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El funus en la antigua Roma y cómo la muerte dio paso a la idiosis

Monolitos custodiados por colosales placas de cuarcita, sombras que vigilan la balanza de Anubis, luces al final de un túnel cuyo fin no alcanza la vista, barcazas que transitan sobre las almas perdidas del Hades… En la divergente línea cronológica y cultural de nuestra historia, el único punto común ha sido, y será siempre, la muerte. Bien como epicentro de rituales sacros, fobias o representaciones artísticas para asustar a los incautos, la aprensión hacia esa dama negra nos ha acechado desde el principio de los tiempos, recordándonos que cada paso nos acerca más y más hacia su abrazo. Para los antiguos romanos, a quienes me permito dedicar este artículo, la eternidad era el sueño del recuerdo, la manera de sobrevivir en la memoria colectiva, dilatando (o al menos demorando) la experiencia vital a través de las cábalas funerarias.

Las honras fúnebres (funus) se realizaban en la residencia del difunto, a donde acudían los allegados para despedirse y dignificar su figura en una ceremonia de luto que rondaba los nueve días. Durante las horas iniciales se disponía a los asistentes alrededor del cadáver conformando la letra «U» que, teóricamente y según la creencia, impedía la posesión del cuerpo por parte de lémures malignos o larvas; a continuación, un progenitor o descendiente (según el caso) efectuaba la cubrición de los párpados y la conclamatio. Esta inclinación acompañada por la proclamación del praenomen del difunto a viva voz, se realizaba tres veces y tenía como fin verificar la defunción e iniciar las abluciones. En el caso de los patricios, se procedía al lavatorio y al vaciado (en molde de cera, es decir, el cerae) del rostro, lo que permitiría la confección de la máscara mortuoria (a posteriori, la máscara sería exhibida en la galería principal de la domus o villae con el resto de los antepasados).

Mientras se llevaban a cabo estas acciones, uno de los asistentes debía dirigirse al dessignator (funcionario encargado de las sepulturas) para comunicar el fallecimiento y gestionar el sepelio en la necrópolis, un acto que comúnmente se encabezaba con un breve paseo a las afueras de la ciudad o, en el caso de personajes célebres, por el pomerium (centro de la urbe). En este punto, y a fin de promover la equidad, las autoridades resolvieron vetar el uso de profusas túnicas, fachendosas alhajas y pomposos adornos en el difunto y en la comitiva, pero el ingenio de los altos estratos sociales superó con creces a la normativa; obsesionados con el statu quo, los patricios comenzaron a contratar praeficae (plañideras casi tan gravosas como un mercenario) que se unían al recorrido profiriendo llantos, jalándose el cabello y golpeándose el tórax con vehemencia. De esta manera, el número de plañideras que podía permitirse una familia se convirtió en un distintivo de pujanza económica y relevancia social, llegando al punto de exportarse desde otros puntos del imperio (Egipto, por ejemplo, se transformó en uno de los mayores distribuidores). No obstante, en muchos casos esta dramaturgia concertada se convertía en un recurso esperpéntico, que preludiaba el paseo de esos bustos familiares que, flotando y danzando por la calle cual cabezudos en carnaval, cerraban el séquito. Tras esta grotesca procesión se efectuaban los preparativos en la necrópolis para la incineración o la inhumación en el caso de recursos limitados.

En cualquiera de los dos casos, el primer paso consistía en arrancar uno de los dedos del difunto para la ceremonia del os resectum (sepultura del segmento al modo tradicional y sin emplear cremación), seguido por el rociado de los restos con vino dulce y hierbas que facilitaban la combustión; unos segundos antes de la deflagración, el mismo familiar que había iniciado las ceremonias depositaba bajo la lengua (o en la palma de la mano) una moneda con la que el espíritu del difunto costearía su paso al otro lado de la laguna Estigia. Esta convicción fue heredada de los helénicos, y los romanos, supersticiosos por naturaleza, la absorbieron en su cultura.

