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Divulgación

Antonio Pérez del Hierro, el gran traidor

Madrid, 1578: Juan de Escobedo, primo de la princesa de Éboli y secretario personal de don Juan de Austria, llega desde los Países Bajos para poner en claro la situación real de los Tercios en Flandes. Trae consigo una propuesta de paz con los rebeldes flamencos, un proyecto de estabilización de la zona y un plan para emplear dichos Tercios en la invasión de Inglaterra, liberar a María Estuardo, desposarla con Don Juan, destronar a la reina Isabel I y reinstaurar el catolicismo en la isla.

Frente a él está Antonio Pérez del Hierro, el secretario de Estado de Felipe II. Comenzó siendo consejero suyo cuando este aún era príncipe, en 1553, y cuando Carlos I abdica le acompaña a la corte. A lo largo de dos décadas, Pérez obtiene la plena confianza del nuevo rey, a la vez que acumula poder y riquezas. A partir de 1572 comienza a asociarse en diversas intrigas: tiene acceso a la correspondencia personal del monarca, y utiliza su situación de privilegio para posicionarse en las facciones más provechosas, aconsejar libidinosamente e instigar, a veces revelando secretos de estado a enemigos para provocar reacciones de las que sacar partido o con las que justificar represalias desproporcionadas, a veces desinformando a sus aliados para beneficiarse del caos desatado.

Antonio Pérez era hijo ilegítimo de Gonzalo Pérez, sacerdote que fuera secretario del anterior rey Carlos, hijo a su vez del inquisidor Bartolomé Pérez. Siempre inseguro a pesar de su alta posición política, tal vez en parte debido a su poco claro origen y a carecer de sangre noble, era además ministro de los Asuntos Atlánticos, el más alto funcionario en Francia, Alemania, Inglaterra y Países Bajos. Era el hombre con el que había que hablar.

Serpiente entre facciones

Juan de Escobedo llega en un momento muy inoportuno: en la corte, ya desde tiempos del anterior rey, existen dos facciones, dos corrientes políticas de dos grupos de influencia bien diferenciados. Por un lado están los conservadores, dirigidos por la Inquisición, el poderoso duque de Alba y la no menos pudiente familia Álvarez de Toledo. Enfrentados a estos se hallan los liberales, la partida aportuguesada que dirige la princesa de Éboli.

Felipe II desconfía de su medio hermano Juan de Austria, concebido tardíamente por su padre Carlos durante una estancia en Alemania, y que no fue reconocido como hijo natural hasta que el emperador falleció y fue encontrada una disposición adicional en su testamento: un codicilo que legitimaba su ascendencia real y ordenaba la creación de una nueva casa nobiliaria para el joven.

Antonio Pérez navegaba entre todas esas aguas: aconsejaba a Juan de Austria la invasión de Inglaterra y desaconsejaba al rey hacer caso de la idea de Juan de Austria de invadir la isla, cuando lo que en realidad reclamaba este eran más tropas para apaciguar Flandes. Tomaba partido público a favor de unos y, en privado, ante los otros, desmentía tales cosas. Convivía con los excesos y abusos, tomaba nota de ellos y ejercía chantaje si le era conveniente. Que Juan de Escobedo llegara a Madrid con misiva directa al rey ponía en grave peligro su posición. No saber qué asuntos traía a tratar le intimidaba, no poder intermediar le expondría, no manejar los hilos le ponía nervioso, le desesperaba. Y le hizo cometer un grave error.

Muerte en Madrid

Logró reunirse con Escobedo antes que este hiciera lo mismo con el rey. Intentó comprarle, sin éxito. Tampoco consiguió amedrentarle ni coaccionarle, no tenía con qué chantajearle. Ordenó que fuera envenenado pero Escobedo, prudente y estudiado, evitó la intoxicación en dos ocasiones. Finalmente, el treinta y uno de marzo de 1578, en la esquina que hacía la calle Mayor y la de la Almudena, cerca de Bailén, por fin se dirigía al palacio real para tener la audiencia con el rey en que denunciaría a Pérez por traición. Había cenado en casa de la princesa de Éboli e interrumpido la velada por el aviso del deseo repentino de reunión del monarca. Al doblar la mencionada esquina, acompañado de un paje con antorcha, caída la noche, seis sicarios rodearon al secretario. Cinco sujetaron las riendas de su montura, el otro le asestó una estocada que le atravesó de parte a parte.

