La venganza es una motivación, un sentimiento especial: se distingue por ser, al mismo tiempo, inmoral, comúnmente ilegal y a la vez comprensible, terriblemente comprensible, para todos los demás, que conectamos con quienes la persiguen (quizá más que con quien finalmente la alcanza), mientras nos tratamos de convencer de que nosotros nunca llegaríamos a esos extremos. En el cine, la venganza se convierte en un motor que puede funcionar con gasolina a base de sorna y ritmo frenético, como sucedía la pasada semana en El caso Slevin; por supuesto, también puede carburar con la vieja gasolina de plomo, a base de crudeza, como en los Bajos fondos (Underworld U.S.A.) de Samuel Fuller, una de esas figuras del cine norteamericano en las que merece la pena detenerse.
Fuller nació en Massachusetts un par de años antes del estallido de la Primera Guerra Mundial y murió hace algo más de dos décadas, en 1997. Fue un artista propio del siglo XX norteamericano, entregado a la unión de la imagen y la palabra, y se ganó los títulos de escritor, guionista, director y, por tanto, de cineasta. El bajo presupuesto de la mayoría de sus proyectos de género no impide que sus películas sean profusamente citadas en esas listas que los medios y los amantes del séptimo arte demandan cada quince días a tótems de la industria como Martin Scorsese, uno de sus grandes admiradores.
Es fácil entender por qué al ver Bajos fondos (Underworld U.S.A.), una magistral pieza del neo-noir que dedica unos pocos minutos a la infancia, adolescencia y reclusión de Tolly en diversas instituciones penitenciarias, al quedar marcado tras presenciar el asesinato de su propio padre en un oscuro callejón. Luego, asistimos durante hora y media al cumplimiento de una venganza que llevará a las últimas consecuencias la mente de un hombre enfrentado a los mafiosos que le arrebataron la inocencia.
Con una capacidad deslumbrante para contener la agresividad de aquellos Estados Unidos en los que la ley se metía cada noche en la cama junto a criminales de diverso pelaje, Cliff Robertson nos convence de la capacidad de su personaje para imponerse a los tipos más duros, inteligentes y despiadados del sindicato del crimen. Sin duda, Fuller tenía material de sobra para construir el arquetipo de su brillante obsesión, capaz de confundir al hampa y las autoridades, en la trilogía de James Ellroy en la que basó su guion; sin embargo, al espectador arrebatado le queda claro que el alma de esta película que exprime cada dólar de presupuesto es el genio de un gran director capaz de reflejar una verdadera pasión. La de Tolly, es el hambre del prisionero con una vida rota y demasiado tiempo para pensar; una simple y genuina sed de venganza.
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