Los viajes al pasado son tan interesantes en el cine como, a veces, poco abundantes dependiendo de nuestro destino. En la cinta pasada nos íbamos al siglo VIII, un momento mucho menos común en la gran pantalla de lo que pudiese parecer, seguramente por el coste de producir cintas ambientadas entonces. En la de hoy volvemos a ese siglo, pero lo hacemos a muchos kilómetros de distancia: desde Euskadi nos vamos a la China de La emperatriz Yang Kwei-fei, película de un viejo conocido de nuestro cinefórum como es Kenji Mizoguchi.
Del director japonés, uno de los grandes nombres de la filmografía de su país junto a Akira Kurosawa o Yasujiro Ozu, ya pudimos ver Los amantes crucificados. A diferencia de entonces, y de la práctica totalidad de su filmografía, aquí Mizoguchi nos lleva al otro lado del mar, a la China del siglo VIII. El motivo fue, seguramente, el que la película fuese una coproducción con Hong Kong y la futura Shaw Brothers metida por en medio. De hecho, existe una versión posterior de esta misma película, The Magnificent Concubine, realizada en 1962 por la Shaw ya con un equipo totalmente hongkonés. Pequeño apunte: en la década de los cincuenta y de los sesenta se consideraba que siete años ya era tiempo suficiente para hacer un remake (casi todo está ya inventado en la industria cinematográfica).
La versión de Mizoguchi se realizó en 1955, cuando por fin el gran director nipón decidió pasarse al cine en color; quizá de ahí provenga un trabajo mucho menos acabado de lo habitual en el movimiento de la cámara durante muchos planos. El autor parece estar enamorado de las posibilidades del color, así que nos ofrece unas composiciones más estáticas, que, en ocasiones, buscan pintar la pantalla más que narrar. Por desgracia, Mizoguchi solamente haría otra cinta a color más antes de morir, El héroe sacrílego, lo que nos deja con la duda de cómo habría ido depurando su estilo a medida que explorara esas nuevas posibilidades.
Otro punto importante de la película es la presencia de dos grandes actores del cine japonés de la época. Por un lado Machiko Kyo, protagonista ni más ni menos de Rashomon y habitual colaboradora de Mizoguchi con su presencia en películas como Cuentos de la luna pálida. Su papel de la plebeya elevada a concubina está resuelto de manera impecable, apoyándose en la presencia frente a ella de otro gran actor como era Masayuki Mori, con el que coincidiría en las ya mentadas Rashomon o Cuentos de la luna pálida, pero que también estaría en clásicos como Los canallas duermen en paz. Los dos funcionan perfectamente en pantalla, con una Kyo que explotaba su aspecto juvenil tanto como Mori el aparentar una mayor edad.
La historia vuelve sobre el tema del amor, habitual en el cineasta, pero aquí se permite un discurso político y social muy claro. Bajo el ascenso de Yang Kwei-fei se esconden conspiraciones políticas pero, sobre todo, una mujer vital y abierta que se preocupa por su pueblo, por los que fueron sus iguales, hasta la más fatal de las consecuencias. El amor del emperador Xuanzong por su concubina es un comentario sobre la mirada del gobernante respecto a su pueblo, al que puede querer aunque no duda en abandonar y sacrificar si eso le permite mantener el poder (pese a que luego llore amargamente cuando finalmente lo pierde).
La emperatriz Yang Kwei-fei es una película que ha envejecido de manera evidente. Lo teatral de muchas de sus escenas y la falta de una tensión en muchos momentos hace que, a día de hoy, pueda parecer que la narración es demasiado vacua. Tampoco ayuda alguna elipsis muy fuerte en la parte final de la película. Pero, sin embargo, su manejo del tema social sigue estando muy vigente y es una obra que, cuando funciona, vuela muy alto. Tal vez no sea una de los grandes títulos de su director ni del cine japonés, pero sí que es una buena muestra de una cinematografía que llegó a dominar hasta el extremo la escritura clásica del cine.
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