La adolescencia es una etapa de la vida peculiar. El choque de trenes hormonales que se producen en nuestro interior, combinado con el ímpetu y la fragilidad propias de la condición, además las circunstancias que a cada uno acompañan, hacen de esta parte de la vida un buen material para el nacimiento de episodios memorables. Así, mientras que la semana pasada asistíamos a la trágica historia, basada en hechos reales, de un grupo de adolescentes alemanes convertidos en bisoños soldados nazis en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, esta semana damos un volantazo para ir a la Texas profunda de los años cincuenta.
The Last Picture Show, dirigida por Peter Bogdanovich y basada en la novela de Larry McMurtry, transcurre en un pequeño pueblo tejano donde la desidia rutinaria y las frecuentes tormentas de polvo difuminan los horizontes de tres adolescentes que, poco a poco, descubren el mundo que verdaderamente les rodea mientras se descubren también a sí mismos.
Sonny (Timothy Bottoms), Duane (un jovencísimo Jeff Bridges) y Jacy (una debutante Cybill Sheperd) son la punta del iceberg de un curioso mosaico de personajes que retratan, con punzante crítica, las convenciones morales de la sociedad rural norteamericana de mediados del siglo XX.
Como bien indican los tráileres primitivos, La última película no va de una historia en concreto, va de un estado de ánimo, un aturdimiento decadente, una desorientación ante el futuro, una insatisfacción con el presente, una melancolía del pasado, una inocencia velada por la bravura adolescente… Cada personaje arrastra sus demonios y todos se entrelazan en un lienzo en blanco y negro (así aconsejó que fuera Orson Welles al director de la cinta) donde sobresale la potencia visual de Robert Surtees a los mandos de la fotografía y la maestría en el movimiento de cámara de Bogdanovich.
The Last Picture Show fue rodada en 1971 y aunque fue reconocida ya en su época como una obra de arte con mayúsculas (con unas interpretaciones premiadas), podemos aventurar el shock que pudo suponer para más de un tejano el oscuro reflejo que le devolvía la gran pantalla. De igual manera, cabe la reflexión acerca de las diferencias y similitudes, no solo entre estas adolescencias y las de la anterior Die Brücke (ya que también hay parecidos, y muchos), sino también entre las aquellas y las actuales. Porque, si algo tienen en común todas, ellas es la falta de comunicación, en ambos sentidos, entre adolescentes y adultos. O incluso más que la falta de comunicación, el miedo; el miedo a esa comunicación, a reconocer las dudas de unos, a desnudar los errores que otros cometieron en el pasado.
Porque, no nos olvidemos, hemos visto dos películas muy diferentes, protagonizadas por dos grupos de adolescentes muy alejados y que, si bien con su propia idiosincrasia, estaban condenados irremediablemente a vagar por los caminos marcados por unos adultos que no terminaban de serlo.
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