarecido en los tiempos previos a la matanza por la boda que tuvo lugar entre Enrique III de Navarra y Margarita de Valois, la futura Reina Margot. Buscando la paz entre las dos facciones se orquestó un enlace entre el gran valedor de los protestantes y la hermana del rey. Tal vez debería haberse evitado que el enlace tuviese lugar, visto que el propio universo parecía hacer todo lo posible para avisar de que algo iba mal. La muerte repentina de Juana de Albret en París, el siete de junio, debería haber bastado como advertencia. Aún así el dieciocho de agosto, según lo previsto, la boda tuvo lugar.

Es difícil saber qué pasó realmente tras la ceremonia, pero todo parece indicar que la casa de Guisa decidió tomarse la justicia por su mano aprovechando la situación y tratando de asesinar a Gaspard de Coligny, líder hugonote y figura muy cercana al rey Carlos IX. Había un elemento de venganza personal, además de la búsqueda del poder político o la excusa de la religión: el padre de Enrique I de Guisa, Francisco de Guisa, había muerto asesinado en 1563 durante la primera guerra de religión francesa. El asesino, un hugonote de nombre Jean de Poltrot, culpó entre torturas a Coligny. Luego se retractaría, pero para la casa de Guisa eso daría igual. Solamente la sangre podría lavar la muerte de Francisco.

Así pues, en aquella noche de agosto de 1572, acababa de finalizar una boda real entre representantes de dos bandos imposibles de reconciliar mientras las segundas espadas de hugonotes y católicos estaban atrapadas en su propio enfrentamiento basado en la venganza. Todo auguraba que en París podía estallar una nueva guerra, pero poco insinuaba que podría hacerlo de una manera tan sangrienta e irracional.

La realidad entre la ficción

Pierre Boisserie y Éric Stalner comparten la firma de un guion que se presenta como ejemplar en su reelaboración de las maneras clásicas del relato de aventuras histórico. Para ello parten de la creación de un nuevo personaje que se ve inmerso en la acción. Elías de Salvaterra es un clásico héroe romántico, un hugonote que sin embargo no es un fanático religioso. Se trata de un gran soldado, un valiente y fiel hombre de armas torturado por el recuerdo de sus hermanos, Clemente y Lois, que le fueron robados por un fanático católico durante la primera guerra de religión.

Evidentemente, nuestro héroe descubrirá aspectos de su pasado que desconocía, interactuará con el sombrío enviado papal Scipio, cruzará su acero contra los católicos y conocerá el amor. A pesar de ello, su trama no pasa de ser una anécdota de la que se sirven los autores para guiarnos por la verdadera historia, teñida aquí de locura y sangre. Los guionistas muestran un dominio absoluto del entorno para construir una narración que resulta angustiante gracias a su dominio de un espacio cerrado, París, que parece no tener fin y es capaz de absorber toda la acción como un agujero negro.

El punto de vista, como puede suponerse gracias a la filiación del protagonista, simpatiza de manera clara con los hugonotes y sus planteamientos. Esto responde, como no podía ser de otra manera, a una visión desde el presente de un pasado que no podemos dejar de leer en clave actual. Las tensiones religiosas siguen tan vivas hoy en día como en el siglo XVI, y las respuestas irracionales a las mismas son tan probables como entonces. El hecho de que Boisserie y Stalner no duden al mismo tiempo en poner en duda las verdaderas motivaciones de los participantes en la matanza les honra, en todo caso. Seguimos atrapados en un mundo en el que es muy fácil convertir la religión en la excusa perfecta para el saqueo y la liberación de las más bajas pasiones. Algo que siempre debemos recordar.

Toda narrativa histórica debe responder, obligatoriamente, a un posicionamiento ideológico sobre lo narrado. En esto es igual que cualquier otra narrativa, aunque a menudo tendamos a pensar que no es así, que al contársenos un suceso histórico, más aún si queda lejos de nuestro presente, se alcanza una suerte de objetividad que nadie vería en una narración ambientada en tiempos contemporáneos. Los folletines y las novelas de aventuras no son, por supuesto, excepciones a esta regla, sino seguramente una buena muestra de ella. Y San Bartolomé debe mucho a las novelas de aventuras francesas.

