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Arte y Letras

James Ellroy: toda la verdad (y todas las mentiras)

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Si solo has visto la magnífica película L.A. Confidential (1997) y no has leído la aún más excelente novela de James Ellroy del mismo título (1990), los personajes de la malhadada familia Dieterling y los cruentos crímenes atribuidos a Loren Atherton no te sonarán de nada. Los coguionistas Curtis Hanson, también director del filme, y Brian Helgeland se vieron obligados a cortar gran parte del complejo entramado argumental de la novela (de unas 500 páginas y escrita con un estilo sintético, rápido y conciso como una ráfaga de ametralladora) para mantener, mayormente, la estructura dramática principal, centrada en los agentes Edmund Ed Exley (interpretado en la película por Guy Pierce), Wendel Bud White (Russell Crowe) y John Jack Cubo de Basura Vincennes (Kevin Spacey).

Ninguno de los tres protagonistas es lo que aparenta: Exley es un héroe condecorado de guerra, pero su acto heroico es una ficción urdida por puro miedo; Vincennes sirve como asesor de una serie televisiva y es el héroe contra la droga de la prensa sensacionalista, pero en realidad se ve asediado por su propia adicción y sus fallos pasados; y White es un matón violento que esconde un fondo de sensibilidad impulsado por el trauma infantil. Esa contradicción entre apariencia y realidad forma parte de la tensión esencial de L.A. Confidential, y gran parte de los elementos de la trama inciden sobre ello. Las prostitutas idénticas, con ayuda de la cirugía, a estrellas de Hollywood (entre las que destaca Lynn Bracken, sosias de Veronica Lake, que le valió un premio Oscar a Kim Basinger); los falsos culpables; las revistas sensacionalistas con rumores convertidos en noticia; o los políticos respetables con secretos oscuros, todo ello contribuye a exacerbar la idea de que nada es lo que parece, e incluso las mentiras ocultan tras ellas otras mentiras.

Para ello, Ellroy mezcla hechos y personajes reales con una trama ficticia, algunos como reflejo oscuro de la realidad y otros como pura invención. Los auténticos Mickey Cohen o John Stompanato se codean y comparten crímenes con los ficticios Pierce Patchett o Dudley Smith, encarnación de la corrupción policial en su máxima expresión. Los Dieterling, específicamente su patriarca Raymond, se convierten en un trasunto de Walt Disney y su imperio de fábula, incluyendo un gigantesco parque de atracciones que sirve también como símbolo y metáfora de ese Los Ángeles de oropel y apariencia.

El caso de Loren Atherton es, por otro lado, un elemento extraño, que bordea el horror más allá del género negro y cuyas raíces reales son más remotas. Según la novela, este fue el caso que cimentó la carrera del ahora retirado Preston Exley (padre de Edmund y buen amigo de Ray Dieterling), un sórdido asunto en que varios niños (incluyendo una estrella infantil de la compañía Dieterling) habrían sido asesinados, mutilados y recompuestos; utilizados como retales quirúrgicos para conformar cuerpos frankensteinianos de niños perfectos, adornados además con alas, en otro reflejo cruel del nombre de la ciudad. La resolución del caso habría convertido en un héroe al patriarca Exley, pero, por supuesto, esta resulta ser también una muñeca rusa de mentiras.

Pese a esa naturaleza casi fantástica, estos crímenes y su reflejo contemporáneo (en la novela) con la muerte de prostitutas, se asocian con un crimen real (y sus ramificaciones casi legendarias) que siempre ha obsesionado a Ellroy: el asesinato en 1947 de la joven Elizabeth Short, bautizada por la prensa como la Dalia Negra. Aunque ya se pueden rastrear reflejos del caso en sus primeras obras, en 1987 publicó una novela con ese título (su primer verdadero éxito de ventas y la que marcaría el camino de toda su obra posterior), en la que el autor fabulaba una posible explicación ficticia para el crimen, nunca resuelto. Sus protagonistas, Dwight Bucky Bleichert y Lee Blanchard (interpretados en la versión cinematográfica de 2006 por Josh Hartnett y Aaron Eckhart, respectivamente), son dos detectives que se dejan llevar por su fijación en el caso hasta más allá de los límites peligrosos. Aún después, los ecos de este crimen siguen reverberando en toda su obra. Por ejemplo, publicaría también LAPD ’53 (2015), un peculiar libro en que el escritor comenta una colección de fotos reales, que van de lo curioso a lo morboso, extraídas de los archivos policiales de la ciudad de Los Ángeles. En él, pese a tratarse de fotos tomadas en 1953 y por tanto años después del crimen, dedica una sección a hablarnos del sargento Harry Hansen, investigador que seguía buscando la pista que le permitiera encontrar al asesino de Short.

