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Cinefórum CXV: La rebelión de las máquinas

Después de una obra mayor en la que el protagonismo recae en camiones con cargas altamente explosivas, invertimos las coordenadas y elegimos para nuestro cinefórum una castaña fílmica en la que, a su manera, los camiones hacen que todo estalle a su alrededor: Maximum Overdrive (1986), primera y última película (por algo sería) dirigida por Stephen King.

La historia, que narra el levantamiento de las máquinas contra la humanidad, ya había aparecido como relato corto (Camiones) en una antología de cuentos del autor de Maine, El umbral de la noche (1978). Para su adaptación cinematográfica, el proyecto contó con la cuantiosa billetera de Dino De Laurentiis y su razón de ser solo puede explicarse por la aureola de éxito que en la década de los ochenta acompañaba a todo lo que contaba con la firma de King. De ahí que los propios AC/DC se encargasen de la banda sonora. De la quema se salvaría otra leyenda rockera, Bruce Springsteen, quien parece ser era el elegido por el director para encarnar al personaje principal del film.

Lo primero que a uno le viene a la mente después de ver La rebelión de las máquinas (título español de la película), es que su director y guionista tenía que estar colocadísimo para rodar algo así. Y efectivamente, lo estaba. Sabido es que el bueno de Stephen King pasó unos años locos en los que se metía cualquier sustancia espirituosa que hiciese volar su mente en busca de historias escondidas más allá de su subconsciente. De hecho, se dice que durante el rodaje no solo andaba por el set como Pocholo en una rave ibicenca, si no que su efervescente mente creativa canalizaba su energía dopada todas las mañanas, unas horas antes de que el resto del equipo se pusiese a rodar, para convertir en letra escrita el que acabaría siendo uno de sus hitos literarios, It. Cosas de genios (drogados).

La cinta comienza dejando las cosas claras, o al menos lo intenta: contemplamos una imagen de la Tierra desde el espacio exterior y un texto aparece en pantalla para decirnos que nuestro planeta se pasará ocho días bajo la influencia de la cola de un cometa. En ningún momento se especifica que esto sea algo malo per se, pero como estamos ante una historia de Stephen King y como además aparece una especie de halo verde rodeando a la Tierra, nos olemos rápidamente la tostada. Además, en la primera escena, a modo de introducción, aparece el propio King ante un cajero automático que no solo no le da dinero, sino que a través de la pantalla le llama gilipollas. Las máquinas empiezan a enseñar su malévola patita desde el inicio.

Títulos de crédito, Who Made Who y un puente levadizo. Los tíos encargados de abrir y cerrar el cacharro prestan la misma atención a su tarea que Homer Simpson controlando la planta nuclear de Springfield (uno hasta se saca un moco). El puente levadizo depende de las máquinas, y como a estas alturas ya hemos entendido que el pedo verdoso que afecta al planeta les produce el mismo efecto psicotrópico que las cosas malas que se metía Stephen King al escribir el guion, no nos sorprendemos cuando vemos que se accionan sin previo aviso. La peña grita, los coches a tomar por culo y en lo más alto vemos una furgoneta con sandías (¡sandías!) dispuestas a demostrar empíricamente la teoría universal de la gravedad.

Superado el impacto inicial, disfrutamos de la parte más interesante de todo el metraje. Al ritmo de AC/DC se suceden una serie de escenas en las que el director nos va enseñando cómo el apocalipsis se adueña de la Tierra (bueno, en este caso de una región de Estados Unidos, lo que desde el prisma norteamericanocentrista es exactamente lo mismo). Un hombre se acerca a una máquina expendedora y, como esta no funciona, le pega una patada. Error. Decenas de latas de refresco salen disparadas hacia su cabeza. ¡Pum! Muerte y riff de AC/DC. Una máquina apisonadora comienza a rodar por un campo de béisbol. Los niños salen despavoridos. Uno de ellos no escapa a tiempo. ¡Zasca! Muerte y riff de AC/DC. Y así un buen rato.