Así, debemos entender que la parte de ficción en el cómic no sirve mas que para reforzar y subrayar el mensaje lanzado sobre la parte histórica; para iluminar aquellos aspectos de la misma que solamente pueden destacarse bajando a nivel de calle. El deambular de Elías por las calles de París es algo que nunca se nos podrá contar si uno se para en los grandes nombres, los reyes y sus colaboradores más cercanos. Necesitamos un personaje que pueda moverse entre los diferentes estratos sociales. Tal vez por eso las narrativas históricas de nivel siempre caen en el peligro de terminar teniendo protagonistas que nos resultan demasiado perfectos, capaces de codearse con los altos estratos de la sociedad pero manteniendo una simpatía por el pueblo llano y una bonhomía que haga que se encuentren en casa entre los desposeídos del reino. Es un peaje que normalmente solamente nos ahorramos pagar cuando una obra renuncia a alguno de los planos de la historia o cuando se construye de manera totalmente coral.

La eterna edad de oro del cómic histórico francobelga

Es una práctica habitual entre los críticos e historiadores del arte popular, en su concepción más amplia, el ir inventándose sucesivas edades de oro a las que poder referirse. Todos sabemos, porque vendían un disco que así lo decía, que los años ochenta fueron la edad de oro del pop español, que estamos en la edad de oro de la televisión (a pesar de que originalmente así se referían en los Estados Unidos a la televisión de los años cincuenta) o que la edad de oro de Hollywood se acabó en los sesenta. Pero si en alguna disciplina disfrutan los ensayistas al poner edades por doquier, esa ha sido en el cómic. Sobre todo en el cómic americano.

La edad de oro, la de plata, la de bronce, la de hierro… todas ellas existen en la historiografía del cómic de superhéroes. Mientras tanto, al otro lado del océano, en la vieja Europa, pareciera que todo discurre a un ritmo más lento, sobre todo en ese universo aparentemente cerrado que es el cómic francobelga. La línea clara no murió con Hergé, la ciencia ficción ha sobrevivido a la pérdida de Moebius y el cómic histórico lleva viviendo en una eterna edad de oro desde prácticamente su fundación.

De hecho, el cómic histórico francobelga resulta una rareza inclasificable gracias, precisamente, a su enorme calidad. Los nombres que destacan son muchos menos de los que se lo merecerían, porque navegan entre unas aguas llenas de peligrosos tiburones en los que las grandes obras parecen menores al estar rodeadas de tan notable competencia. Así, se entiende que un título como San Bartolomé pueda correr el peligro de pasar desapercibido, de parecer una obra más de cómic histórico cuando en realidad merecería una suerte mucho mejor.

El trabajo gráfico de Stalner, por ejemplo, podría pasar de puntillas para unos lectores acostumbrados a auténticas lecciones de dibujo de autores como Julliard en Las 7 vidas del Gavilán, lo que sería un error. Stalner es parisino, y eso parece permear cada representación de la ciudad, construyendo con sus lápices un lugar real, tangible y opresivo para nuestro protagonista. El trabajo no es menos notable en los tipos humanos, en los que no duda en jugar con algunos arquetipos que todos tenemos en nuestra cabeza para conseguir el mejor resultado posible. Es imposible no ver en Scipio un ejemplo paradigmático de nuestra idea de un villano de época, del mismo modo que el dibujante no duda en caer en lo grotesco y casi paródico cuando representa a Carlos IX durante su caída en la locura.

En conjunto, San Bartolomé resulta una muestra más del gran estado de forma que mantiene de manera casi insultante el cómic histórico allende los Pirineos. En francés se editó, de hecho, en apenas un año entre agosto del 2016 y el mismo mes del 2017, publicándose aquí su integral apenas seis meses más tarde la mano de Ponent Mon. Se trata, pues, de una obra que nos muestra el estado actual del género, capaz de escapar de toda posible crisis y seguir dándonos a nuevos héroes y nuevas historias que iluminen nuestro pasado y nos hagan reflexionar sobre el presente.

Ismael Rodríguez Gómez
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