«Vivir con nuestros muertos»: el final luminoso
Delphine Horvilleur, una de las primeras mujeres rabinas de Francia, describe en Vivir con nuestros muertos (Libros del asteroide) sus experiencias con la muerte, con la que trabaja siempre de cerca, buscando destensar las relaciones que nos unen a nuestro final y ofrecer formas de lidiar con ella a través de las historias, de la luz de la palabra.
Las imágenes que, como sociedad, relacionamos con la muerte hoy en día son en general negativas, cuando no directamente oscuras. O, al menos, ese es el cariz que le damos a lo que tiene que ver con ella: los cementerios, los huesos e incluso los hospitales, que si bien no son oscuros, tienen un olor artificial que pone los pelos de punta y una luz irritante que produce dolores de cabeza.
Sin embargo, todavía nos queda una imagen que relaciona la muerte y la luz, dos términos que a menudo se encuentran asociados en las doctrinas religiosas occidentales, pero que en un único caso han permanecido unidas en una imagen casi cotidiana, que se ha colado incluso en la cultura popular: la creencia de que, al fallecer, vemos un túnel por el que nos vamos adentrando, al final del cual nos aguarda un haz luminoso. Por tanto, solo puede haber algo bueno aguardando allí, esperándonos pacientemente: la luz en nuestra iconografía es siempre sinónimo de bondad y calidez, seguramente por las reminiscencias de su significado católico, pero también porque es más franca que la oscuridad, más incapaz de ocultarnos nada.
Esta imagen, que sugiere que el final puede venir acompañado de lo luminoso, me parece perfecta para hablar del libro Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur. La autora es una de las primeras mujeres rabinas de Francia, y una de sus principales labores es la de acompañar en entierros a las familias judías que han perdido a un ser querido. Gracias a ello, y siguiendo siempre el camino de la religión que profesa, Horvilleur saca conclusiones sobre la muerte que, si bien no la vuelven algo positivo ni deseable, sí la hacen más manejable, más cercana.
Cuando no entendemos algo, a menudo sus dimensiones se magnifican en nuestra mente. La incomprensión se vuelve siempre un terreno vasto, inmanejable, y en él anida fácilmente el miedo, que es la consecuencia más primaria de aquello que no podemos alcanzar. Por eso la muerte asusta tanto, y por eso desde el inicio de los tiempos se ha tratado de explicar, de entender, de narrar. Y es precisamente en este último término en el que la autora pone la clave: la forma de afrontar la muerte es contar historias.
Detenerse a hablar de quienes ya no están, eludiendo esa costumbre tan humana de describir la vida de alguien a partir de su final, de hablar de alguien que ha fallecido mencionando, en primer lugar, cómo se ha marchado. ¿No es acaso la vida la que nos define? ¿Cómo puede hablar más de nosotros el momento en el que la abandonamos que todo lo que hicimos en ella?
Pareciera que, si bien la muerte nos asusta, también anidase en nosotros como una especie de obsesión, que nos obligase a recordar el final mucho más que lo que ocurrió antes de él, creando así un relato sin pies ni cabeza, que empieza por el final y deja desconcertado al que escucha la historia, pues se le ha narrado la muerte de un personaje al que no se describe, al que no se le invita a conocer. Supongo que la sensación sería muy parecida a leer solo la primera página de Crónica de una muerte anunciada, sin posibilidad de adentrarte después en el resto de la trama, sin conocer la vida que se acaba cuando la historia empieza.
Además, Horvilleur no solo invita a narrar, sino también a recordar los relatos antiguos que cuentan cómo los personajes bíblicos se enfrentaron a su final, de forma en muchos casos menos heroica de lo que imaginamos y, por tanto, mucho más humana. Ella toma, por ejemplo, a Moisés, y muestra que, a pesar de ser la única persona que pudo ver a Dios cara a cara, su final le aterrorizaba. ¿Por qué? No por la duda de que existiese algo después, está claro, sino por el simple hecho de ser humano. Le acongojaba, como a todos, abandonar lo conocido y, sobre todo, dejar tareas sin cumplir (en su caso, no le fue dado llegar a la Tierra Prometida, en cuya búsqueda había empleado cuarenta años de su vida, vagando por el desierto). Solo cuando Dios le muestra un futuro en el que los sabios del judaísmo afirman que todo lo que conocen y descubren lo han extraído de sus enseñanzas, Moisés comprende que no morirá del todo mientras alguien conozca sus enseñanzas y siga sus pasos, y se dispone a marchar en paz. Es, por tanto, una narración la que lo ayuda a marchar: la de una época en la que sus palabras han escapado del olvido.