El uno de octubre de ese mismo 1578, Juan de Austria fallece a los treinta y tres años. Se dijo que la causa de esto fue una fiebre tifoidea. Tras el asesinato de Escobedo había conseguido por fin tener contacto directo con Felipe II, y ambos entendieron la magnitud de la conspiración. Don Juan nunca había tenido intención de invadir Inglaterra por su cuenta, ni aliarse con los rebeldes de Flandes, ni mucho menos abandonar los Países Bajos junto con todas las tropas para destronar al rey. Sobre la implicación de este último en la muerte de Escobedo, nunca se supo con certeza si hizo la vista gorda. Lo único cierto es que tras la muerte de su hermano recibe toda la documentación y correspondencia privada que este albergaba, y la luz entra por primera vez en palacio. Todos mienten.

El principio de la leyenda negra

Antonio Pérez es detenido y, acusado de tráfico de secretos de Estado y corrupción, condenado a dos años de prisión. Se incautan todos sus bienes. No pudiendo ser acusado del asesinato al carecer de pruebas, se le somete a tortura hasta que confiesa su implicación. Consigue huir de la cárcel en 1590 y busca la protección de los fueros en Zaragoza, donde recibe apoyo de varios jueces contrarios a la sumisión a Castilla a que se ve obligado Aragón. El rey retira su acusación, al carecer el tribunal castellano de jurisdicción en el exilio de Antonio Pérez, pero acude a uno superior ante el que todos han de responder: así el tribunal de la Inquisición se impone sobre la justicia del Reino de Aragón, a lo que este se subleva, teniendo Felipe II que enviar, en octubre de 1591, un ejército a Zaragoza para extinguir la rebelión e imponer su ley.

Mientras tanto, Pérez ha vuelto a huir: se refugia esta vez en el norte, en el Bearne, que aún sigue siendo un estado semi-independiente del Reino de Francia, al pie de los Pirineos y donde la confesión es calvinista y la Inquisición no tiene poder. Desde ahí conspira con el rey de Francia y Navarra, Enrique de Borbón, para una posible invasión y derrocamiento de Felipe II, pero este termina abjurando del protestantismo, pues «París bien valía una misa», y firma un acuerdo de no intromisión con su vecino del sur. Sin la protección hugonote, expuesto de nuevo a la Inquisición, a principios de 1593 Antonio Pérez encuentra asilo en Londres.

La traición definitiva

Trece de junio de 1596: Francis Drake y John Hawkins, los mejores corsarios al servicio de Inglaterra, acaban de fallecer, pero la reina Isabel I cuenta con un nuevo e inesperado aliado. A la derecha de Lord Effingham, almirante al mando de la flota que está a punto de enfrentar Cádiz, Antonio Pérez, aunque sin mando, guía la incursión. Ciento cincuenta naves, cuatro escuadras integradas por siete mil soldados, penetran en la bahía y saquean la ciudad. Tras un mes y ante la negativa del duque de Medina Sidonia de pagar rescate por los habitantes, los ingleses incendian Cádiz. Las consecuencias de esta derrota, de este ataque planeado por el traidor Antonio Pérez, con el incendio de la flota española de Puerto Real, la desaparición de las naos de indias y el agujero de cinco millones de ducados creado, provocarán la quiebra de la Real Hacienda española, un golpe aún más duro que la pérdida de la Armada Invencible que aconteciera ocho años antes.

Pero Antonio Pérez aún no está satisfecho: su esposa, Juana Coello, y sus hijos, siguen en prisión por haberle ayudado a escapar en 1590, y su venganza continuará y logrará extenderse a través de los siglos. Hasta su muerte en 1611, en la más absoluta de las miserias (pues ya sabemos que tampoco Roma pagaba a traidores), empleará todas sus horas en redactar y publicar periódicos escritos contra Felipe II, a promover el movimiento propagandístico antiespañol, oculto tras seudónimos; a regar aquella semilla de la leyenda negra que empañará el Siglo de Oro español. La que aún continua rondando hoy.

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