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1923 – La última rosa de ayer

Una de las técnicas más comunes de la prospección arqueológica (el conjunto de métodos de detección que permite detectar yacimientos subterráneos sin necesidad de excavar) es la fotografía aérea. Diferentes evidencias permiten, a partir de tales fotografías, adivinar los tesoros contenidos en las entrañas profundas de la tierra. Una de ellas es la altura de la vegetación: ésta crece más allí donde sus raíces no encuentran obstáculos para hundirse en la tierra. Cuando sí los hay (por ejemplo, los muros de una ciudad enterrada), las raíces no crecen, y en consecuencia tampoco lo hacen los tallos a los que alimentan. Ese crecimiento diferencial permite que, a determinadas horas del día y bajo determinadas condiciones de luz, los juegos de sombras capturados revelen, en ocasiones con asombrosa exactitud, no sólo el punto donde se encuentra, sino el plano exacto de la Pompeya subterránea sobrevolada por el fotógrafo.

Tina Modotti era estéril. En 1923, cuando Edward Weston inmortalizó la celestial desnudez de sus veintisiete años tendidos como un arcángel durmiente en el suelo de la azotea de un hotel de la Ciudad de México, aún no lo sabía. La fotografía aérea tampoco existía o existía muy embrionariamente a tales alturas del siglo corriente: el gran espaldarazo lo recibiría, como casi todo, después de la segunda guerra mundial, reconvertida a la vida civil después de años de estricto uso militar. En 1923 era, pues, imposible que alguien apuntase (seguramente con mal gusto) que la evidencia de la esterilidad de Tina estaba ahí, silenciosamente reflejada en una de las áreas de su subyugante orografía femenina. La superficie terrestre de Tina Modotti es más fertil justo allí donde el interior que oculta lo es menos: en el pubis, un pubis rotundo y opulento, coquetamente selvático, perfecto en su turbadora manera de circunscribir su arborescencia a los límites de su minúscula parcela y de no desparramarla por las inmediaciones. Salvaje y domesticado al mismo tiempo, como nacido de un pacto de no agresión entre el reino de lo hirsuto y los dominios de lo terso.

En 1998, el ayuntamiento socialista de la ciudad asturiana de Gijón decidió homenajear a Tina Modotti bautizando con su nombre una de las calles nuevas del extrarradio de la ciudad. Las características de dicha calle harían las delicias de un cabalista. Está en La Calzada, en irónico contraste con los pies descalzos de la infancia proletaria de Tina. Es una típica calle de barrio obrero, flanqueada de fábricas y grandes camiones polvorientos, y Tina, una vez abandonó una rutilante carrera como actriz en el Hollywood mudo, consagró su vida y su salud, ya como fotógrafa, ya como espía, ya como brigadista internacional, ya como miembro del Socorro Rojo Internacional, a la causa obrera. Su código postal, 33211, desglosado en un número 33, un número 2 y un número 11, suma el número 46, que son los agostos italianos que Tina Modotti iba a cumplir el año del frío enero mexicano en el que falleció, fulminada por un más que sospechoso ataque al corazón. Está al lado de una estación de tren, y el tren es símbolo universal del movimiento por lo menos desde aquel cuadro de Turner, y las estaciones de tren fueron símbolo universal de las despedidas por lo menos hasta que Michael Curtiz rodó Casablanca, y la vida de Tina Modotti es de alguna manera una cadena de viajes y despedidas, una suerte de tren embalado tras cuyos ventanales fueran estirándose, casi sin poder leerlos, carteles que dijeran Hollywood, México, Berlín, Moscú, Gijón revolucionario y agujereado por las bombas del fascismo.

La calle Tina Modotti de Gijón discurre entre la calle Paulina Canga y la calle Aida de la Fuente, y esto también es significativo: Paulina Canga fue una pianista española liberal exiliada en el Reino Unido a principios del siglo XIX; Aida de la Fuente, una joven dinamitera fusilada a los dieciséis años durante los combates del Octubre asturiano de 1934. De ella cuenta la canción más hermosa escrita en lengua asturiana que cuando la atraparon, y sus captores le preguntaron «¿Tu como te llames, guaja?», ella respondió sin pestañear: «¡Comunista Llibertaria!». Arte, exilio, revolución y muerte. Tina Modotti era la intersección exacta entre cada una de esas estrellas fugaces.

Y qué foto, pardiez. Qué figura acuosa u oleosa más que sinuosa, qué equilibrio tan funambulístico entre la fragilidad de la princesa del cuento del guisante bajo las mantas y la cierta dosis de tosca pero hermosa reciedumbre campesina (la nariz, los labios); entre una figura de porcelana china y el arrapiezo de las calles de Udine que Tina fue. Qué como cola de sirena forman las piernas cruzadas, qué como punta de pluma estilográfica remedan unidas al antedicho pubis. Tina fue libre como una sirena y prisionera como la tinta en un pergamino.

Una de las fotografías más conocidas realizadas por Tina Modotti antes de tomar la nunca bien explicada decisión de abandonar para siempre la fotografía muestra una hoz y un martillo (una hoz y un martillo auténticos, mellados por el uso) apoyados en las alas de un ancho sombrero mexicano. Pero todo eso ya estaba ahí, también: la fina y afilada sombra que proyectan la axila y el pecho derecho de Tina remeda la hoz; hay un martillo en la sombra más delicada y pequeña que duerme entre el cuello estirado y la clavícula izquierda. También el contenido político del corazón de Tina podía prospectarse.

Respecto al sombrero, es ella, toda ella. Qué otra función que cobijar de las inclemencias tiene un sombrero y qué mejor lugar en el que cobijarse de no importa qué inclemencia que un cuerpo tan condenada, tan dolorosamente hermoso.

Parece dormir. Tal vez esté durmiendo. Pablo Neruda lo niega:

Tina Modotti, hermana, no duermes, no, no duermes;
tal vez tu corazón oye crecer la rosa
de ayer, la última rosa de ayer, la nueva rosa.

Pablo Batalla Cueto
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