La ley es un concepto complejo sobre el que a veces cometemos el error de no reflexionar en exceso: la relación del común de los mortales con ella consiste, estrictamente, en tratar de no interponerse en su camino. Los Estados, en cambio, las instituciones, se apoyan en ella y la emplean como muralla defensiva cuando se sienten amenazados. Este efecto es aún más apreciable en los llamados Estados de derecho, que invierten buena parte de sus desvelos en sacralizar su corpus legislativo (y singularmente su Constitución), para blindar los pilares que los sostienen. En este tipo de regímenes, la clásica advertencia de que la ley es lo único que nos separa del caos, tradicional argumento en favor de la estricta observancia de la legalidad, no es suficiente. En las democracias modernas, el derecho no puede descansar únicamente sobre amenazas que no dan miedo a la población y alejan la ley de su objetivo teórico: la justicia.
El último capítulo de la historia de este razonamiento lo ha escrito Mariano Rajoy cuando, tras la tramitación de la Ley del Referéndum catalán, declaró con solemnidad que «lo que no es legal, no es democrático». Dejando de lado lo peligroso que puede resultar este argumento para un partido que ha gestado en su seno una organización criminal, la endeblez de la premisa frente al manido derecho a decidir es sonrojante. ¿Es realmente antidemocrático todo lo que es ilegal? Desde luego, financiarse irregularmente de forma continuada sí que lo es; pero no todo lo que es ilegal es esencialmente antidemocrático.
Cuando Claudette Colvin y Rosa Parks se sentaron en la zona reservada para los viajeros blancos en un autobús de Montgomery (Alabama), en plena década de los 50, estaban quebrantando la ley, pero nadie en su sano juicio afirmaría hoy que su desobediencia socavó las bases de la democracia norteamericana. No es una excepción que confirme la regla (refrán absurdo donde los haya), ni un ejemplo sin importancia. Es la constatación de que, aunque el respeto de la ley tiene una estrecha relación con la calidad democrática, cuando un régimen deja de considerar las normas como un medio y convierte la ley en un fin en sí mismo, se arriesga a dar la espalda a la sociedad. Se arriesga, en definitiva, a que la comodidad del refugio que le ofrece la legalidad le aleje de su pueblo.
Desde hace años, los independentistas catalanes se han hartado de escuchar que existe una vía legal a través de la cual pueden alcanzar sus objetivos políticos; no obstante, nadie se esfuerza ya en disimular que esta proclama, digna de un argumentario precocinado, conduce al secesionismo al callejón sin salida de las Cortes; al candado democrático que forman el Congreso y el Senado, arrendados por el PP gracias a los réditos que recauda en toda España con su calculado suicidio político en Cataluña. Así, lo que en realidad ha estado escuchando cualquier independentista catalán durante años, es que debe respetar la ley porque eso es lo que conviene al gobierno español de turno. Por si esto no fuera suficiente para impulsar el independentismo, primero el PSOE dejó claro en 2011 que reformar la Constitución no era tan difícil, y luego el PP ha demostrado que incumplir la ley no está reñido con el ejercicio del poder.
No es extraño, por tanto, que el cinismo se vuelva ahora en contra de un Estado representado por un gobierno desacreditado que, como única respuesta a tan grave situación, solo es capaz de esgrimir la misma legalidad con la que su partido tiene tan mala relación. Efectivamente, la manipulación de la ley por parte de los llamados independentistas resulta vergonzosa (su desprecio a la actual Constitución y su fingido respeto por un conjunto de normas que aún no está articulado es un contrasentido). Pero lo cierto es que, mientras la disputa se resuelva en dichas coordenadas, el independentismo tiene ganada la partida.
Porque lo cierto es que en Cataluña se está haciendo política, activamente, y eso empuja a la sociedad a reflexionar sobre lo que realmente es la ley: la forma que adquiere la fuerza, el poder, tras su paso por el tamiz de las instituciones. En democracia, la ley se sostiene únicamente en el consentimiento del pueblo sobre el que extiende su imperio y, precisamente por ello, emplearla como una apisonadora puede llegar a deslegitimar la legalidad vigente. Dicha respuesta, además, solo puede inyectar gasolina al motor del independentismo, que ha sido capaz de poner en marcha un vehículo político empujado por la energía de su frenética actividad y el análisis descarnado de la realidad política española. La inacción y la estrechez de miras del constitucionalismo, han hecho el resto.
Llama poderosamente la atención cómo muchos ciudadanos españoles han pasado, en pocos años, de considerar la sociedad catalana como la más avanzada de toda España, a creer que ha enloquecido repentinamente. En realidad, el proceso independentista se sostiene en un inteligentísimo reparto de roles que ha permitido a cada catalán soñar con su república independiente favorita, mientras se construían una serie de consensos esenciales sobre el camino que habría que recorrer para alcanzarla. Llegados a este punto, una parte muy importante de la sociedad catalana ha asumido que la independencia es el camino más corto (o incluso el único) hacia una serie de cambios políticos que muchos ciudadanos desearíamos extender al conjunto del Estado. Quizá es que la Cataluña que iba por delante no ha desaparecido tan de repente.
