Cien semanas de cine y cien buenas películas pueden hacer perder la perspectiva a cualquier cinéfilo. Por ello, saltándonos nuestras propias normas (que para eso están y para eso son nuestras), la centésima edición de nuestro cinefórum no seguirá la estela del último thriller ultraviolento de Kim Jee-woon, Hwanghae (The Yellow Sea). Es momento de poner punto y aparte y tomar aire para acercarnos desde dos puntos de vista totalmente distintos a una de las peores películas de la historia reciente del cine.
The Room (Tommy Wiseau, 2003) es una inaudita producción cuyo coste se estima (sí, estima) en aproximadamente seis millones de dólares, y que se ha convertido en película de culto gracias al gran culpable de su existencia, Tommy Wiseau, al que podríamos definir como una especie de Lorenzo Lamas transilvano, pasado de botox. Su procedencia y el de su fortuna son desconocidos, aunque su acento de Europa del este y su edad hacen pensar en alguna república soviética, más que en la Nueva Orleans de los años 80 a la que él siempre se remite.
Lo único que está claro es que a comienzos del siglo XXI, Wiseau se plantó en Los Ángeles para invertir su dinero y su amistad con Greg Sestero en producir The Room, una ópera prima con la que demostraría al mundo entero que es uno de los peores actores, guionistas, directores y productores de la historia. Eso sí, también dejó claro que era capaz de poner mucho dinero encima de la mesa para sobreponerse a sus evidentes taras y llegar a ser todo eso a la vez, estrenando su película en la mismísima meca del cine. Recaudó algo menos de seis mil dólares en su primera semana.
Hacer una sinopsis de la película es adentrarse en terreno desconocido. Johnny, interpretado por el propio Tommy Wiseau, es un hombre enternecedor que, sin merecerlo, acaba traicionado por su futura mujer y su mejor amigo. El terrible descubrimiento le lleva por un camino de autoflagelación y sobreactuación que se erige como único hilo conductor de una película deslavazada y, sobre todo, repleta de diálogos dignos de una fiesta en la que se mezclen alucinógenos, depresores y estimulantes.
No obstante, nada de lo muy malo de la película la distingue de tantas otras producciones penosas y caras de la historia del cine. Es su creador, con su aspecto atlético decadente, su párpado izquierdo medio cerrado, su pelo negro teñido y su risa nerviosa y extemporánea lo que acaba imponiéndose a la producción. De hecho, la fascinación ejercida por la extraña figura de Wiseau y el fenómeno fan que generó su película, provocaron que finalmente Hollywood se fijara en The Room. Hace tan solo unos meses, James Franco estrenaba la Ed Wood socarrona del siglo XXI: The Disaster Artist.
El proyecto, dirigido e interpretado por el propio Franco al más puro estilo Wiseau, acierta diluyendo la recreación de las escenas más delirantes de su original entre otras que relatan cómo se fraguó el desastre. Una buena parte del metraje de The Disaster Artist se invierte en comprender los extraños lazos que unieron a los protagonistas de The Room, pero, lógicamente, sus mejores minutos, los más locos, llegan cuando se reproduce lo que debió ser aquel rodaje surrealista. Desde la incredulidad del equipo que veía que, efectivamente, el dinero manaba de la cuenta corriente de aquel tipo, hasta las discusiones y la crisis de los últimos días de trabajo, James Franco logra sumergirnos en un cómo se hizo ficcionado pero enormemente probable.
Si algo contribuye a su verosimilitud es la caracterización de sus protagonistas que, con excepción de Dave Franco (en absoluto similar a Greg Sestero), se parecen perturbadoramente a los autores del crimen. A pesar de todo, y aunque siempre resulta refrescante ver una buena película dedicada a la realización del cine más loco de lo que va de siglo, no podemos dejar de recomendar hacer exactamente lo que nosotros mismos hemos hecho: disfrutar y sufrir The Room para luego paladear adecuadamente ciertas escenas de The Disaster Artist, claramente concebidas para quien haya superado el absurdo original. Solo así pueden comprenderse las estridencias de Tommy, Johnny y James Franco, que son todos el mismo y a la vez; la continua presencia del fútbol americano, un deporte claramente ajeno a buena parte del reparto original; las imprecisiones anatómicas de las múltiples escenas de cama; y, por supuesto, la capacidad creadora de la locura absoluta, que puede dar forma no a una, sino a dos películas que nos divierten y reconcilian, ambas y cada una a su manera, con el buen cine.
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