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Margaret Bourke-White: en todos los frentes de batalla

Margaret Bourke-White fue una de las primeras fotoperiodistas de la historia: su objetivo capturó los acontecimientos y las personalidades más relevantes de la primera mitad del siglo XX; sin embargo, al otro lado de la cámara, el rostro de la fotógrafa acabó convirtiéndose en un hito de un capítulo de la historia que se alimentó de los conflictos bélicos que ella misma inmortalizó: ese largo periplo que ha sido, y está siendo, la liberación de la mujer.

Una mujer, muchos lugares

Efectivamente, la figura de Bourke-White habitó muchos lugares distintos: el Bronx, la Unión Soviética, la India, el fotoperiodismo, el feminismo, el ecologismo… El primero de todos ellos fue, en orden cronológico, el seno de una familia de inmigrantes de los suburbios neoyorquinos a comienzos del pasado siglo: su padre, polaco, judío no practicante; su madre, irlandesa y católica; y el matrimonio que formaron, en palabras de su hermano mayor, «una pareja de librepensadores intensamente interesados en el progreso a través del esfuerzo y los logros personales». Uno de los productos del hogar fue Margaret White, aún sin el Bourke de su madre, nacida en el Bronx, educada en las escuelas públicas de Bound Brook (New Jersey) y siempre con una cámara de fotos en la mano.

Inicialmente, Margaret contempló la fotografía como un hobby que complementaría su carrera en herpetología, una rama de la zoología especializada en el estudio de los reptiles y los anfibios; sin embargo, la muerte de su padre en 1922 dio paso a un periodo turbulento de su vida tras el que Margaret decidió dedicarse profesionalmente a su gran pasión. Para entonces, y con tan solo veintitrés años, había abandonado varias universidades, aún más carreras y también un matrimonio que le hizo cambiar de apellido dos veces, ya que tras su divorcio adquirió el Bourke de su madre en un gesto que supuso un punto de inflexión en su carrera.

Armada con su apellido materno, se propuso hacer algo más que una pequeña incursión más allá de la esfera doméstica que por aquel entonces le correspondía. En una decisión muy audaz, Margaret Bourke-White irrumpió en el mercado profesional fundando su propio estudio fotográfico en Cleveland (Ohio), con el que cosechó rápidamente su primer gran éxito profesional al fotografiar las instalaciones de la Otis Steel Company. Su total dedicación a su trabajo le permitió llevar a buen puerto un encargo que le exigió superar un sinfín de barreras: la reticencia de las autoridades a difundir imágenes de una industria estratégica implicada en la defensa nacional; las dificultades técnicas provocadas por las condiciones extremas de la fundición; y, sobre todo, la suspicacia de los trabajadores, reacios a la doble intromisión que suponía la presencia en su lugar de trabajo de una mujer y su cámara de fotos.

Un factor clave en el devenir de su exitosa carrera profesional permitió a la fotógrafa demostrar su calidad entre tanta complicación: su incuestionable magnetismo personal, que ya había conquistado al presidente de la compañía, terminó por vencer la resistencia de unos operarios que tuvieron que respetar a aquella joven que se arrimaba al horno como la que más. No fueron los únicos impresionados por su trabajo: en 1929 Henry Luce, el gurú del fotoperiodismo estadounidense, decide incorporar aquel talento al grupo de revistas que dirige y del que forman parte cabeceras tan influyentes como Time. Quedaba claro que la carrera de Bourke-White sería meteórica. A pesar de ello, quizá ni siquiera ella esperaba que su estatus le abriría la puerta más cerrada del mundo.

Hacia la cima de la fotografía

Margaret Bourke-White fue inicialmente enviada a la redacción de Fortune, donde ejerció también como editora. Con veinticinco años ocupaba un lugar destacado en el mayor conglomerado de medios del fotoperiodismo, un ámbito en el que aún muy pocas mujeres trabajaban, y su fama de activista iba en aumento al compaginar su carrera con la reivindicación de políticas igualitarias en un sentido amplio.

La proyección pública de su imagen pudo ser crucial para conseguir la mayor exclusiva que ningún periodista de la época pudiera imaginar: en 1930 Margaret Bourke-White se convirtió en la primera fotógrafa occidental que viajó a la Unión Soviética para comprobar in situ el progreso industrial del bloque comunista. A pesar de que tanto el permiso como el encargo tenían una clara intención propagandística, Bourke-White supo traspasar con sutileza los límites de su labor y, en una prolongada estancia en el Este, fotografió tanto la poderosa industria pesada soviética como la realidad del medio rural y el día a día de la vida en la ciudad. En cualquier caso, la primera visión occidental de la nueva sociedad que se estaba construyendo en el otro extremo del mundo quedaría eclipsada para la posteridad por una fotografía irrechazable, efectuada en realidad un tiempo después. El retrato de Joseph Stalin es, por la importancia del modelo, una de las instantáneas más populares de Margaret Bourke-White. Sobre su encuentro con el máximo mandatario soviético la fotógrafa neoyorquina recordaba años después lo siguiente: «Me dije a mí misma que no podía irme de allí sin una foto de Stalin sonriendo. Pero, cuando le vi, me dio la impresión de que su cara estaba esculpida en piedra. No pensaba mostrar ningún tipo de emoción. Me volví loca tratando de conseguirlo: me tiré al suelo y adquirí todo tipo de posiciones absurdas tratando de conseguir un buen ángulo. Stalin observaba mis esfuerzos y finalmente esbozó algo parecido a una sonrisa, así que conseguí mi foto. Probablemente nunca había visto una fotógrafa tan joven y le debieron de divertir mis contorsiones».

