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Cinefórum CCLVI: «La matanza de Texas 2»

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Para enlazar con un autor seminal del giallo, nada mejor que invocar a Tobe Hooper, cineasta responsable de esa reformulación ficcionada de la pesadilla hillbilly de Ed Gein que fue La matanza de texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974), tsunami cinematográfico que sacudió las pantallas de medio mundo haciendo del american gothic malsano e hiperrealista la bisagra definitiva entre los orígenes del slasher y su consolidación como género.

Después de los decepcionantes resultados de Lifeforce (1982) e Invasores de Marte (1986), sus dos primeras películas con la Cannon, Hooper recuperó el proyecto de hacer una secuela de su obra maestra, propuesta que a una productora como la de Menahem Golan y Yoram Globus, experta en producciones fastfood de género, le pareció una opción inmejorable para sacar una tajada económica rápida en taquilla (y en vídeo, su mercado predilecto) en unos momentos en los que sus cuentas empezaban a hacer aguas. Sin embargo, las intenciones de Hooper irían por otro lado. Como el director era consciente de la losa que suponía la comparación con su predecesora, con La matanza de Texas 2 (1986) hizo lo más inteligente: huir del continuismo y reinventarse. La idea inicial, perpetrada junto al coguionista de la primera cinta, Kim Henkel, ya concebía una secuela en clave paródica. El proyecto definitivo, firmado por Kit Carson (guionista de Paris, Texas), ahondaría en ese espíritu espoleado, además, por el mal rollo existente entre el cineasta texano (quien acabaría dirigiendo la cinta ante los problemas económicos para encontrar a otro director) y los jefazos de la Cannon.

La realidad es que el tono de la propuesta queda claro ya desde el propio cartel del film, en el que la familia más disfuncional de la América profunda posa imitando al del El club de los cinco (The Breakfast Club, 1985, John Hughes). También en el primer tramo de la cinta, sin duda el más logrado, en el que nos topamos una loca persecución en coche en la que Leatherface parece surfear con su motosierra en el techo de un todoterreno mientras rebana cabezas (y todo ello siendo retransmitido en directo por una radio local); a una protagonista femenina (Caroline Williams) tan caricaturizada que rezuma esencia final girl desde su primera aparición; o a un pasadísimo ranger (protagonizado por Dennis Hopper, quien tildaría a la película como la peor en que había participado) que se equipa para la batalla con un juego de motosierras que ríete tú de Wyatt Earp en el O.K. Corral. La voluntad de distanciamiento de las secuela con su obra madre es, por tanto, evidente. Pero es que, además, si en esta desconocíamos la identidad de la familia caníbal, ahora sabemos que se trata de los Sawyer; y si entonces vivían apartados de la sociedad en una casa en medio de la nada, ahora se han mudado (obligados por los acontecimientos del primer film) a un parque de atracciones abandonado, viviendo integrados en la comunidad y atreviéndose, incluso, a participar en concursos públicos de chili que ganarán gracias a un ingrediente secreto (guiño, guiño). Y así todo.

De esta manera, no podemos dejar de entender la secuela como un reverso irónico (y negrísimo) de la cinta original. Problema: la idea va a funcionar mejor sobre el papel que en la pantalla. Y más teniendo en cuenta que hubo que ir reescribiendo el guion durante el rodaje para adaptarlo a un presupuesto progresivamente menguante; que Hooper tuvo a su vez que ajustar la duración del metraje a lo exigido por el estudio (de cara a un mayor número de proyecciones en salas); y que la película fue remontada tras el primer visionado con púbico ante las quejas de los ejecutivos de la Cannon porque aquello no era por lo que ellos habían (mal)pagado. El resultado, como podemos imaginar, deja bastante que desear.

Vilipendiada por crítica y público, La matanza de Texas 2 es hoy vista por el fandom más acérrimo como obra de culto (otra más) reivindicable en cuanto a sarcástico guiñol del horror rural. En ese contexto, adquiere poco menos que la condición de lienzo infinito en el que volcar ideas que, alejadas de la mirada entrenada y entusiasta, son apenas garabatos indescifrables; una especie de chiste codificado entre colegas que escuchas desde la mesa de al lado y al que, por más que quieras, no le encuentras la gracia.

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