(Re)escribiendo la Navidad
Decía Noel Gallaguer que el mundo se divide entre dos tipos de personas: a los que les gusta Neil Young y a los que no, y que los segundos son unos gilipollas. Aplicando su filosofía, se podría decir que el mundo también se divide entre los que odian la Navidad y los que no, y que por el criterio de los primeros, los segundos son, si no unos gilipollas, al menos unos ñoños pesados. Hay tantos motivos para disfrutar de la Navidad como para odiarla, pero buena parte de la animadversión que provoca se debe a ese carácter frívolo y consumista con el que el capitalismo la ha poseído. Pero no siempre ha sido así. De hecho, la Navidad fue reescrita al comienzo de la era victoriana, época en la que la literatura jugaría un papel esencial como impulsora y difusora de la imagen que ha llegado de ella hasta nosotros.
Dickens y la Navidad moderna
La Navidad, una tradición a la que los puritanos ingleses tildaban de salvaje por su herencia pagana y de mundana por sus vínculos con el catolicismo, se encontraba muy debilitada en la primera mitad del siglo XIX, después de haber sido despreciada y perseguida durante siglos (se llegó a prohibir en 1647). Reducida a un festejo privado y sencillo en la línea sobria del espíritu protestante, tuvo que hacer frente, además, al hecho de que con la industrialización surgiese un urbanismo feroz que debilitó las costumbres y tradiciones rurales, potenciándose en contraposición el carácter utilitario y mercantilista de la naciente sociedad capitalista. Cuando la reina Victoria subió al trono en 1831, la Navidad era una costumbre minoritaria.
La situación cambió en la década de 1840 con la conjunción de varios factores que la redefinieron y revitalizaron. Toda una generación de mediana edad empezó a mirar con nostalgia su propio pasado rural, añorando una Navidad que identificaban con una alegre festividad hogareña de doce días. Así que se intentó recuperar ese espíritu pero adaptándolo a la Inglaterra moderna, cuyas exigencias laborales eran mucho más estrictas. En este contexto, la imaginación victoriana se aprovechó con entusiasmo de las antiguas tradiciones navideñas (intercambio de regalos, juegos, comidas familiares…), redescubrió los villancicos e impulsó la costumbre de cantarlos en público, y adoptó elementos novedosos como el árbol de Navidad (tradición germana que importó el rey consorte, Alberto, desde su Alemania natal) o la tarjeta de felicitación (creada en 1843, aunque generalizada en la década de 1880). De esta manera fue tomando forma la imagen navideña que reconocemos hoy en día y que se completaría definitivamente con el papel esencial de Charles Dickens.
Es frecuente que a Dickens se lo considere como el padre de la Navidad moderna y, si bien dicha afirmación es exagerada, los historiadores sí reconocen su importancia al respecto. Como señaló Chesterton, «no sé si la idea de las navidades blancas convenció a Scrooge, pero desde luego nos convenció a nosotros». Y eso se debió principalmente al éxito de la novela corta publicada el 19 de diciembre de 1843, A Christmas Carol (Cuento o Canción de Navidad), la célebre historia de redención del uraño Mr. Scrooge (¡Paparruchas!) tras ser visitado por el fantasma de su pasado, de su presente y de su futuro. Ya desde su título (charol, término medieval traducido como ‘cuento’ o ‘canción’) se intentaba recuperar un tipo de canción o himno propio de la Navidad, y con su historia se pretendían revivir las por entonces cada vez más en desuso celebraciones navideñas.
Dickens, católico durante toda su vida (al menos nominalmente), se propuso reivindicar la Navidad redefiniéndola románticamente como la fiesta de regocijo familiar de su infancia. Para ello la dotó de una mezcla de fantasía, misticismo y superstición típica de las celebraciones rurales y del norte de Inglaterra; alegres veladas en las que toda la familia se reunía al calor del hogar para comer, beber, leer, jugar y cantar. Es ilustrativo del carácter idealizado de esa imagen que la estampa prototípica de la Navidad blanca sea un accidente histórico asociado a los primeros años de la infancia de Dickens (ocho inviernos seguidos de espectaculares nevadas), que no concuerda realmente con el tiempo característico del Londres de la época, mucho menos gélido y desapacible que el descrito en su relato (no hablemos ya del Londres actual, en el que una nevada es sinónimo de noticia).
