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Cinefórum XXI: Los amantes crucificados

Brigada 21 (Detective Story) fue una adaptación de la obra homónima de Sidney Kingsley, en la que William Wyler reflexionaba sobre la quiebra de un matrimonio norteamericano, de clase media y profundamente enamorado. Tras ella, y continuando con otra pieza teatral llevada a la gran pantalla, haremos finalmente una parada sin duda necesaria en cualquier recorrido por la historia del séptimo arte: Chikamatsu Monogatari (Kenji Mizoguchi, 1954) es una digna representante de las mejores virtudes del cine nipón que a mediados del siglo XX estaba dándose a conocer en las salas y festivales de todo el mundo. Y, como en la cinta de Wyler, de nuevo una obra romántica, en este caso proveniente del antiguo teatro kabuki de marionetas, servirá como excusa para inspeccionar los recovecos de una sociedad tan lejana que parece no pertenecer a este mundo.

Si pedimos a cualquier occidental que piense en algún cineasta japonés, el primer nombre que con seguridad le vendrá a la cabeza es el de Akira Kurosawa. Sin embargo, como todos los genios, el director de Shinagawa tuvo sus predecesores. Uno de los más importantes fue Kenji Mizoguchi, un prolífico director que despachó más de setenta películas solo entre los años 20 y 30 y que, en 1954, adaptó para la gran pantalla una obra escrita en el siglo XVII por Chikamatsu Monzaemon. Titulada para el resto del mundo como Los amantes crucificados, la cinta narra la historia de otro matrimonio que se rompe. En cualquier caso, en esta ocasión el drama es una simple excusa para hablar de un nuevo amor que brota entre las convenciones sociales y de los terribles sacrificios que la sociedad del Japón feudal imponía a la mayoría de sus habitantes.

Mohei, empleado del encargado de la confección del calendario imperial, desea en secreto a la mujer de su señor. Un rocambolesco malentendido que logra mezclar sutilmente atracciones personales e intereses de algunas de las familias más poderosas de la nación, acaba obligándole a huir de su hogar para proteger a su amada. Inmediatamente, los fugados y todos los que rodean a un samurái de posición tan importante se ven amenazados por la mancha del deshonor. La palabra maldita en el Imperio del Sol Naciente.

La huida de los amantes crucificados sirve de recorrido a través de los tabúes de una de las sociedades más rígidas que jamás haya existido sobre este planeta; pero también como vehículo para acercarse a unos bucólicos paisajes que Mizoguchi representa con el talento de los grandes artistas plásticos. Cada encuentro, cada posada y cada padre avergonzado le sirven de excusa para acercarse a las formas de los famosos grabados que dieron a conocer Japón a los occidentales incluso antes que el cine.

Mizoguchi hizo de la transición de su país hacia la modernidad uno de sus grandes temas. Murió prematuramente, a la edad de 58 años, justo cuando películas como Chikamatsu Monogatari estaban al fin brindándole el reconocimiento que merecía. Considerado el más oriental de los grandes directores japoneses, sus películas entremezclan la ancestral historia de su nación con muchos de los traumas de una sociedad marcada por los desvaríos nacionalistas del siglo XX. Como cineasta, jamás alcanzó, ni probablemente alcanzará, la notoriedad de su compatriota Kurosawa; y, sin embargo, películas como Los amantes crucificados demuestran que Mizoguchi era un maestro de la dirección capaz de diseccionar su propio mundo y exponer un arte puramente visual al mostrarnos sus entrañas.

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