En el cine, como en cualquier otro arte, no existen fórmulas que aseguren el éxito. Puede haber ecuaciones cuyos elementos favorezcan, estadísticamente, unos resultados a posteriori más o menos satisfactorios, pero siempre aparecerá esa excepción que confirme la infalibilidad de la regla. Sin ir más lejos, en nuestro anterior cinefórum comprobamos que cuando una película apunta mal desde su propia concepción, solo puede ser redimida si es suficientemente consciente de sus defectos como para convertirlos, valga la contradicción, en virtudes. Vale, decir que Deathstalker II trasmuta su naturaleza cutre en ventaja quizá sea una aseveración demasiado indulgente, pero desde luego sí que hace buena la máxima comentada por Ismael Rodríguez de que a veces una película «es tan mala que termina siendo buena». Al menos si de lo que se trata es de echarse unas risas con los colegas.
Nuestra invitada de hoy, Flash Gordon (1980), contaba a priori con todos los ingredientes necesarios para triunfar: adaptaba a un conocido personaje de cómic y televisión, y lo hacía en el momento de mayor éxito comercial cinematográfico de la space opera gracias a La guerra de las galaxias de George Lucas; tenía un director interesante, Mike Hodges, y una producción potente salida del bolsillo de Dino De Laurentiis (treinta y cinco millones de dólares frente a los dieciocho de El imperio contraataca, estrenada ese mismo año); lucía un reparto con alguno de los rostros más resultones del momento (Sam J. Jones, Melody Anderson) y unos secundarios de lujo (Max von Sydow, Chaim Topol, Timothy Dalton, Ornella Muti); y además, la banda sonora estaba firmada por Queen, lo cual tanto aquí como en la galaxia más lejana solo podía ser sinónimo de acierto cósmico. Sin embargo, el batacazo de la película aun reverbera a años luz de la Tierra.
Es difícil separar los caminos de Flash Gordon y Star Wars: en primer lugar, porque el cómic original de Alex Raymond fue una de las principales influencias de Lucas para crear su saga galáctica (de hecho, unos años antes había recibido una respuesta negativa de De Laurentiis ante su voluntad de llevar al personaje a la gran pantalla); y en segundo, porque paradójicamente el proyecto acabó siendo concebido al rebufo del éxito de esta y con la expectativa de poder competir directamente con ella en taquilla, para lo cual se llegó a contactar con cineastas de la enjundia de Federico Fellini. No obstante, así como Star Wars consiguió darle la vuelta a todos sus problemas de partida (poca confianza del estudio, retrasos en el set, tibia implicación de los interpretes…) hasta convertirse en el mayor fenómeno cinematográfico de la historia, la película de De Laurentiis pareció verse condenada a una especie de maldición provocada por su rechazo al joven Lucas, pasando a los anales del celuloide como uno de los grandes fiascos de su época. Flash Gordon recaudó veintisiete millones de dólares (la mayoría en Reino Unido), cifra notablemente inferior a la invertida y, por tanto, condena capital con la que decapitar cualquier opción de capítulos venideros.
Comentemos lo evidente: el guion de Lorenzo Semple, Jr. (Batman, Papillon, King Kong) no es precisamente un conjunto de virtudes. Partiendo de la surrealista premisa de las viñetas (intentando salvar la Tierra, un famoso jugador de fútbol americano acaba encaramado a un cohete que le lleva al planeta Mongo –evitemos chistes fáciles-, donde las circunstancias lo convertirán en un héroe enfrentado al malvado emperador galáctico Ming), la historia avanza a trompicones y de forma un tanto confusa, trufada de pasajes dispersos y diálogos infantiloides, hasta el típico final climático de blockbuster para todos los públicos. Las interpretaciones de la pareja protagonista no ayudan precisamente a darle consistencia al asunto, y el tono churrero de los efectos especiales parece el detonante definitivo para enviar el conjunto a un agujero negro.
Pese a todo esto, parte de la crítica recibió amablemente la película (incluyendo nominaciones a los premios BAFTA y Saturn), al entender su espíritu estrambótico (a lo que ayudaba su estética comiquera y unos decorados dignos de ser reciclados para Los mundos de Yupi) como un voluntario homenaje al personaje original y a la serie televisiva de los años treinta. No en vano, De Laurentiis había concebido el film con un tono autoparódico apreciable en el diseño de producción y en sus injerencias en el guion. Que una audiencia como la ochentera, especialmente receptiva a propuestas psicotrópicamente alocadas, no conectase con Flash Gordon tiene algo sorprendente, y más aún si pensamos que hoy en día ese espíritu pulp y kitsch (y el poder de la nostalgia, claro) es lo que la ha convertido en un título de culto.
Pero es que es inevitable juzgar la cinta de Mike Hodges en su contexto, y más si se quiere entender las razones de su fracaso. Flash Gordon surge en pleno amanecer de la nueva ciencia ficción y fantasía audiovisual, y la propia comparativa con títulos contemporáneos es lapidaria. Piensen si no en Superman (Richard Donner, 1978), Alien (Ridley Scott, 1979) o El imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980). Por sus resultados artísticos, Flash Gordon parece la versión camp de La guerra de las galaxias. Aunque puede que su principal problema no sea tanto ese, como que se quedó varada en tierra de nadie. Puede que, volviendo a lo que dijimos al principio, se trate de un film que pese a sus defectos, no es lo suficientemente malo como para que lo podamos considerar bueno.
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