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¿Tiene ideología política la tecnología?

«Un cliente puede tener su automóvil del color que desee, siempre y cuando desee que sea negro». (Henry Ford)

«Bitch, soy una obra de arte, tengo to’ los trucos pa’ engatusarte». (La Zowie)

Si estás leyendo esto, es muy posible que te hayas hecho la pregunta que da título al artículo alguna vez. Quizás incluso has usado en alguna conversación de sobremesa el ejemplo del cuchillo, la primera herramienta desarrollada por los homínidos, que igual sirve para matar a alguien o para cortar el entrecot que te acabas de meter para el cuerpo. La idea de que las tecnologías que nos rodean poseen una ideología política inherente y que su utilización equivale a la implantación de esta ideología, resulta controvertida. A priori, es difícil asumir que usar la lavadora te pueda convertir en un opresor capitalista o que utilizando Telegram en vez de Whatsapp estés contribuyendo a una sociedad más democrática. Pero, antes de arrojar algo de luz sobre la cuestión, es necesario definir primero de qué hablamos cuando hablamos de política y de tecnología. Por política me refiero a las formas en que organizamos nuestra sociedad en términos de acuerdos de poder y autoridad, en la línea de Max Weber. Al hablar de tecnología incluyo cualquier tipo de artefacto tecnológico que sirva para mediar en la forma en que desarrollamos las estructuras sociales en las que vivimos inmersos. Tecnología es el último iPhone, sí, pero también lo es un sacacorchos, que permite embotellar y sellar líquidos para ser almacenados y transportados a largas distancias. Piensa en ello la próxima vez que te abras una botella de ese rioja que tanto te gusta.

El filósofo estadounidense Langdon Winner escribió en 1985, antes de la explosión de Internet, un artículo canónico sobre la cuestión que nos ocupa donde trataba de conjuntar las dos grandes corrientes de pensamiento sociológico en lo referente a cómo la tecnología interactúa con la sociedad. En Do artifacts have politics?, Winner se acercó al constructivismo social de la tecnología, volviendo a situar al contexto en el que esta se implementa como factor clave en su desarrollo final. Es durante el proceso de adopción de un artefacto tecnológico cuando la sociedad crea estructuras que influyen en cómo se llevará a cabo la interacción con él. Durante la creación de esas estructuras es el momento en que se reordenan los roles de poder y conocimiento. Winner era capaz, sin embargo, de reconocer que el diseño inicial de una tecnología influye en la forma en cómo está se implanta y en cómo modifica la sociedad. Cambios en los modos de producción o en los medios de comunicación propiciados por la aparición de nuevas tecnologías alteran las reglas y los procesos existentes con resultados más o menos previsibles. Lewis Munford, una de las figuras más relevantes en los estudios sobre historia de la tecnología, hablaba de dos tradiciones tecnológicas opuestas: una autoritaria y una democrática. Pequeños cambios en características muy concretas hacen que una misma tecnología requiera una serie de condiciones referentes a las relaciones humanas muy distintas. Puede favorecer sistemas centralizados o descentralizados, liberadores o represivos, puede favorecer la integración o por el contrario promover desigualdades y perpetuar códigos clasistas o sexistas.

