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El engaño del Dreadnought: cuando Virginia Woolf se disfrazó de Príncipe de Abisinia para ridiculizar a la Royal Navy

Inglaterra, 1910, en plena época eduardiana. Es usted un joven acaudalado de buena familia, culturalmente bien formado y con ganas de escandalizar a la conservadora sociedad, aún constreñida por los corsés victorianos. No se ha inventado Internet y ni siquiera existe el rock and roll como forma de protesta subversiva, así que usted y sus eruditos amigos tienen que buscarse la vida. «¿Qué podemos hacer?», les preguntaría. «¿Quizás disfrazarnos como una delegación real de Abisinia y colarnos en el buque insignia de la Royal Navy, haciendo que nos reciban con honores para reírnos de ellos hasta reventar y publicarlo en la prensa? No va a colar… ¿O quizás si?».

En 1910, seis locos tuvieron esta idea y la llevaron a cabo. Pertenecían al Círculo de Bloomsbury y estaban comandados por el poeta y maestro de la broma Horace de Vere Cole. Los otros cinco eran: Guy Ridley, el naturalista Anthony Buxton, el pintor Duncan Grant y por último la grandísima escritora Virginia Woolf, aún Virginia Stephen por aquel entonces, y su hermano Adrian.

Ni cortos ni perezosos se envolvieron en ropajes que daban el pego, con motivos exóticos y que evocaban tierras lejanas: batas de seda brocada, turbantes y joyas, muchas joyas, que para algo tenían dinero. Se oscurecieron la cara con maquillaje y completaron el disfraz con barbas puntiagudas. Todo un cuadro, vamos.

Para anunciar su llegada enviaron un telegrama supuestamente firmado por el subsecretario del Foreing Office británico al almirantazgo inglés, anunciando que una delegación de príncipes abisinios iba a visitar el Dreadnought, y que preparasen su recibimiento. A continuación, los cuatro miembros de la realeza (Virginia Woolf, Ridley, Buxton y Grant), su intérprete alemán (Stephen) y un enviado del Foreing Office (de Vere Cole) se plantaron en la estación londinense de Paddington, donde exigieron un vagón acorde a la clase de los dirigentes que debía transportar. Y a Portland que se fueron, de excursión para ver un buque de guerra.

La visita debió ser apoteósica. La cosa apuntó maneras en cuanto llegaron al barco, ya que la embajada abisinia fue recibida con todos los honores que tan altos dignatarios merecían. Guardia de honor, himnos nacionales, izado de banderas… El pack completo de no haber sido porque el himno y la propia bandera fueron los de Zanzíbar, ya que el barco no tenía los símbolos patrios abisinios a mano. «¡Qué más dará uno que otro! Si total, todos están en África», debió pensar algún iluminado de traje oficial. «Despropósito diplomático» está bastante lejos de describir la situación.

Para continuar con el disparate, los supuestos príncipes no tenían ni la más remota idea de qué idioma se hablaba en Abisinia, así que aprendieron cuatro cosas en suajili, la lengua de Kenia y país más o menos cercano a Etiopía. Con variaciones inventadas que sonasen africano, la mitad del tiempo, y la otra mitad dedicándose a soltar frases hechas en latín y griego, los farsantes consideraron que tenían forma de comunicarse. Un ejemplo para ilustrar el asunto idiomático: cuando veían algo que les causaba asombro decidieron decir «¡bunga, bunga!». «Mire usted aquí, señor Príncipe, qué cañón de última generación». Respuesta: «Bunga, bunga». «Y esta es la sala de máquinas. El buque alcanza una velocidad de un montón de nudos». Respuesta: «¡Oh! ¡Bunga, bunga!». Y así sucesivamente.

Pero, querido lector, si está pensando que esto no puede alcanzar cotas de absurdo aún más altas, siento decirle que está usted muy equivocado. Porque, cuando invitaron a los abisinios a tomar el té, el intérprete rechazó amablemente el ofrecimiento por temor a que se les despegasen las barbas postizas o les delatase el maquillaje (menos mal que ese día no llovió). Y, como guinda de tan sublime pastel, uno de los miembros de la realeza estuvo a punto de caer por la borda al tropezar con sus babuchas. En un alarde de agilidad, uno de los oficiales sujetó al torpe príncipe, a lo que el miembro de más alto rango entre los abisinios respondió rápidamente afirmando que el salvador sería condecorado en su país. Hay que reconocer que los del círculo de Bloomsbury andaban sobrados de guasa.

Y, claro, a ver quién es el guapo que se calla semejante hazaña. De Vere Cole envió a la prensa una descripción con pelos y señales de su gesta y la Royal Navy acabó convirtiéndose, quién sabe por qué, en el hazmerreír de toda la Commonwelth. Además, la Primera Guerra Mundial estaba a la vuelta de la esquina y la rivalidad con Alemania ya era más que patente, lo cual hacía aún más amargo todo el asunto, pues si de algo han presumido siempre los ingleses, es de su marina. Para más inri, los bromistas no recibieron ningún castigo pues, en realidad, no habían cometido delito alguno. Lo único legalmente punible fue el telegrama falsificado y nunca se supo quién lo hizo.