Dickens fue un escritor social consciente de la realidad que lo rodeaba y que con su escritura trató de denunciar los grandes males de su tiempo. Conocía las condiciones infrahumanas en las que vivían las clases más bajas y sabía que en aquellas fechas se agudizaban. Por eso se propuso despertar la conciencia de la gente con un cuento que llamara la atención sobre su situación y reivindicara lo que él consideraba el espíritu navideño, expresión que hoy en día ha quedado totalmente pervertida por el consumismo más feroz, pero que él vinculaba al bien y la felicidad, a la amabilidad y al amor por el prójimo; un espíritu que había que celebrar en esas fechas pero que debía ser cultivado todo el año. El mismo Dickens explicaba así lo que pretendía: «Mi propósito era, en una especie de mascarada fantástica con el buen humor que la época del año justificaba, despertar algunos pensamientos de afecto y tolerancia, si bien estos nunca llegan a destiempo en una tierra cristiana».
Cuento de Navidad fue un éxito inmediato y supuso el espaldarazo internacional definitivo de Dickens. Gran Bretaña, que a lomos de la revolución industrial se estaba erigiendo como el imperio más poderoso del mundo, comenzó a exportar, por la fuerza o a través del arte, sus costumbres y cultura, lo que ayudó a que la Navidad dickensiana traspasase sus fronteras.
Literatura junto a la chimenea
Para la familia victoriana media era poco menos que un lujo disfrutar de una noche en el teatro o en entretenimientos públicos similares. El hogar pasó a ser un símbolo de unidad familiar, un refugio para las crudas noches de invierno, siendo costumbre leer cuentos en voz alta alrededor del fuego.
La industria editorial en la década de 1840, tecnológicamente cada vez más avanzada, aprovechó que en Navidad la gente estaba dispuesta a gastarse un poco más de dinero y fijó la temporada alta de su calendario en octubre (antes era en primavera), el periodo previo a Navidad, produciendo material de lectura más barato (especiales de Navidad como suplementos y ediciones navideñas de periódicos y revistas). Dickens, a través las revistas literarias semanales que dirigió (Household Words y All the Year Round) fue el principal impulsor de esta estrategia de mercado. Escribió cuentos para ediciones especiales de Navidad como Las Campanas, El grillo del hogar, La batalla de la vida o La historia de los duendes que se llevaron al sacristán, narraciones de ambientación navideña donde aparecen los motivos principales del mundo dickensiano y que ya habían sido retratados en Canción de Navidad. Además, creó «relatos marco» con los que trabajó junto a talentos como Elizabeth Gaskell o Wilkie Collins.
Aparece así una especie de literatura junto a la chimenea que, si bien no se puede reconocer como un género propio (no todos los relatos que se leían en Navidad eran escritos específicamente para tal fin o estaban ambientados en esas fechas), sí que son identificables por tener unas características identitarias. Eran historias fantásticas, en las que la magia y el folclore recorren sus páginas asociadas a un momento del año como la Navidad, especial, en el que todo podía pasar, o que directamente relataban hechos extraordinarios o terroríficos con la intención de asustar. Como señala uno de los personajes de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, un cuento de Navidad en una casa antigua debía ser terrorífico y mantener al público con el aliento en suspenso.
Abundaban en los relatos navideños decimonónicos las hadas y los duendes, en buena medida por la influencia que tuvo en el lector victoriano la traducción de los cuentos de los hermanos Grimm que Edgar Taylor realizó en 1823, y también por ese carácter folclórico y supersticioso de las zonas rurales ya señalado anteriormente. Muestra de ello son muchos de los relatos de Dickens, pero también los de prestigiosos autores como Charles Kingsley o Lewis Carrol. La otra vertiente, la de la ghost story, fue celebrada profusamente por una literatura como la británica en la que lo gótico tenía un especial calado, y produjo relatos geniales de muchos de los mejores autores del género, como Sheridan Le Fanu, M. R. James o E. F. Benson, además de otros escritores más alejados normalmente del terror como el propio Dickens (recordemos que el título completo de su primer cuento navideño es Una canción de Navidad en prosa, que es una historia navideña de fantasmas) o el citado Henry James, británico de adopción.
Aunque en el siglo XX las grandes multinacionales y los medios de comunicación se apoderaron de la Navidad, pintaron del color que les dio la gana a Papá Noel y nos la vendieron a precio de gambón y champán, las actuales fiestas navideñas surgen en la Inglaterra victoriana y algunos de los mejores escritores de la época, como Dickens, tuvieron mucho que decir al respecto. Te puede gustar la Navidad o no, pero los cuentos que se leían (y se escribían) para celebrarla justifican su existencia. Y lo demás…, lo demás son ¡paparruchas!
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