Que la editorial Impedimenta rescate una novela del olvido debería ser garantía suficiente para justificar el interés por su adaptación cinematográfica. Que dicha adaptación, además, esté desaparecida de las plataformas de streaming, debería servirnos, de hecho, para elegirla como una digna invitada al cinefórum de LaSoga. Y ese es el caso de La muchacha del sendero, de Nicolas Gessner.
Estrenada en 1976, la película nos narra la historia de Rynn Jacobs, una joven de trece años (como Jodie Foster, su interprete en la vida real) que vive con su padre en una casa junto al sendero, en Long Island. Todo perfectamente normal, si no fuese porque hace tiempo que nadie ve al padre, un misterioso poeta que, según se le pregunte a la chica, anda de (prolongado) viaje de trabajo por Nueva York o se encuentra encerrado en casa en su estudio, en donde no se le puede molestar porque está escribiendo. Además, Rynn no se comporta como una persona de su edad: es extraordinariamente inteligente y autosuficiente, cobra los cheques de viaje del padre en el banco, trata los asuntos domésticos con la casera y es bastante asocial, hasta el punto de vivir enclaustrada para alarma de las autoridades, que no acaban de entender el tinglado que tiene montado y el hecho de que no se deje ver por el colegio. Por eso varias personas comienzan a hacer preguntas. Por eso varias personas empiezan a molestarla.
Esta es la sugerente premisa de The little girl who lives down the lane, cinta que adapta la novela firmada por Laird Koenig, escritor y dramaturgo estadounidense. Concebida originalmente como una obra teatral, parece que fue la presión de los editores la que provocó que la historia tomase primero forma novelada para, luego, pasarse al celuloide y, de ahí, por fin, saltar a las tablas. Un triple viaje cuyo destino final, no obstante, está ya presente en la propia naturaleza teatral de la cinta, concebida y dirigida prácticamente como una obra de escenario único y en la que entran y salen personajes para dar la réplica a la misteriosa inquilina de la casa. Una condición, la teatral, que no llega a lastrar la película pero que, sin duda, la condiciona. En ese sentido, la corta duración del metraje juega a su favor.
Su sugerente cartel y las diversas traducciones del título (La niña de las tinieblas, La chica que vive al final del camino…) parecen anunciar una obra de terror al uso. Sin embargo, la película de Gessner se destapa, más bien, como una efectiva película de misterio; una historia ambigua, sugerente y opresiva que hará las delicias de quienes fantaseen con posibles horrores escondidos al final de un sendero.
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