Tras este magnífico in crescendo de caos y destrucción, el ritmo baja y la atención narrativa se centra en varios personajes atrapados en una gasolinera. Llegados a este punto hay que reconocerle a King lo interesante de la idea, una premisa argumental que ya había utilizado con acierto George Romero (uno de sus referentes confesos) y a la que él mismo le había sacado mucho más partido en la excelente La Niebla (1981): varios seres humanos encerrados en un sitio ante una amenaza exterior que funciona, al final, como macguffin para sacar a la luz la verdadera naturaleza de las personas atrapadas, a veces más monstruosa que el peligro que acecha afuera.

Lamentablemente, nada de todo eso se ve aquí: tanto los personajes como sus conflictos son más planos que el encefalograma del niño aplastado por la apisonadora. Destaca por encima de todo Bill Robinson (Emilio Estévez), currante de la gasolinera y exconvicto a las órdenes de un tiránico jefe que, casualidades de la vida, esconde en el sótano un armamento militar que incluye un bazuca (¡un bazuca!). Su contrapunto amoroso está a la altura: Brett Graham (Laura Harrington) es una autoestopista que, en un alarde (más) de sutileza narrativa, se acercará al personaje de Estévez con la misma pasión que las sandías del puente levadizo quebraban cráneos humanos unos minutos antes. «Hola, eres muy guapo» como carta de presentación y «haces el amor como un héroe» a modo de reflexión postfolleteo, son las dos frases más ilustrativas de una relación emocional con menos aristas que una pelota de fútbol.

El centro de la película se situará en esa gasolinera rodeada de malvados camiones que no dejarán salir al exterior a los humanos. Y sabemos que son malvados porque hacen cosas como aplastar a gente, dar vueltas alrededor de la estación de servicio y, en el caso de su líder (sí, tienen un líder), llevar el rostro del Duende Verde en el capó delantero y el de un payaso terrorífico en el trasero. La razón de que los camiones no opten por arrasar el edificio es un enigma que no se desvela hasta casi el final de la película, cuando precisamente lo hacen sin que pase lo que los protagonistas se han encargado de decir que sucedería si lo intentaban. El otro enigma es saber por qué unos vehículos se rebelan contra los humanos y otros no. Spoiler alert: este misterio se quedará en el tintero.

Pero el punto álgido de la película aún está por llegar. En su lucha contra las máquinas asesinas, Estévez y compañía serán atacados por una carretilla con una metralleta adosada, que previa ráfaga de balas les comunica que nos les seguirán atacando si se convierten en sus esclavos. Quieren que les llenen de gasolina. Todo esto es descifrado por un niño, alumno aventajado de MacGyver, único en darse cuenta de que la carretilla les está hablando con su claxon por código morse.

Para cuando los humanos se convierten en siervos de las máquinas y las alimentan sin descanso, nuestros cerebros están tan exhaustos como los protagonistas y son incapaces de descifrar las profundas connotaciones metafóricas que sin duda el director ha querido dar al pasaje. De ahí al final, tan atropellado como toda la narrativa de la película pero sin su gracia, queda un tramo cuyo visionado solo es soportable por la esperanza de un desenlace a la altura de lo vivido. Los supervivientes acaban escapando en un barco y, cuando pensamos que King ha vuelto a terminar calamitosamente una de sus historias, nos sorprende con un nuevo texto explicativo a modo de cierre insuperable: tras la pérfida influencia del cometa se escondía en realidad un OVNI, el cual es derribado por un satélite meteorológico soviético equipado con misiles y un rayo láser. ¡Boom! ¡Supera eso, Shyamalan!

En esta revista ya hemos dejado dicho que hay películas que son tan malas que se acaban convirtiendo en buenas. Al menos para partirnos de risa. En ese sentido, Maximum Overdrive es una comedia involuntaria (o quizá no tanto) excelente. En otro sentido, el que analiza una película objetivamente de acuerdo a sus aciertos y errores, la ópera prima (y final) de King es un despropósito que se ha ganado por derecho la etiqueta oficial de «peor adaptación cinematográfica» de su obra literaria. Y no lo decimos nosotros; son palabras del propio escritor. Parece que después del colocón le sobrevino una buena resaca.

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