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Cinefórum CCLXXXV: «Abismos de pasión»

El diablo, nuestra película de la semana pasada, se ambientaba en la Polonia de finales del siglo XVIII. Posiblemente, las obras de ficción más famosas que se sitúan en esa época correspondan a la literatura inglesa de la primera mitad del XIX. Entre estas, destaca el monumento gótico que supone Cumbres borrascosas, la única novela de Emily Brontë. La historia de Heathcliff y Catherine ha sido llevada en muchas ocasiones al cine, destacando la mítica cinta dirigida por William Wyler en 1939, con Laurence Olivier y Merle Oberon frente a las cámaras.

Pero no vamos a referirnos ahora a esa versión, sino a otra en la que Heathcliff se convierte en Alejandro y Catherine en Catalina. La acción, también, se traslada desde Yorkshire a México. Estamos hablando de Abismos de pasión, una película menor dentro de la etapa mexicana del gran Luis Buñuel. Para 1954, cuando fue grabada, el aragonés ya llevaba años queriendo grabar su propia visión de la novela. Lo deseaba tanto que llegó a admitir hacerla pese a contar con pocos medios, un reparto impuesto y todo tipo de ataduras.

Es por eso que en Abismos de pasión hay muy buenas ideas, algunos planos magistrales y una narración fuerte que nunca pierde el ritmo… pero también unos actores bastante perdidos en medio de escenarios que funcionan a veces, pero que por momentos caen en la incoherencia. En cuanto a los primeros, es imposible imaginarse que Irasema Dilián y Jorge Millán se hayan criado juntos cuando se gastan unos acentos incompatibles; no ayuda el hecho de que ambos estén tan sobreactuados. En cuanto a las localizaciones y los escenarios, esa granja en mitad de México funciona cuando brilla el Sol, pero hace que uno frunza el ceño cuando las lluvias llegan a ese paraje desértico para transmitirnos las tormentas que rugen dentro de los personajes.

Abismos de pasiónHay algo especial en la película de Buñuel, de todos modos. Seguramente sea la promesa de algo grande que no pudo ser. Porque se nota el amor por la obra original, se vislumbra un uso del paisaje con el que el director logra convertirlo en un personaje más, y el final es magistral… El conjunto, sin embargo, no acaba de funcionar: son demasiados los aspectos de la película que flojean.

Quizá son esos contrastes los que hacen que la cinta termine estableciéndose en nuestra memoria y vaya haciéndose un hueco gracias, curiosamente, al olvido de otra gran parte de su metraje. Porque, al final, lo que buscamos muchas veces en las películas son esos destellos de genialidad por los que podemos perdonar casi cualquier cosa.

Ismael Rodríguez Gómez
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