En este sentido, resulta fascinante cómo la autora acerca la religión a lo cotidiano, a lo humano, mostrando hasta qué punto las enseñanzas divinas dotan a sus héroes de nuestras condiciones más falibles, haciendo que podamos reflejarnos en ellos, precisamente, en los momentos de más debilidad, en los que el solemos acudir con más frecuencia a la espiritualidad y a la búsqueda de trascendencia. A pesar de que la épica sobre la muerte es infinita, y de que las historias sobre cómo los héroes afrontan la muerte sin temor, esto solo tiende a deshumanizarlos ante nuestros ojos, pues no parece complicado afrontar hechos ante los cuales no se siente temor, sino enfrentarse a algo de la mejor manera posible cuando lo que nos despierta es un temor inmenso.
A menudo, la enfermedad y la muerte se entienden en nuestros días como una gesta épica, precisamente: una lucha, algo a lo que hay que enfrentarse con valor y heroicidad, y de lo que se sale victorioso o no se sale. Esta narrativa no solo parece culpar al enfermo de no haber luchado con la suficiente fuerza o de no tener la resistencia suficiente para lograr vencer, sino que además deshumaniza profundamente un proceso como la muerte, al que lo normal es enfrentarse con dudas y, sobre todo, con miedo, como Moisés, al que la historia no niega su heroicidad, sino que la conjuga con un sentir sumamente humano. Así es cómo se componen las buenas narraciones: ofreciéndole a quien escucha un espejo de sí mismo y un puñado de respuestas con las que él pueda seguir tejiendo su propio relato. Pues, en esencia, y tal y como afirma la autora, contar historias y tejer es lo mismo: es unir unos hilos con otros, apretarlos fuerte y crear una pieza nueva.
Por supuesto, en este sentido el libro subraya también la importancia de narrar las historias de nuestros muertos. Como la historia de Moisés enseña, es una forma de sentir que podemos ayudarles a marchar en paz, pero también es una forma de comenzar a transitar el duelo. La capacidad de contar historias para hacer frente a la realidad parece tan natural al ser humano como el miedo a lo que no conoce, y como el inexorable hecho de que algún día morirá. Por eso hemos inventado idiomas que, como la propia Horvilleur afirma, «no se limitan a describir la realidad, sino que son capaces de crear o destruir mundos». Por eso existen palabras como abracadabra, término arameo que quiere decir crearé como diré, o sea, realidades hasta ahora inexistentes se generarán a partir de las palabras que mis labios pronuncien, del mismo modo que en el ejercicio de la costura se crea una prenda nueva que hasta el momento no existía a partir de una serie de hilos sueltos y el uso de unas cuantas destrezas ancestrales.
Y eso es precisamente lo que Horvilleur consigue con este volumen: componer con sus palabras una nueva relación con la muerte, explicada a través de las historias que ella ha vivido acompañando a los familiares dolientes en uno de los momentos más difíciles de su vida y a las creencias que la han convertido en quien es, y que no necesitas compartir para entender, pues todo relato trascendente lleva implícitas las búsquedas y los anhelos de la naturaleza humana, que a diferencia de lo que solemos creer, son a grandes rasgos iguales dentro de todos nosotros. De este modo, tejiendo con sus palabras, Horvilleur confecciona para la muerte misma un sudario que no niega su dificultad ni su tristeza, pero que subraya la luz que pueden encender nuestras palabras, el poder de acercar a los ausentes que pueden contener las historias que decidimos contar (y contarnos), la capacidad que tenemos de construir el recuerdo de los que ya no están.
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