La noticia dio la vuelta al globo y apareció en los periódicos de medio mundo, desde Nueva Zelanda hasta Estados Unidos. En todos los medios el engaño fue descrito al detalle, tal y como se muestra en el artículo que se publica a continuación, traducido de la crónica del suceso aparecida en el New York Times.

Un último apunte: en 1915 y durante el transcurso de la Gran Guerra, el Dreadnought consiguió hundir un submarino alemán. Como era habitual en la Royal Navy, llegaron telegramas de felicitación al buque por el logro. La mayoría solo decían «bunga, bunga».

 EL ENGAÑO DE LA FARSA ABISINIA AL ALMIRANTE MAY

Los bromistas se hicieron pasar por príncipes y la comitiva fue recibida con honores reales en el buque insignia Dreadnought.

ENCUENTRO EN LA LANCHA DE OFICIALES

La guardia de honor vistió de gala y la banda tocó el himno. Uno de los farsantes era una mujer.

Correspondencia especial del The New York Times.

Londres, 10 de Febrero. El público británico, y más en concreto los círculos navales, están notablemente enojados debido a un increíble engaño sufrido la semana pasada por el almirante Sir William May, comandante en jefe de la flota, y los oficiales del buque insignia Dreadnought en Portland, por parte de una joven y cinco jóvenes.

Después de que la mujer y tres de los hombres pintaran sus caras, cuellos y manos, disfrazaran sus rasgos con barbas de aspecto oriental y se ataviaran a sí mismos con batas de sedas brocadas y costosos turbantes enjoyados a juego, la comitiva dejó Paddington en un vagón especial de salón de la Great Western Railroad con destino a Portland. Se presentaron a sí mismos como el príncipe Sanganya, el príncipe Mandok, el príncipe Makalen y el príncipe Mikael Golen, todos de Abisinia; George Kauffmann, su intérprete alemán y Herbert Cholmondeley, el enviado del Foreign Office. Para llevar la idea a cabo de forma apropiada, los «abisinios» utilizaron zapatos de charol con la punta hacia arriba, del tipo que solamente son usados por los potentados del este, y guantes blancos de niño con pesados anillos de oro puestos por encima de los mismos.

El Príncipe Makalen, como jefe de la pseudocomitiva real, portaba en su pecho la condecoración real de la Orden de la Estrella Imperial de Etiopía en una banda roja, dorada y azul. Además llevaban entre todos joyería oriental por valor de tres mil dólares. Su conocimiento del idioma abisinio era prácticamente nulo, de manera que cada miembro de la delegación soltaba cualquier sinsentido que se le viniese a la cabeza. Para expresar su aprobación ante el trato de los empleados del tren, el príncipe les dijo a la cara «bungay, bungay», tras lo cual los uniformados inspectores se arrastraron frente a él por el suelo.

El maquillaje del intérprete era una obra de arte. Se suponía que estaba moreno debido al sol abisinio. Tenía el pelo rubio aclarado, llevaba unas grandes gafas y respondía: «Sí, ¿qué es?», con acento alemán a cualquier pregunta realizada por quienes querían dirigirse a sus acompañantes.

Esa tarde el almirante May recibió un despacho firmado por «Hardinge, subsecretario permanente para asuntos exteriores», declarando que el príncipe Malaken de Abisinia y sus acompañantes visitarían el Dreadnought, donde los príncipes fueron recibidos por una guardia de honor en la pasarela, mientras la banda interpretaba el himno oficial de Zanzíbar, pues no tenían a bordo la partitura del de Abisinia.

Cholmondeley fue el primero en subir a la pasarela y presentó a los falsos príncipes al Almirante May en el alcázar y después a sus oficiales de alto rango. El príncipe Makalen pasó revista a la guardia de honor y luego la comitiva fue guiada por el barco para inspeccionar los cañones, que fueron explicados por el falso intérprete. Charlando en la cámara de oficiales, Cholmondeley contó una historia acerca de los príncipes digna del propio Barón de Munchausen en su sublime falsedad. Los príncipes se negaron a tomar té debido a que temían mojar sus labios y un oficial de alto rango les acompañó de nuevo hasta el muelle. Mientras bajaban lentamente por la pasarela, al sonido de la banda del barco, uno de los príncipes se tropezó con la punta de sus zapatos orientales, casi cayendo al mar, pero el oficial lo sujetó a tiempo y el príncipe Makalen dijo que le condecoraría con la Orden Imperial de Etiopía por sus buenos reflejos.

Cholmondeley y Kauffmann, como ellos se hacían llamar, fueron los cabecillas del famoso engaño del Sultán de Zanzíbar en Cambridge hace cinco años, y la joven mujer de esta ocasión es la hermana de este último.

El Almirante May ha zarpado al mar con el Dreadnought para realizar un crucero hasta que las cosas se calmen. Mientras tanto, el almirantazgo ha sido inundado con cartas de todos los lugares de Inglaterra sugiriendo el cambio de nombre del buque de guerra por el de Black Prince. Las identidades de los bromistas son conocidas por sus amigos, pero no han sido hechas públicas.

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