Winner detecta dos formas en las que una tecnología puede contener propiedades políticas. Por un lado pone el foco en lo que denomina planes técnicos, que vienen a ser decisiones macroestructurales que implican cambios profundos a nivel social. La arquitectura y el urbanismo son buenos ejemplos de este tipo de planes. El artículo cita como ejemplo a Robert Moses, un funcionario estadounidense encargado de diseñar las actuaciones urbanísticas más importantes desde los años veinte hasta los sesenta. Una de sus obras, los pasos elevados sobre las autopistas de Long Island, sorprende por su poca altura, que en muchos casos no permite pasar autobuses o camiones. Las razones que Moses esgrimió para justificar esa decisión eran un reflejo de su prejuicios clasistas. Las familias blancas y adineradas que dispusieran de automóvil podrían disfrutar de los parques y playas de Long Island sin ser molestados por la masificación que traería consigo el acceso del transporte público. La altura de esos pasos elevados se convierte, de esta forma, en una decisión política. Posiblemente construirlos un par de metros más alto no hubiese supuesto un incremento significativo en el precio de la obra ni hubiese tenido impacto alguno en su ejecución, pero se toma esa decisión atendiendo a motivos de índole política. No es necesario irnos tan lejos para encontrar muchos ejemplos donde el urbanismo juega un papel parecido. Si has estado en Barcelona y das un vistazo rápido al mapa del metro, verás cómo determinadas zonas altas de la ciudad, en su vertiente sur, quedan fuera de acceso. La infanta Cristina y su marido, Iñaki Urdangarín, tendrán que pillarse un Uber para volver a su palacete en el barrio de Pedralbes si se les hace tarde por el centro. Pobrecitos. Otro buen ejemplo es el diseño del ensanche barcelonés, realizado a finales del S.XIX, que responde especialmente a criterios de higiene y salubridad pública, así como de acceso más amplio a la vivienda de calidad, pero chocó con el rechazo de la burguesía de su época, que tenía una visión más particularista de la ciudad y no gustaba del carácter homogeneizador del llamado Plan Cerdá.

Por lo general, vemos la tecnología como una herramienta neutral, que puede ser utilizada con múltiples fines. Es poco común que se perciban con claridad las intenciones ocultas (o no) que determinado cambio tecnológico puede tener en su diseño. Cuando Apple, la compañía con mayor valoración bursátil del mundo, lanzó su reproductor de música digital iPod, y agregó a la ecuación la tienda online iTunes Store, donde se podían comprar las canciones de forma cómoda y rápida, revolucionó el sistema de consumo existente. La música era un sector que vivía en permanente tensión con el mundo online. La digitalización de los contenidos había servido para que estos circulasen de manera libre (a.k.a gratis) y el concepto de propiedad intelectual había saltado por los aires debido a la aparición de programas de compartición de archivos como Napster o Audiogalaxy. Apple encontró la solución ofreciendo a la industria musical una manera de seguir llevándose una gran parte del pastel digital. Había creado un sistema, iPod + iTunes Store, que permite a los consumidores acceder a una cantidad ingente de música de manera prácticamente inmediata, completamente personalizada y pagando solo por aquello que se quiere escuchar. La banda británica The XX, preguntados sobre sus influencias musicales, declaraba sentirse hijos del modo shuffle del iPod, ese que reproduce todas las canciones que tengas almacenadas de manera aleatoria. La sublimación de la individualización del consumidor a través de la personalización del producto. Un trayecto psicológico que refleja magistralmente el documental de la BBC El siglo del yo. El modelo de consumo de Apple es ahora utilizado por multitud de empresas que ofrecen todo tipo de servicios y productos de manera digital y adaptados a la necesidad particular de cada cliente. Se ha afianzado la idea de que la solución a los problemas ha de ser personalizada y casi siempre va a pasar por algún tipo de cambio individual. La apelación constante a la responsabilidad individual para solucionar los males del mundo es un mantra repetido hasta la saciedad. Netflix estrena, sin rubor alguno, documentales alertando sobre el turbo-consumo o los peligros de las redes sociales al mismo tiempo que abandera el entretenimiento ambiental y utiliza captación masiva de datos para alimentar sus algoritmos. No hay incoherencia alguna porque según estos documentales la culpa es nuestra, que elegimos libremente ver Netflix. Para salvar el planeta y a ti mismo, solo tienes que instalarte unas cuantas apps y cambiar los hábitos que te digan las notificaciones.

La segunda forma en que Winner relaciona tecnología y política es a través de ciertas propiedades que la primera posee y que van fuertemente ligadas a patrones de poder. A priori podría parecer claro que para la implantación de determinados desarrollos tecnológicos es necesario un tipo particular de estructura comunitaria. Resulta lógico pensar qué ámbitos con un alto grado de sofisticación requieren de organizaciones fuertemente jerarquizadas y con una capacidad de toma de decisiones muy estructurada. No parece muy razonable someter a referéndum los aspectos más técnicos de la implantación del 5G en España, por poner un ejemplo. La eficiencia parece ser el factor que rige la decisión sobre qué tipo de organización adoptar para gestionar la nueva tecnología. Pero llegados a este punto es posible cuestionar la necesidad de aceptar ciertos postulados morales en aras de alcanzar los supuestos beneficios que una nueva tecnología pueda traer.

