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Martín González de Cellórigo, el arbitrista

A finales del siglo XVI, los teóricos de la Escuela de Salamanca afirmaban que España estaba sumida en una profunda decadencia económica, debido en gran parte a que los productos importados de América traían de la mano especulación y una inflación cada vez más creciente. En el año 1600, Martín González de Cellórigo escribió para el rey Felipe III el manifiesto Memorial de la política necesaria y útil restauración de España y estados de ella, y desempeño universal de estos reinos. Exponía en esta obra cómo la llegada de alimentos y materiales confeccionados desde el nuevo continente depreciaban los productos locales, lo cual estaba llevando a un abandono progresivo de las artes de los oficios, labranzas y cría de ganado. Esto a su vez producía un efecto llamada a la emigración que comenzaba a causar una preocupante despoblación de la península, y repercutía en conjunto en los posibles de los medianos burgueses, la clase media surgida apenas un siglo antes, que amenazaba desaparición. En definitiva: los ricos eran cada vez menos pero más ricos, y cada vez eran más los pobres.

El arbitrismo era una teoría general económica que aún se estaba desarrollando a principios del siglo XVI. Originaria de la monarquía hispánica y basada a su vez en el pensamiento político italiano circundante al concepto de razón de Estado, estas dos corrientes serían piedras fundacionales del mercantilismo europeo posterior. El arbitrismo no solo ponía sobre la mesa el problema económico, sino que basándose en el reconocimiento de este, exponía y proponía políticas activas para mejorar la situación. Mediante los arbitrios (soluciones en forma de impuestos directos) y la intervención en los precios para evitar la inflación (impidiendo así la especulación), los arbitristas no tardaron en ser cargados con una pésima fama que sería recogida en la literatura contemporánea por numerosos autores. «Repúblicos, locos razonadores, charlatanes…», recibían como insulto.

Fueron los juristas de la Escuela de Salamanca, neoaristotélica, los principales hacedores de esta nueva ciencia social, el arbitrismo, y quienes patentaron el concepto de estructura económica. Martín González de Cellórigo, burgalés nacido en 1559, abogado de la Real Chancillería de Valladolid, desarrollaría para «el Piadoso», rey de España y Portugal, sendos memoriales dedicados a paliar la desigualdad económica entre las gentes.

Cellórigo bebía de los textos de Giovanni Botero Benese, ambiguamente postulado contra el maquiavelismo, que era la base del pensamiento jurídico y político francés: no todo debía ser subordinado al objetivo de eficacia política; parafraseando al propio Maquiavelo publicó en 1589 Della ragion di stato, texto en que ya reivindica la necesidad de mano de obra y abundancia de habitantes para conseguir prosperidad: «Vengamos ahora a las verdaderas fuerzas, que consisten en la gente: pues que todas las fuerzas se reducen a ésta, y quien tiene abundancia de hombres, la tiene de todas aquellas cosas a las cuales se extiende la industria e ingenio del hombre, como aparecerá en el progreso de este nuestro discurso, por lo cual de aquí en adelante usaremos indistintamente del hombre y de la gente, que son la multitud y el valor. Italia y Francia no tienen minas de oro, ni de plata, y con todo eso tienen más que ninguna otra provincia de Europa, por la mucha habitación, que es causa que venga el dinero por medio del comercio, porque donde hay mucha gente se cultiva mucho la tierra (…) y si España es tenida por provincia estéril no es por defecto de la tierra, sino por falta de gente».

Así pues, el arbitrismo tenía como objetivo la reducción del déficit público mediante los arbitrios; pero Cellórigo matizaba, iba más allá, asentando algo que hoy nos parecería obvio. Si antes el pueblo no dispone, primero, de lo necesario para subsistir; segundo, de un remanente con el que comerciar o ahorrar, los arbitrios no solo serán injustos, sino imposibles de recaudar. El crecimiento económico de cualquier nación, entonces, debería ser conjunto, interrelacionando la necesaria prosperidad de todos los factores que conforman un Estado. En su trabajo insistiría en que con la inversión de este en actividades productivas (agrícolas, ganaderas, pesqueras, manufactureras), se conseguiría un crecimiento demográfico y una repoblación de la península, que demandaría a su vez más bienes de consumo y por tanto más actividad productiva, momento en el cual habría lugar para justos arbitrios, que eliminarían el déficit del Estado.

Una vez alcanzado un equilibrado bienestar, abordaba otro de los problemas principales que sumían en aquellos momentos a España en la tan mentada decadencia económica: la inflación. Sabido era que el aumento de riquezas traía acompañado el aumento de precios, aspecto que se debía combatir reduciendo la importación de bienes de América y dedicando la plata del nuevo continente a su propia reinversión y crecimiento, siendo autosuficientes en materia alimenticia, gravando a los rentistas y especuladores para desalentar el enriquecimiento no productivo, y observando no volver a caer en déficit público. Recalcaba, además, que cualquier intervención sobre cualquiera de esas partes que en conjunto eran el Estado, repercutiría en el conjunto, pues debía verse a la economía como una esfera, no como elementos desligados.

Para la historia, los arbitristas quedarían retratados como simples memorialistas que con sus arbitrios (literalmente, soluciones) no harían más que proponer ideas descabelladas, proyectos imposibles que únicamente se basarían en cargar impuestos sin ton ni son a cualquier cosa que pudiera ser gravada, llegando hasta nuestros días con la acepción de capricho, decisión personal no sometida a la lógica, como aquellos que «viven a su arbitrio». De hecho, en El coloquio de los perros, Cervantes relatará como en un hospital psiquiátrico convivían un poeta, un alquimista y un arbitrista; para Quevedo, los arbitristas serían bien «locos universales y castigo del cielo», bien «charlatanes sin seso embargados por la estupidez».

Cellórigo, cubierto por la misma losa y mala fama que sus contemporáneos, fue olvidado. Tal vez una de sus máximas, la de que «el mucho dinero no sustenta los Estados, ni está en él la riqueza de estos», fuera demasiado revolucionaria para  su época. Hablar entonces contra la acumulación, la especulación y el vivir de rentas era osado. Abogar por la reinversión… ¡qué verdadera locura deberían parecer estas palabras en el año 1600!, cuando sentenció: «La riqueza ha andado y anda en el aire, en papeles y contratos, censos y letras de cambios, en la moneda, en la plata y en el oro, y no en bienes que fructifican y atraen a sí como más dignos las riquezas de afuera, sustentando las de dentro. Y así el no haber dinero, oro ni plata en España es por haberlo, y el no ser rica, es por serlo».

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