Cuando de los restos solo quedaban las cenizas, estas eran recolectadas e introducidas en un receptáculo: en el caso del círculo social más bajo solía ser una simple ánfora o vasija cubierta con una tégula (teja del techo de la vivienda familiar), mientras que en las estirpes más adineradas destacaban las urnas asociadas a altares, sarcófagos y placas conmemorativas. Es aquí donde quiero hacer un alto para explicarte, querido lector, que a mi entender este es uno de los más claros ejemplos de ιδιωσιζ o idiosis (ese concepto que creé hace varios años y que designa la necesidad de particularizarse para despuntar) de la Historia Antigua; porque ese alto cargo romano que desea vigorizar y fomentar el recuerdo de su persona llega hasta el punto de invadir con sus restos las vías de comunicación romana. Sí, sí, has leído bien: apostadas en los costados de la Vía Aurelia, la Vía Appia o la Vía Autina se encuentran, entre muchas otras, las tumbas de emperadores como Domiciano y Septimio Severo, de Rómulo (hijo predilecto de Majencio), de Cecilia Metela (esposa de Craso, el integrante del triunvirato junto a César y Pompeyo) y patricios como Lolio (en cuyo epitafio se indica «Lolio ha sido colocado al borde del camino para que todos los transeúntes puedan decirle “Buenos días, Lolio”»).

No deja de ser curioso que, aunque muchos de sus nombres se han borrado con el paso de los siglos, aún pueden distinguirse inscripciones como la del cincelador anónimo («Veo tu alegría por vivir y tu tristeza por la muerte […] no ignores en tu camino a Moneta porque la Morta aparece cuando menos te la esperas») y la doncella desconocida («ofréceme tu saludo, oh caminante, para evitar que el olvido me corrompa, aprende quién era yo y reza porque Paventia me proteja») que redundan en esa necesidad constante de atención por la memoria y la identidad. También es interesante destacar que aunque a veces no sepamos el nombre del fallecido, sí tenemos acceso al nombre de la familia, la fecha de nacimiento, las referencias al pagador de la tumba, los logros en vida del finado y tradicionales epitafios reducidos a meras siglas como D.M.S. («Dis Manibus Sacrum», «Consagrado a los dioses manes», muy habitual a partir del siglo I d.C.), H.S.E. («Hic Situs Est», «aquí está enterrado») o S.T.T.L. («Sit Tibi Terra Levis», «que la tierra te sea leve») que compelían a los paseantes a una presentar sus respetos en silencio. Por supuesto, la personalización de estas estelas resultó una acreditación consciente de su idios (ιδιος), llegando a equipararse al difunto con alguna deidad virtuosa y digna de veneración, como en el caso del monumento funerario a Prócula del siglo II d.C. en el que se la compara con la diosa Diana (probablemente por haberse mantenido virgen).

Y como imagino que te lo estás preguntando, te diré que a diferencia de estos nobles personajes, los esclavos, los pobres y los desarraigados eran lanzados a los puticuli, fosas comunes que compartían espacio con animales muertos, escombros arquitectónicos y desechos varios. Por desgracia, en Roma la eternidad era para quien pudiera costeársela.

Por otro lado, existía un estrato social de clase media, media-baja, que no podía optar a ceremonias como la del funus translaticum o el funus publicum (propia de aquellos nobles cuyo ritual funerario era abonado por las arcas municipales), pero su calidad de vida superior les permitía un entierro bastante digno; hablo, por supuesto, de los mercaderes, artesanos y soldados. En el primer y segundo caso era frecuente que tras la cremación se procediera a la disposición de la urna cineraria en un columbario, una edificación semejante a un palomar (del que precisamente toma su designación) donde se encontraban diferentes loculi o agujeros. El acceso a este receptáculo suponía el pago previo (en vida) de cuotas mensuales, al estilo de un seguro de decesos contemporáneo. En el segundo, tengo que decir que estaba prohibido sepultar a un soldado romano en tierras ajenas al Estado, pero también lo estaba la repatriación del cuerpo (suponía la corrupción del ánima del difunto y una maldición para el resto de la falange); por ello los camaradas eran los encargados de costear la sacralización de territorios paganos para enterrar el cuerpo, llevándose siempre una pequeña parte del cadáver (dientes, dedos… etcétera) de vuelta a su nación para construir un honorarium sepulcrum (monumento en argamasa policromada que se mezclaba con los restos y en el que se hacían ofrendas de arcilla simulando los alimentos predilectos del difunto).

La única etapa común en todas las honras fúnebres era el séptimo día de luto, momento en que se realizaba el suffitio (purificación): por medio de inciensos, líquidos sagrados y la entonación de salmos se purificaba a todos los objetos e integrantes de la comitiva para evitar que los influjos negativos de la muerte indujesen desgracias (pérdidas económicas, divorcios, robos o abusos) durante los diez meses posteriores. Finalizado este proceso, y habiendo sido declarada la salvaguarda y buena fortuna del colectivo, se establecía de nuevo la rutina habitual de la familia; en el lugar del difunto solo quedaba el recuerdo de que la muerte no indultaba a ninguno de sus hijos y entre los vivos se mantenía la lucha porque el olvido no operase sus estragos.

Tamara Iglesias

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