Aunque no es una sonrisa resplandeciente, efectivamente Stalin debió de divertirse en aquel encuentro, ya que al término del mismo insistió en ayudar personalmente a Bourke-White a sacar su equipo del Kremlin. Este incuestionable éxito catapultó a la neoyorquina hasta la revista Life, la principal cabecera del grupo en el que trabajaba.

Sin embargo, había llegado a la cima de su profesión en medio de un mundo deprimido que se encaminaba hacia sus años más sombríos y, cuando le dijeron que se había ganado una libertad profesional absoluta, enfocó su objetivo hacia la Gran Depresión y la discriminación racial del sur de los Estados Unidos. Esta época de reivindicaciones en clave nacional solo se vio interrumpida al final de la década de los treinta cuando de nuevo Europa volvió a reclamar su atención. Como hizo tantas veces a lo largo de su carrera, trató de anticiparse a la tensión política reinante y volvió al viejo continente poco antes del estallido de la guerra: cuando Alemania invadió Polonia, Margaret Bourke-White era uno de los pocos periodistas norteamericanos que pudo desplazarse hasta el lugar donde se desarrollaría el primer capítulo del infierno que supuso la II Guerra Mundial, convirtiéndose en la primera mujer de la historia en ejercer como corresponsal del mayor conflicto bélico de la historia. No hubo lugar a la clásica polémica: nadie se preguntó si era adecuado que una mujer se adentrara en el frente porque, en aquellas primeras jornadas, o lo hacía ella, o no lo hacía nadie. Meses después, decenas de mujeres entraban por esa puerta que Kit Coleman y Gerda Taro habían entreabierto y que Bourke-White había derribado intempestivamente.

Margaret Bourke-White 03

Persiguiendo la violencia

La labor de Bourke-White entre 1939 y 1945 confirmó que contaba con la cualidad más importante para ser una gran fotoperiodista: siempre parecía encontrarse en el lugar adecuando, en el momento adecuado. En los casi seis años que duró la guerra, nunca perdió la delantera en la lucha paralela que los corresponsales mantenían entre sí: cuando otros periodistas fueron llegando al frente, ella se desplazó a los hospitales de retaguardia para retratar las consecuencias de la lucha; logró adentrarse en el invierno de la campaña en Rusia y fotografiar las arenas abrasadoras de la campaña africana; retrató las convulsiones políticas que acabaron con el fascismo italiano; y acompañó a las tropas norteamericanas comandadas por Patton en su febril avance hacia Berlín, captando alguna de las primeras instantáneas que ilustrarían el holocausto en la liberación del campo de concentración de Buchenwald. Su entereza en todos estos trances hizo que los soldados de la U.S. Army se refiriesen a ella como «Maggie la indestructible». Años más tarde, declaró que solo pudo soportar aquella experiencia gracias a su cámara, que se interponía como una sutil barrera entre ella y los horrores que presenciaba.

Prácticamente no descansó a lo largo de toda la II Guerra Mundial y, a pesar de ello, pocos meses después decidió viajar a la India para cubrir el estallido de violencia entre hindúes y musulmanes provocado por el colapso del poder colonial británico en la región. De nuevo, su capacidad personal le permitió fotografiar y conocer a los principales actores del proceso, incluyendo al mítico Mahatma Ghandi, al que retrató horas antes de ser asesinado. La serenidad del líder indio, leyendo junto a una rueca, convirtió inmediatamente la instantánea en una fotografía histórica.

Viviendo demasiado rápido

Finalmente, Margaret Bourke-White acabó adelantando al mundo en el que le tocó vivir: el conservadurismo estadounidense de posguerra condicionó e incluso acabó con carreras profesionales y vidas personales mucho menos significadas ideológicamente que las de una fotógrafa que reivindicaba el fin del sufrimiento en todas sus formas. Sus viajes a la Unión Soviética fueron como un trapo rojo agitado frente al tenaz senador encargado de enderezar la moralidad de los estadounidenses más sospechosos. A Joseph McCarthy, desde luego, documentación no le faltó: el FBI entregó diligentemente a la comisión de escrutinio toda la documentación que había acumulado sobre Margaret Bourke-White desde 1930, fecha en la que una fotógrafa de veintiséis años comenzó a parecerle sospechosa a la todopoderosa agencia. Finalmente, las montañas de expedientes demostraron su reiterado contacto con diversas organizaciones para la extensión de los derechos civiles y políticos. Inicialmente, la neoyorquina trató de seguir haciendo su trabajo a pesar de las crecientes reticencias que despertaba y, aunque aún tuvo tiempo de viajar a Sudáfrica para contemplar las miserias del apartheid, finalmente fue incluida en la relación de artistas tildados de comunistas por los diversos comités que controlaban las actividades antiamericanas.

Al ostracismo social sobrevino rápidamente la merma de su salud: en 1953, a la edad de 49 años, Margaret Bourke-White comenzó a manifestar los primeros síntomas del párkinson que acabaría con su vida. Tras el definitivo diagnóstico luchó infructuosamente contra el avance de la enfermedad, hasta que se retiró definitivamente y redactó, durante seis años, su autobiografía. Aparentemente, sufrió mucho en los últimos años de vida: denostada políticamente, fue perdiendo progresivamente el habla y su tratamiento consumió rápidamente los escasos ahorros que no había entregado a la beneficencia. Finalmente, fue ella quien debió ser asistida por las organizaciones con las que tanto colaboró. Sin embargo, puede afirmarse que hasta entonces vivió y murió de un mismo modo: tal y como ella quiso hacerlo. Y puede que, en realidad, ese haya sido el mayor logro de una mujer que dedicó su vida a retratar los horrores de la primera mitad del siglo XX.

Víctor Muiña Fano
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