Pero si hay una conexión oscura y personal entre la novelística, el caso de Elizabeth Short y la realidad, esta se encuentra en la propia vida de James Ellroy (cuyo nombre real, por cierto, no era James, sino Lee Earle). En 1954, su padre, Armand Ellroy (que en algún momento fue agente comercial de Rita Hayworth) y su madre Geneva Jean Ellroy (de soltera Hilliker) se divorciaron, y el pequeño Lee se fue, según recuerda él mismo, en contra de su voluntad, a vivir con su madre. En 1958, cuando el futuro escritor tenía apenas 10 años, Jean fue estrangulada y abandonada, su cuerpo arrojado a una cuneta, sin que se descubriera nunca al culpable. Otro feminicidio nunca resuelto de los que pueblan sus novelas y la historia criminal de Los Ángeles, otra mujer asesinada como Elizabeth Short que obsesionaba a Harry Hansen (y a los ficticios Bleichert y Blanchard) o como las mujeres victimizadas que obsesionan a Bud White (también marcado por el asesinato, siendo él un niño, de su propia madre).

Ellroy reconoce que su fijación con el crimen de la Dalia es, en cierta forma, una válvula de salida de los sentimientos conflictivos hacia su madre, los sentimientos de un hijo cuya primera reacción ante la noticia, admite (o fabula), fue de alivio. Según cuenta, la culpabilidad (y cierta fijación edípica) le impedían afrontar esos sentimientos directamente; en sus constantes pesadillas infantiles, nos dice, ambas figuras, la madre y la desconocida, se mezclan, se confunden, una se vuelve inseparable de la otra, y el cuerpo mutilado de la morena Elizabeth Short adquiere el cabello pelirrojo de la madre asesinada.

La naturaleza del True Crime es siempre compleja. Los límites de la explotación o el mero morbo son, a veces, imposibles de delimitar, pero la situación se complica aún más cuando el mismo autor es víctima, aunque sea indirecta, del crimen. ¿Tiene un hijo derecho a contar la tragedia de su madre? ¿A sumergirse, de forma quizás inmisericorde, en su vida sexual? ¿Es el retrato que hace de ella justo? Y es que el escritor no solo ha utilizado la muerte de su madre como alimento para su ficción, sino que también ha dedicado al menos dos obras a hablar sobre el suceso real o su relación con el mismo: Mis rincones oscuros (1996) y A la caza de la mujer (2015).

Mis rincones oscuros comienza como pura crónica negra, con una narración pormenorizada del crimen y los sucesos subsiguientes, para convertirse después en autobiografía, y finalmente volver al género anterior, transformándose en una crónica de la investigación sobre el asesinato realizada por un James Ellroy ya adulto, con ayuda de un policía retirado. Investigación que, contraviniendo las expectativas del género, acaba sin una resolución demostrable, más allá de la conclusión de que encontrar al asesino tantos años después es una lucha imposible contra la memoria que se disipa y el tiempo que inexorablemente borra pistas, sospechosos y testigos.

A la caza de la mujer (traducción peculiar del original The Hilliker Curse: My Pursuit of Women) es un libro aún más extraño: una especie de monólogo interior fluido, a veces poético, a veces crudo, que va repasando su vida sentimental y su relación en general con las mujeres, partiendo también del recuerdo de su madre y de la huella dejada por su asesinato y por su ausencia. Complementario con Mis rincones oscuros, que concreta muchas de las referencias veladas que hace a su pasado, es también más amable con su madre y por ello más crítico con su padre y, sobre todo, consigo mismo.

James Ellroy se escribe como si fuera un personaje de sus novelas, no escribe su verdadera identidad, tomando una distancia sobre sí mismo casi esquizofrénica. La imagen que dibuja es desagradable, casi exhibicionista, cruel en su detallado relato de sus problemas con las drogas, con el crimen, con el sexo, plagada además de declaraciones misóginas y apelativos racistas. Esto distancia entre la voz del narrador y el personaje que está tratando, aunque ese personaje sea él mismo. Leyendo otras declaraciones del autor y cómo retrata su propia vida, uno termina preguntándose cuánto hay de autoficción en lo que cuenta, cuánto de justificación de su propia identidad en su recreación del pasado y de construcción de un mito en su forma literaria. Como sus declaraciones públicas, a menudo extremas y tajantes, llenas de autobombo y exceso de confianza, chocan con una obra llena de matices y contradicciones, articuladas en torno a la duda y los personajes crepusculares.

Nos encontramos así un giro completo, una vuelta al principio del artículo. Lee Earle Ellroy, la persona real (si tal cosa existe), se nos desvela y se esconde a la vez por su literatura. Esta nos ofrece una imagen creada por James Ellroy, el autor, que al mismo tiempo nos recuerda constantemente que no debemos fiarnos nunca de las imágenes. Al igual que con Bracken, Exley, White y Vincennes, igual que con la ciudad de Los Ángeles que es escenario casi único de toda su obra madura, lo que se oculta es tan importante, o más, que lo que se nos muestra. Quizás el misterio final que oculta la obra de Ellroy es el autor mismo.

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