En cierta manera, pueden rastrearse ecos de la odisea personal de las protagonistas de Cuando fuimos brujas (Nietzchka Keene, 1990) en la suerte que corrió la película desde que echó a andar. Como perseguida por la misma sospecha que las mujeres de la cinta, el proyecto, iniciado en 1986, no terminaría de tomar forma hasta cuatro años más tarde, momento a partir del que solamente sería exhibida en festivales (destacando su paso por Sundance en 1991) y en la ciudad de Los Ángeles, convirtiéndose automáticamente en película de culto y semioculta. De hecho, no sería hasta el reciente 2019 cuando fuera restaurada y distribuida internacionalmente.
Pero es que todo es enigmático y oscuro en lo que tiene que ver con una cineasta como la estadounidense Nietzchka Keene, que se fue prematuramente en 2004 con una filmografía cortísima (solo tres películas y una de ellas estrenada de forma póstuma) y una personalidad que se pierde entre la bruma del misterio. Como misterio es lo que define una historia que, rodada en Islandia y suponiendo el debut de la que estaba llamada a convertirse en la mayor estrella internacional del país (Björk), adapta libremente Del enebro, un cuento popular recogido por los hermanos Grimm.
En Cuando fuimos brujas, dos hermanas (Katla y Margit) escapan tras el ajusticiamiento de su madre acusada de brujería y se refugian en un apartado y desapacible lugar, solamente habitado por un padre viudo (Jóhann) y su hijo pequeño (Jónas). La supervivencia de las mujeres pasará por hechizar al hombre, pero su empeño se topará con la persistente oposición del niño, quien sospecha que ambas son mujeres siniestras que quieren aprovecharse de ellos. La historia, con una estructura circular dividida en tres actos, supone una sugerente metáfora que revisiona el temor medieval a lo femenino y lo proyecta, multiplicando sus lecturas, hasta el presente.
Su apuesta más arriesgada será la formal, ya que la cinta propone toda una experiencia sensorial en la que la expresiva fotografía en blanco y negro de Randolph Sellars, el inhóspito pasaje islandés, la zozobra musical de Larry Lipkis y la forzada vocalización en inglés de las interpretaciones son dispuestas de forma taumatúrgica por Keene, quien, como las hechiceras de la historia, invoca una suerte de encantamiento (audiovisual) que hipnotiza al espectador, transportándolo a una dimensión tan poética como onírica. Pero la magia, como bien sabemos, siempre conlleva algún riesgo, y en este caso es el de que la ensoñación lírica se pueda convertir, para la desgracia de algunos, en una modorra que lleve al sueño.
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