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Cine y TV

Benshi: creadores de magia

Desde que a finales del siglo XIX apareciese un arte capaz de revolucionar el mundo como finalmente ha logrado hacer, hemos tenido la suerte de asistir al nacimiento y evolución de todo tipo de cine a través de distintas etapas realmente marcadas y destacables a lo largo del planeta.

Al contrario de lo que muchos piensan, no fueron los hermanos Lumière con su Salida de los obreros de la fábrica en 1895 los precursores del séptimo arte, sino Louis Le Prince en 1888 con un brevísimo cortometraje de menos de dos segundos titulado La escena del jardín de Roundhay. También sería interesante recordar lo que consiguió hacer la francesa Alice Guy-Blaché, la primera realizadora que además de dirigir, escribía guiones e interpretaba, convirtiéndose con títulos como La Fée aux Choux (1896) o Le départ d’Arlequin et de Pierrette (1900) en la gran pionera del cine narrativo y de rudimentarios efectos especiales como el coloreado a mano sobre el celuloide. Incluso en España hemos tenido grandes autores como el indispensable Segundo de Chomón, aventajadísimo alumno de los Lumiére que dejó para la posteridad obras como El hotel eléctrico (1908) o La casa encantada (1907), demostrando un avanzadísimo manejo del Stop motion.

Este tipo de cine primigenio resultaba algo absolutamente hipnótico para la época. Pero a medida que pasaba el tiempo y estos cortometrajes, inicialmente simples y que en su mayor parte mostraban escenas de la vida cotidiana, comenzaban a ganar complejidad y a mostrar tramas donde se planteaba una historia con nudo y desenlace, se comenzó a necesitar algo más que música para acompañarlos. Especialmente con la llegada de movimientos cinematográficos tan rompedores como el expresionismo alemán.

En ese sentido, el cine asiático siempre me ha resultado fascinante y creo que además ha sido capaz de cautivar al mundo por varios motivos. Supo adaptar a la perfección las corrientes cinematográficas llegadas de Occidente mientras conseguía dotarlas de una expresividad abrumadora, llegando a perfeccionar un lenguaje narrativo que finalmente alcanzó su máxima expresión con cineastas de la talla de Yasujirō Ozu, Kenji Mizoguchi o Akira Kurosawa, entre otros. Pero para llegar a ello tuvo que superar el problema inicial con los primeros cortos o largometrajes ligeramente complejos, como por ejemplo la maravillosa Una página de locura (Teinosuke Kinugasa, 1926), una sensacional historia surrealista plagada de analogías visuales muy gestuales pero abierta a distintas interpretaciones. Ya hacía tiempo que para la mayor parte de títulos que se realizaban a nivel mundial todos esos elementos visuales comenzaban a sustentarse en unos subtítulos que se incrustaban para trasmitir la información de lo que ocurría en pantalla o, simplemente, explicar de forma breve los diálogos. Esto parecía la solución más sencilla, pero la baja tasa de alfabetización de la época suponía un hándicap difícilmente salvable para la mayor parte del público nipón.

De esta manera, especialmente en Japón comenzaría a instaurarse en los cines una figura que resultaría esencial para el desarrollo de su industria cinematográfica: los Benshi o Katsuben. Estos no tenían como única función traducir los subtítulos que acompañaban a las películas, sino que también explicaban las tramas de las mismas, ponían distintas voces para los personajes e incluso imitaban los sonidos de las espadas o animales que aparecían en las obras, convirtiendo aquellas proyecciones en acontecimientos absolutamente fuera de lo normal. Y aunque esta figura no fuese exclusiva de Japón, ya que narradores de este tipo habría por todo el mundo (incluso en España tendríamos nuestra propia versión a la que acabaríamos denominando como los voceros), los Benshis tendrían tanta relevancia en Japón que acabarían influyendo muy directamente en su industria cinematográfica.

Hay que tener en cuenta la importancia que los narradores han tenido siempre en la cultura nipona, desde el Bunraku o Teatro de marionetas al Teatro Kabuki. Pero aunque al inicio del cine la función de estos narradores fuese poco más que ornamental por la simplicidad de aquellos primeros cortometrajes, a medida que el lenguaje narrativo evolucionaba también aumentaba la importancia de los Benshis. Esto haría que no solamente se convirtiesen en personajes muy importante para el teatro en Japón, sino que incluso se creasen escuelas para formar nuevos Benshis, con los que en el momento de mayor esplendor de los mismos alcanzarían una cifra cercana a los siete mil trabajando al mismo tiempo, de los cuales ciento ochenta eran mujeres. Absolutamente todos eran tratados como auténticas estrellas.

Los Benshis solían narrar las películas colocados tras una mesa situada en la parte izquierda del escenario sin tapar la pantalla. Además, se documentaban enormemente sobre la historia de las costumbres y culturas de las que provenían las obras y sobre las propias películas (como en el caso de las adaptaciones literarias). Esto hacía que en muchos casos llegasen a ofrecer explicaciones que precedían a las proyecciones, permitiendo que los espectadores lograsen interpretar la historia de manera mucho más precisa.