Así, mientras un contendiente consume una hoja de ruta que le acerca a sus objetivos políticos, el otro sigue haciendo exactamente lo que conviene a su adversario. Por desgracia, entre las soflamas libertarias de unos y la invocación del miedo de otros, los ciudadanos (todos, en este caso) nos vemos privados de cualquier tipo de reflexión medianamente compleja sobre las implicaciones del proceso independentista o la relación entre la ley, la democracia y el funcionamiento de nuestras instituciones. Ya no hay vuelta atrás:a quienes se atrevan a pensar en voz alta les espera el infierno de los equidistantes. Del interesantísimo discurso de Joan Coscubiela en el día de autos, ya solo quedan las reacciones más recalcitrantes. Al histórico líder sindical se le ocurrió decir que, en cualquier democracia, resulta peligroso silenciar a quienes piensan diferente, por mucho que se tenga la fuerza suficiente para hacerlo, como de hecho tienen el centralismo en Madrid y el independentismo en Barcelona. Pasados unos días, unos descalifican sus palabras porque fueron celebradas por el PP catalán y otros las aplauden porque lograron sacar de quicio al tuitero Gabriel Rufián. Pero ya nadie piensa en ellas. Otro tanto para el marcador del independentismo, que observa complacido cómo el mensaje de Coscubiela pasa desapercibido entre el barullo mediático, empeñado en resaltar la ilegalidad de lo que ocurrió en el Palau de la Generalitat. Como si alguien se hubiese molestado en negarlo.
Supongo que, a estas alturas, ya no debería resultar extraño que varios medios (y buena parte de la sociedad española) continúen defendiendo que la actitud del gobierno es la idónea. Lo cierto es que su actuación es pésima, absolutamente lamentable desde cualquier punto de vista. La insistencia en deslegitimar el proceso por su ilegalidad está permitiendo a sus actores esconder una interminable lista de inmoralidades, que los son por derecho propio, tras lo que presentan como un legítimo desacato a la ley española.
Es así como el independentismo ha logrado instrumentalizar los símbolos catalanes, desde la Diada hasta Els segadors, pasando por la señera y llegando incluso a pervertir el no tinc por surgido espontáneamente tras el atentado de Barcelona (algo para lo que hay que tener mucho valor y poco estómago). Enfrentarse cuerpo a cuerpo con el independentismo en la trinchera de las legalidades acaba con cualquier tipo de análisis sobre el llamado derecho a decidir, su complejidad y el riesgo de imponer la dictadura de una pequeña mayoría al resto de la población. Tampoco la oposición está siendo capaz de articular otro tipo de discurso: el internacionalismo de la izquierda, su capacidad para desnudar las vergüenzas del nacionalismo (y para destapar las vergüenzas del tres per cent o la privatización de la sanidad), brillan por su ausencia. Finalmente, es probable que ya no quede nadie en toda España que dedique su tiempo a calcular los beneficios que tendría para Cataluña permanecer integrada en el Estado español.
Quizá la peor conclusión es constatar que, para ofrecer alguna respuesta al llamado desafío independentista, demasiadas cosas tendrían que cambiar en la política española. No solo sería necesario que el gobierno abandonase ciertas actitudes que le dan muchos (demasiados) réditos electorales; también habría que dejar atrás la comodidad que ofrece la dictadura de la ley y recordar que también ella, como el resto de nuestro edificio democrático, se apoya en un pacto social.
Fijar las bases de un nuevo Estado en pleno siglo XXI, con lo que los españoles (y los catalanes) hemos aprendido durante más de cuatro décadas de democracia, es un proyecto muy atractivo con el que resulta difícil competir. Quizá por ello, eso es precisamente lo único que a estas alturas cabe ofrecer al pueblo catalán. Lamentablemente, no es posible hacerlo porque el verdadero problema político español, aquel del que derivan todos los demás (incluido el independentismo), es que no existe ningún consenso desde el que articular reformas. Demasiados ciudadanos tenemos la sensación de que a España se le va escapando otro siglo, incapaz de generar acuerdos transversales partiendo de su propia soberanía. Y por eso una parte del pueblo catalán entiende que podría progresar consiguiendo la suya propia.
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Realmente interesante, me ha hecho realizar una profunda reflexión. No obstante aquí se presentan dos retos, no está en juego la libertad de parte del pueblo catalán, también lo está la de los que pensamos que una parte del territorio no debe ser capaz de imponer a todos los demás. El separatismo basado en un principio legal y respetable ha hecho un uso de «democracia» y «derecho a decidir» muy arbitrario. Este tema es demasiado complejo.
«… llegando incluso a pervertir el no tinc por surgido espontáneamente tras el atentado de Barcelona …»
Lo del «no tinc por» viene de antes del atentado. Cuando se anunció que el día del referendum sería el 1-O (pronunciado en catalán «U O») ya se hizo la broma del «U-O no tinc por» que es el estribillo de una conocida canción del Club Super 3 (del 2011 así que nada que ver con el referendum)
Lo desconocía totalmente, lo cual me hace pensar en algo que me rondaba la cabeza al escribir el texto: porque lo cierto es que lo escribí con alguna duda, surgida precisamente del hecho de no conocer ya con exactitud la realidad de la política catalana. Creo que desde fuera, es algo que ya resulta imposible.
No obstante, no deja de parecerme aventurado usar ese lema para animar a los miembros procesados del PDeCAT. Por mucho que fuera previo, desde los atentados esa consigna cambió de significado…