Necesitamos espacios comunes en lo que la vulnerabilidad inevitable a cualquier proceso de duelo pueda ser compartida, escuchada y diseccionada sin miedo a parecer débil ante los demás.
En abril publiqué un libro sobre el duelo contando las experiencias que viví tras la muerte de una de mis mejores amigas hace tres años. El libro salió con Viento Norte Editorial, una editorial muy pequeña, diminuta, con la que había publicado también mi primera novela. Esto no solo implica que el libro llegue a muy pocas personas, sino a que muchas de ellas ya las conozco. Son mis amigos, los de mis editores, sus lectores habituales, algunas personas que llevan tiempo siguiéndonos en redes sociales.
Quizá por ello me sorprendió tanto, en inicio, que me escribieran varios lectores para hablar de sus procesos de duelo, para narrar la muerte de familiares y amigos cercanos, en algunos casos ocurridas hace años, pero evidentemente con un proceso de duelo aún sin terminar. Con algunas de esas personas había hablado ya de otras cosas, en algunos casos tenía cierto grado de confianza, pero esas experiencias nunca habían salido a relucir entre nosotros. Fue cuando leyeron mi libro, cuando sintieron que yo compartí mi duelo con ellos de forma abierta, cuando se animaron a hacer lo mismo. No escogieron a una persona en la que confiaran especialmente, sino a alguien que acababa de entregarles una historia similar a la que ellos querían soltar. Pareciera como si llevaran tiempo buscando a alguien afín (tal vez de forma inconsciente) en quien volcar sus preocupaciones sobre la muerte, sus duelos malogrados o inacabados.
Desde que escribí el libro me han hablado de las muertes de compañeros de colegio, de padres, de amigos… comparando su experiencia con la mía, felicitándome por atreverme a contar algo que yo escribí y publiqué movida por el amor y el ansia de recuerdo, sin tener una concepción especial de estar siendo fuerte ni valiente ni compartiendo algo especialmente privado.
Para mí los sentimientos no son algo a esconder. No es que tenga que hacer un esfuerzo para compartirlos, sino que de forma natural expreso enfado, ilusión, cariño o tristeza. Cuando mi amiga murió me acostumbré, por algún motivo, a llorar al subirme al autobús. Cada día, al ir al curso que estaba haciendo entonces, lloraba por el camino. No en la cama, ni en el baño, sino en un espacio público, rodeada de desconocidos ociosos que, en muchos casos, se dedican a mirar al resto de viajeros. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que esa no es la tónica general y, sobre todo, que no lo es en las generaciones anteriores a la mía. La generación Z llora en los conciertos, llora en la calle, llora en Tiktok, pero a medida que la edad aumenta, aumenta también el pudor a expresar sentimientos fuertes en público. Hay cierta sensación, sino de vergüenza, sí de decoro que impide que los demás puedan percibirte como a alguien vulnerable. El dolor tiene algo de descontrolado que hace que no sea deseable que se nos vea cuando lo estamos atravesando.
No obstante todo duelo implica, por necesidad, vulnerabilidad: ante la ausencia, ante el miedo repentino a la propia mortalidad, ante la incomprensión de la pérdida. No se puede atravesar un duelo sin sumergirte en tu propia fragilidad. Esto, por supuesto, puede hacerse en soledad, pero el hecho de que tantas personas me hayan hablado para contarme cómo están atravesando estos procesos, describiéndome en ocasiones escenas concretas de gran intimidad, me indica que no queremos eso. No queremos estar solos ante el duelo por muy frágiles o vulnerables que nos vuelva a los ojos de los demás. Sin embargo, nos resulta tan extraño aparecer así ante quienes nos conocen que escogemos a una desconocida en su lugar. Consideramos su obra como un asidero, y a su autora como un receptor de lo que nos pasa.
El motivo tiene mucho que ver con la ida de que, si los demás te perciben como a alguien vulnerable pensarán en ti como en un individuo débil con quien es fácil jugar, a quien se puede pasar por encima o del que aprovecharse. Al menos, eso es lo que creemos, espoleados por una sociedad en la que todo parece una competición, un entorno en el que aparentar siempre que eres fuerte y que estás bien para que no te coman los demás. Ni siquiera nos libramos de pensar que quienes más nos quieren se van a portar bien ante nuestra muestra de debilidad. En secreto, creemos que dejar que nos vean así nos traerá una desventaja, una pérdida de estatus, el derecho a que no se nos tome en serio. Mantenemos la mentalidad de que en todo hay que ganar, nos sometemos nuevamente al individualismo Que en teoría acarrea una mayor libertad, y que sin embargo nos impide compartir nuestros pensamientos sobre la muerte con quienes más queremos. Elegimos callar el dolor, aunque lo que pide nuestro organismo es abrirse para no terminar reventando con la presión.
Estamos hambrientos de lugares seguros en los que compartir el duelo, de espacios en los que se nos entienda. Necesitamos estar con otros que hablen de lo mismo que nos está pasando abiertamente, animándonos a exponer nuestras heridas aún sin cerrar. Si algo me han enseñado mi proceso de duelo y mi libro es que en ocasiones lo más sanador es el simple hecho de compartir, la sensación de ser escuchado. Casi nunca necesitas consejos, sino un espacio en el que expandir el dolor como sobre una mesa de operaciones, en el que exponerlo y diseccionarlo ante una mirada atenta y cariñosa, ante la certeza de que quien vea todo eso va a seguir contigo.
Yo fui a terapia cuando pasé por aquello. Obtuve algunas herramientas que me sirvieron, otras que no, y en gran medida sané gracias a mi psicóloga, pero también gracias a la publicación de este libro, a haber creado un espacio en el que exponer esto, en el que invitar a otros, sin saberlo, a hacer lo mismo. No elegí este papel, pero me alegro de haber proporcionado a un puñado de personas, de haberles otorgado un receptáculo para esa vulnerabilidad con la que no sabían qué hacer. Yo lo hubiera necesitado de no haber escrito el libro, de no haber llorado tanto en el autobús.
Desde entonces fantaseo con la idea de que un proceso tan duro pueda encontrar algo de luz en el hecho de volverse común, de compartirse, de encontrar receptores ante los que la vulnerabilidad sea algo natural. Me cansa que le digamos a la gente que tiene que ser valiente como si fuese algo necesario para sanar, como si los caminos para estar mejor no pasaran también por todo lo contrario, por la sabiduría de permitirte ser débil cuando algo que te ha sucedido te supera.
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