En función de las maneras de cada Benshi el público podía diferenciar dos estilos que resultaban diametralmente opuestos para narrar las películas: el Yamanote estaba principalmente indicado para obras extranjeras con un estilo más neutro y explicativo, mientras que el Shimatachi se apoyaba mucho más en la expresividad de los personajes. No es de extrañar, por tanto, que pronto empezasen a aparecer incluso listas con muchos de los Benshis favoritos de los espectadores. Se podría decir que Musei Tokugawa es considerado, si no como el mejor, sin duda como uno de los mejores Benshis de toda la Historia. De hecho, algunas de sus narraciones en títulos fantásticos, tales como El Gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) o la ya mencionada Una página de locura, siguen siendo muy recordadas. Otros como Somei Saburo, quien a principios del siglo pasado era, junto al emperador Hirohito, uno de los personajes más importantes de su país por haber sido uno de los grandes impulsores de la figura del Benshi, comenzaron paulatinamente a tener un futuro mucho más complicado. Por suerte podemos seguir disfrutando algunas de las grabaciones originales de Somei Saburo para películas como Antony & Cleopatra (Enrique Guazzoni, 1912) en distintos sitios web.

No obstante, ilustrativo de la importancia de la que durante tantos años gozaron los Benshis es el hecho de que muchas películas fueron rodadas explícitamente para aprovechar la popularidad de determinados narradores muy de moda en aquellos momentos y, así, atraer a la mayor cantidad de público posible. Eso hizo que muchos cineastas viesen cómo con el paso del tiempo el cine asiático se iba quedando atrás en relación con el cine occidental, que por entonces comenzaba a mostrar grandes avances narrativos y visuales. Sin embargo, tanto la presión del público como el gran peso que tenían los Benshis en la industria cinematográfica hicieron que la llegada del cine sonoro a Japón se retrasase varios años en relación al resto del mundo. Uno de los directores que más empeño puso en crear un cine que se saliese de esa narrativa casi obligada fue Yasujirō Ozu, logrando ser unos de los grandes maestros universales. Mientras, los Benshis continuaron estirando el chicle, hasta que el público comenzó a ir dejándolos cada vez más de lado, mostrando paulatinamente una mayor admiración y entusiasmo por los actores y actrices que se iban convirtiendo, por fin, en las grandes estrellas del medio.

No obstante, aún por entonces, uno de los Benshis más aclamados de aquella época acabaría despertando la pasión por el cine de su hermano, quien, como Ozu, pasaría al Olimpo de la historia del cine.

Heigo Kurosawa había comenzado a narrar películas en 1929 y se convertió en uno de los portavoces el sindicato de Benshis que se oponían a la llegada del cine sonoro por el miedo a quedarse sin trabajo. En cierto modo sabían que el progreso era inevitable y tarde o temprano tendrían que verse obligados a replantear sus carreras, como en el caso del antes mencionado Tokugawa, quien finalmente enfocaría su futuro hacía la interpretación y la literatura. De Akira, el hermano de Heigo, no hace falta decir nada. Ha sido otra leyenda absoluta del cine y la inspiración para innumerables cineastas, pero Heigo no pudo soportar la progresiva desaparición de los Benshis y en 1933 decidió quitarse la vida con veintisiete años.

La muerte de Heigo Kurosawa marcaría el inicio de la paulatina desaparición de la figura del Benshi de las salas de cine, pero su figura resultó esencial para que el amor por contar historias se hubiese convertido en la mayor obsesión de su hermano, quien desde niño se había convertido en su mayor admirador. En una impagable entrevista concedida en 1993 por Akira Kurosawa al periodista Nagisa Oshima, nos explica un poco su relación y diferencias con Heigo, que finalmente aportan la luz necesaria para saber cómo Akira fue capaz de convertirse en un absoluto ídolo cinematográfico:

«Bueno, debo decir que mi hermano también era narrador de películas bajo el seudónimo de Temei Suda. Y la primera vez que vi a Tokugawa me preguntó si era el hermano de Heigo por lo mucho que nos parecíamos. Pero también lo dijo en otro sentido. Y es que éramos totalmente diferentes. Mi hermano era como un «negativo» fotográfico y yo era el «positivo». Así que la gente solía confundirme con mi hermano cuando no estaba con él, pero cuando estábamos juntos éramos claramente distintos, a pesar de que incluso teníamos la misma estatura».

Tras décadas relegados poco menos que al olvido, en buena parte del mundo ha comenzado a rescatarse la importantísima figura del Benshi, poniendo de relieve su enorme impacto en la industria cinematográfica, así como su gran impacto cultural. Una impronta que jamás debería perderse.

Jose Fernández Riveiro
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