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Welcome Home (Sanitarium): alguien voló sobre el nido del librero

Es una verdad universalmente conocida que los locos acuden a las librerías como las polillas son atraídas por las farolas en medio de la oscuridad. También van a las piscinas, normalmente por prescripción médica, como si flotar en el agua los retrotrajese a una especie de estado amniótico profiláctico; o a los bares, donde la combinación de alcohol y cabezas abolladas puede tener consecuencias impredecibles. Pero lo de las librerías se lleva la palma.

En nuestra tienda tenemos un buen abanico de ejemplos ilustrativos. Vaya por delante que en general no suelen ser clientes problemáticos. Salvo aquel que nos insultó y amenazó por no querer publicar su libro. Y aquel otro que intentó robar de la caja cuando una compañera no miraba. Y el que me pidió que me lavase las manos porque había acariciado un perro. O el que quiso denunciarnos a la policía porque aseguraba que nos habíamos quedado con su cambio.

De entre todas las mentes desquiciadas que visitan habitualmente nuestro templo del saber, destacan varias que por razones diversas ya forman parte de nuestro paisanaje corriente. Y hay que decir que les tenemos un cariño especial. Están locos, pero son nuestros locos.

Uno de nuestros preferidos es al que yo apodo cariñosamente el «walking dead». Un hombre de mediana edad con algún tipo de parálisis, que habla muy lentamente y camina bamboleándose, como un muerto viviente en busca de carne podrida. Ya se deja ver antes de que abramos las puertas paseando a su perro alrededor de la tienda mientras nosotros estamos dentro colocando libros (o mirando el Facebook). En cuanto puede, entra y sube al piso de arriba, y allí se pierde entre las secciones de turismo, gastronomía y ocultismo. A veces entra en la librería y sale en un intervalo de tiempo desconcertantemente corto. Pero al final siempre vuelve a entrar. Y a salir. Y a volver a entrar. Y a salir. Y así en un bucle infinito al que yo llamo «walking dead loop». No voy a negar que la cosa da un poco de mal rollo, aunque ya estamos acostumbrados. Su presencia es tan habitual (y silenciosa) que cuando apagamos las luces para cerrar, miramos entre los rincones de la librería por si se nos ha quedado ahí olvidado.

Otro cliente peculiar es «Simón». Un hombre que pasa sobradamente de los setenta, que es alto, delgado, de calvicie incipiente y sonrisa mellada, y al que un servidor le puso tal sobrenombre en honor a la película de Buñuel (cultivado que es uno) por su pesadísima costumbre de filosofear con todo el pringado que tenga la mala fortuna de toparse con él. Simón viene todos los días, por la mañana y por la tarde, sin descanso. Como si fuese su trabajo. Anda siempre acompañado de un maletín en el que no tenemos claro qué guarda. Posiblemente libros, o partes de un cadáver. A saber. Tiene pinta de sabio ermitaño, un aspecto que refuerza el hecho de que traiga folios fotocopiados con sus preceptos existenciales; grandes reflexiones vitales que regala a todo aquel que quiera leer (y al que no quiera también). El primer día que apareció por la librería nos dijo que los leyésemos y se los diésemos a nuestros jefes. Hicimos lo segundo, previo vistazo de reconocimiento rápido que nos llevó a una clara conclusión: es un friki. A la semana ya nos había dado copias como para todo el vecindario. Que nadie se quedase sin reflexionar. Reconozco que le tengo un cariño especial a Simón, porque no hace daño a nadie, y aunque sus chapas infernales pueden aburrir a las piedras, es un señor educado y un personaje entrañable. Tiene a una hija viviendo en Alemania y cuando se ausenta sin previo aviso para verla es inevitable que nos preocupemos pensando qué será de él. Además, desde que se enteró de que había compartido pupitre con mi abuelo, no escatima perlas cada vez que me saluda: desde levantar el paraguas en lo alto de la escalera, señalarme y decir que «un océano de generaciones nos separa», hasta consejos vitales imbatibles como «no olvide usted enamorarse». Lo dicho, todo un sabio.

Pero nuestro abanico de parroquianos peculiares no queda ahí: está la chica que compra libros en inglés, pregunta si tienen continuación, y paga con monedas de un euro; el vagabundo (con teléfono móvil) que se aposta en la puerta de la librería, pide dinero para comprar libros (aunque a lo que suele estar agarrado es a una lata de cerveza) y recomienda a las chicas que lean a Herman Hesse porque se les quedará en el corazón como ellas ya están en el suyo; el hombre esquizofrénico que compra y se aprende (nos consta) métodos de idiomas de todo tipo, incluido el swahili; la señora que se parece a Edna la de Los Increíbles y que trae folios garabateados a lápiz con títulos de libros que para su iracunda frustración suelen estar descatalogados; el hombre que entra, se acerca hasta el mostrador y pide permiso (¡siempre!) para mirar las Moleskine; el señor de chubasquero, gafas de culo de botella e higiene sospechosa, que colecciona bolsas de plástico y está obsesionado con la Tierra Media; o la señora mayor que nos daba un poco de pena porque siempre nos pedía «una bolsina, por favor», hasta que un día la vimos en la portada del periódico por sacarle los cuartos a unos cuantos hosteleros de la región.

Es fascinante la colorida fauna que nos acompaña de forma más o menos regular en nuestro devenir librero diario. Pero no solo los más habituales nos deparan momentos surrealistas. Me despido con la conversación mantenida a primera hora de la mañana de un lluvioso día de invierno. Lo típico cuando trabajas en las trincheras:

—¡Holaaaaaaaa!

—Hola.

—¿Hay mujeres?

—¿Cómo?

—Que si hay mujeres.

—…

—¿Queréis calamares?

—No, gracias.

El librero

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