La eficiencia no puede ser el único argumento que justifique la adopción de cualquier tipo de cambio tecnológico. Se está hablando mucho del llamado capitalismo de vigilancia, la enésima formulación de los postulados capitalistas adaptados, esta vez, a las necesidades de los gigantes de la tecnología estadounidense, véase Google, Apple, Facebook y Amazon, los conocidos como GAFA. La socióloga Shoshana Zuboff, en su monumental La era del capitalismo de vigilancia, habla del excedente conductual como nueva materia prima sobre la que construir la lógica de acumulación y de maximización de beneficios. El excedente conductual son todos aquellos datos sobre nuestro comportamiento que estas corporaciones obtienen cuando usamos sus productos o servicios. El objetivo inicial por el que se empezó a recoger toda esta información era la mejora de los servicios que ofrecían, pero las cosas empezaron a torcerse cuando los inversores de capital riesgo que habían aupado esas jóvenes compañías, una especie que nada en las mismas aguas que los tiburones, exigieron ver beneficios a corto plazo. Cuando Google se vio con el agua al cuello (sí, aunque ahora te suene increíble, Google tenía serios problemas para hacer dinero) decidió aprovechar todos los datos de los que disponía de nosotros, ponerlos a disposición de su inmensa capacidad de procesamiento y utilizarlos para vender publicidad en vez de salvar al mundo, como nos habían prometido. El modelo de la llamada publicidad programática pasó rápidamente a ser el estándar del mercado y un mercado que mueve miles de millones de dólares al año. La inmensa mayoría de las nuevas compañías que operan, de una forma u otra, en internet, comenzaron a virar su modelo de negocio hacia la captación y venta de datos de sus clientes. Hay mucho pastel para repartir. Como era de esperar, la extracción de datos y las herramientas desarrolladas para poder impactar usuarios con micro-targeting, un sistema que permite hacer llegar de forma masiva contenido personalizado, han sido utilizadas para cuestiones mucho más conflictivas que mostrarnos un banner de Zalando. En los últimos años, varios procesos electorales y referendos han sido interferidos utilizando estas herramientas. Facebook fue utilizado por las fuerzas militares birmanas para incitar a la violencia que desembocó en el genocidio rohinyá sin que la compañía moviese un solo dedo. Atrás quedaron aquellos sueños de juventud donde las redes sociales eran aclamadas como la máquina democrática que había derrocado a dictadores e instaurado el gobierno del pueblo en las Primaveras árabes.

Es indudable que la tecnología y su control siempre han ido ligados al ejercicio del poder político. Desde ámbitos como el militar, donde resulta más que evidente su importancia, hasta cuestiones no tan obvias, como las referentes a sistemas métricos, políticas monetarias o construcción de los espacios públicos, la tecnología ha mediado en la forma en la que organizamos nuestro mundo. Es inevitable que aquellos que ejercen el poder político quieran decidir sobre qué tecnologías normalizar y de qué forma se implantan. Las decisiones finales se toman teniendo en cuenta la suma de muchos factores, pero la eficiencia se ha convertido en el único criterio esgrimido públicamente. El bien común no siempre aparece reflejado como uno de los beneficios que una nueva tecnología puede traer consigo. Han pasado treinta y cinco años desde el artículo de Winner y resulta más necesario que nunca revisar las dos interpretaciones que propone a la cuestión y actualizar los ejemplos con artefactos propios de nuestros días. Hemos aceptado incorporar la tecnología a nuestras vidas hasta unos límites insospechados, casi obscenos, así que conviene pararse a analizar que partes estamos dispuestos a aceptar y de qué forma. La política, ya se sabe, o la haces o te la hacen.

«La idea que ahora debemos someter a examen y evaluar es la de que ciertos tipos de tecnología no permiten tanta flexibilidad y que elegirlos es elegir una determinada forma de vida política». (Langdon Winner, 1985).

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