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Cinefórum CLXXIV: A sangre fría

De acuerdo: al final, lo que importa de El irlandés es que la dirige Martin Scorsese y que la interpretan Robert DeNiro, Al Pacino y Joe Pesci. El hecho de que se base en un libro de no ficción ha pasado bastante desapercibido en general; y es algo que no es precisamente trivial, puesto que debería convertir la película de Scorsese en un relato más o menos fidedigno y verídico de la mafia estadounidense. Sin embargo, como suele suceder, parece que ese supuesto naturalismo o realismo deja lugar a la ficción. En esas complejas fronteras entre la ficción y la no ficción se movió como pocos, o tal vez como ningún otro, Truman Capote. A sangre fría, libro de 1966, contaba el brutal asesinato de una familia americana tratando de apegarse todo lo posible a lo sucedido. Decía Capote que «cada palabra es verdad», algo discutido a día de hoy. El caso es que esa misma dimensión verista impregnó todas las decisiones tomadas a la hora de llevar la historia a la gran pantalla solamente un año después, en 1967. El título no cambió, A sangre fría.

Dirigida por Richard Brooks, al que seguramente se recuerde por La gata sobre el tejado de zinc, la película tiene como objetivo ser lo más parecido a un documental sobre el caso que alguien pueda ver. La maravillosa fotografía en blanco y negro, los actores poco conocidos, el guion tan fiel como fuese posible a la novela y, sobre todo, la utilización de las localizaciones reales le dan a la película una cualidad de testimonio pocas veces lograda. En el caso de las localizaciones la cosa llega al punto de usar la misma granja en la que la familia Clutter fue asesinada. No deja de haber algo casi mágico en el hecho de ver recreados unos sucesos tan incomprensibles en el mismo lugar en el que sucedieron, como si estuviéramos ante un antiguo ritual que trata de acercarnos a la realidad de los mismos.

Y es que al final lo que importa en A sangre fría es tratar de acercarse a un crimen incomprensible y arrojar algo de luz sobre sus posibles motivos. Las respuestas siempre van a ser, por supuesto, insuficientes en los detalles. Los dos criminales, magistralmente interpretados por Robert Blake y Scott Wilson, se convierten en unas figuras por las que es difícil no sentir lástima: consecuencias de un sistema que los arrastra al crimen y el asesinato, son tanto víctimas como verdugos. La mirada es fría, pero no por ello imparcial: busca denunciar los sucesos tanto como sus causas y esto consigue, en gran parte, gracias a que sabemos que lo que vemos no solamente pudo suceder, sino que efectivamente sucedió.

Merece cerrar estas escasas líneas reconociendo el claro posicionamiento de Richard Brooks, también guionista de la cinta, con respecto a la pena de muerte. Gracias a algunas escenas creadas al efecto, a la inclusión de un personaje periodista que no existe en el original y a su trabajo de dirección, es imposible que el espectador no tenga la sensación de que el ojo por ojo, la pena capital, no sirve para absolutamente nada. Esos asesinos abyectos terminan siendo un subproducto de la misma sociedad que creó a la aparentemente perfecta familia Clutter. Tan inocentes de su maldad como aquellos de su bondad, el asesinato no deja de ser tan terrible en un sentido como en el otro, con la diferencia de que uno de ellos es sancionado por las leyes y el pueblo, mientras el otro causa un revuelo casi sin fin. En Kansas, en realidad, no se ha ejecutado a ningún reo desde 1965, cuando cuatro de ellos fueron colgados; entre ellos Richard Hickock y Perry Edward Smith, protagonistas de A sangre fría y vehículos por los que la película nos habla de nuestra sociedad, de sus fallos y carencias, de la tensión a punto de estallar y de nosotros mismos. Y todo ello con conciencia social, sin dar respuestas fáciles y sin caer en el maniqueísmo. A sangre fría es una auténtica maravilla del séptimo arte, vaya.

Ismael Rodríguez Gómez
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