En 1963, once años antes de que Salvador Puig Antich y Georg Michael Welzel tuviesen la desgracia de despedir para siempre el empleo del garrote vil en España, Luis García Berlanga rodó El verdugo. Una obra maestra que demuestra la capacidad del director valenciano para transformar los guiones de Rafael Azcona en radiografías críticas de la España franquista; en crónicas fílmicas que resisten el paso del tiempo y nos hablan, medio siglo después, del presente de nuestro país.
El protagonista de la película, José Luis (interpretado por Nino Manfredi), es exactamente lo contrario al de Hud: El más salvaje entre mil. La semana pasada, en el oeste americano, Paul Newman conspiraba para usurpar la posición de su padre; en realidad, su eléctrico personaje solo era fiel a la botella de güisqui. Ese mismo año, Berlanga bautizaba a su protagonista con su propio nombre, el más normal del mundo, y le obligaba a aceptar resignado el trabajo y la hija del verdugo después de que les sorprendieran pecando en la casa familiar.
El resultado del enredo es una comedia aparentemente ligera que, sin embargo, va colocando sutilmente cargas de demolición en los cimientos de la sociedad tardofranquista: para convertirse en funcionario, incluso para ser verdugo, en España era necesario tener un padrino; llegaba entonces el momento de mover hilos para conseguir un piso de protección oficial. La joven pareja, ahora completa con hijo y abuelo, vive feliz en una casa luminosa, con un salón que tiene un parchís y está decorado con una copia de Las puertas del paraíso. Admiramos el milagro del costumbrismo español y, de repente, el horror. De repente, el trabajo.
Ejecución en Mallorca, lugar idóneo para contraponer el trabajo medieval del verdugo al destape y las suecas. Entre playas, excursiones cutres y guateques, José Luis se gasta tranquilamente sus dietas mientras llega el indulto; es tan bondadosamente español que aún está convencido de la gracia del régimen que Berlanga no podía nombrar y que, con maestría, delimitaba a base de silencios e insinuaciones. Es la distinción de las mejores comedias: de repente, por un momento se nos borra la sonrisa de la cara.
Tras el esperpento, el verdugo abandona arrasado las islas. Su familia le espera en la cubierta de un barco destartalado, lleno de cajas, gallinas y serrín. Carmen se abanica con el niño en brazos y el abuelo recoge los hierros que acaban de quitarle la vida a un pobre hombre. José Luis reniega de sus herramientas y jura que no volverá a usarlas nunca más. Un yate lleno de turistas pasa al lado del ferry con la música a todo volumen. Las carcajadas de los guiris se mezclan con el monólogo del verdugo: nunca más, no volverá a ocurrir. Pero más de una década después, dos hombres murieron vilmente en aquella terrible silla de madera. Porque la España de Franco era un lugar en el que se trataba a los hombres como si no lo fueran; por eso resulta admirable que algunos se alzaran sobre ella como hizo Berlanga.
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