Después de ver Sundown: The Vampire in Retreat (Anthony Hickox, 1989), una comedia vampírica de serie b, era imposible no continuar con la que es, por sus logros artísticos y la entidad de su realizador, la parodia por antonomasia de esta temática: El baile de los vampiros (1967), de Roman Polanski.
Tras alcanzar fama internacional con personalísimos títulos como Repulsión (1965) o Cul-de-sac (1966), el director franco-polaco decidió dar el salto a Hollywood con su primera película en color, de producción británico-estadounidense y con la que quería parodiar los films de terror tan en boga entonces de la productora Hammer. Estamos en 1967 y es justo el momento previo a la tempestad personal que azotaría la vida del cineasta.
La historia, coescrita por Polanski junto a su por entonces guionista de cabecera, Gérard Brach, nos cuenta las peripecias de dos desastrosos cazavampiros en su viaje por Transilvania: uno de ellos es el histriónico profesor Abronsius, trasunto cómico del Van Helsing de Bram Stoker con el aspecto de un Albert Einstein despistado (y que sería interpretado por un magistral Jack MacGowran), personaje que se apodera de todas las escenas en las que aparece; el otro es Alfred, el ayudante del profesor, interpretado por el propio Roman Polanski y quien despacha una actuación discreta pero efectiva sustentada fundamentalmente en su comicidad gestual. Uno de los aciertos de la película es precisamente la química entre estos dos personajes, cuya relación en cierta manera supone una reedición de la eterna pareja Quijote – Sancho Panza, en esta ocasión en un periplo que les adentra, sin ellos saberlo, en el corazón de las tinieblas. Entre los personajes secundarios destaca el majestuoso conde Von Krolock (genial Ferdy Mayne), un canónico vampiro aristocrático de parentela no reconocida con Drácula y de ironía tan afilada como sus propios colmillos; el hormonalmente alterado Shagal (hilarante Alfie Bass), posadero vampirizado para su propio deleite libidinoso; así como su hija Sarah (sosa pero deslumbrante Sharon Tate), arquetipo femenino clásico de terror, a medias entre objeto del deseo y de la perdición de los personajes masculinos.
Narrativamente, El baile de los vampiros está lejos de ser una película redonda. Comienza renqueante, con un pasaje inicial en la posada demasiado disperso, lo que hace que al espectador le cueste situarse. Sin embargo, superado ese bache, las piezas del puzle empiezan a encajar silenciosamente y cuando la pareja protagonista llega al castillo del conde Von Krolock, es imposible no sentirse hechizado por la fantasmagórica historia cual víctima de la mirada de un no muerto. Porque pese a su condición de sátira, el encorsetado guion va saliendo a flote impulsado por los aspectos técnicos del film, todos encaminados a crear zozobra y extrañeza: véase la desasosegante dirección de Polanski, la fría fotografía de Douglas Slocombe, la hipnótica partitura de Christopher Komeda o el logradísimo diseño de producción de Wilfred Shingleton. A esto ayuda además la concepción cómica del film, basada fundamentalmente en gags mudos (con la impronta del slapstick) que contribuyen a acrecentar esa atmósfera general de oscura ensoñación. Y es que si decíamos que uno de los grandes aciertos del film era la conexión en pantalla de su pareja protagonista, el otro es que, como toda buena parodia, la película consigue funcionar dentro del género que satiriza. Es, por tanto, sátira y homenaje a partes iguales. De hecho, ofrece escenas verdaderamente aterradoras como la del ataque del conde a la hija del posadero mientras se baña, la cual ha pasado a la historia del cine de terror por su plasticidad y lirismo visual.
El baile de los vampiros, traducción española literal del título británico, Dance of the Vampires, fue un rotundo fracaso en Estados Unidos, donde se presentó como The Fearless Vampire Killers or: Pardon Me, But Your Teeth Are in My Neck (Los valerosos caza vampiros, o perdón, pero sus colmillos están en mi cuello). Con este título y subtítulo nos hacemos una idea de la ligereza con la que se intentó vender la película en tierras yanquis, a lo que hay que añadir un error esencial: su distribuidor transoceánico, Martin Ransohoff, presentó un desastroso montaje diferente al de Polanski, se dice que como vendetta personal hacia el director por robarle a su representada, Sharon Tate, con quien se casaría un año más tarde. En Europa, donde se exhibió la versión original, la respuesta de crítica y taquilla fue mucho más positiva.
Sea como fuere, de lo que no cabe duda hoy en día es de que las virtudes de El baile de los vampiros, film nacido como menor por su condición de parodia-homenaje, lo han hecho trascender, incluso por encima de sus propios defectos, hasta convertirlo en una referencia de culto indiscutible del cine de vampiros. A fin de cuentas, es una película que debemos juzgar bajo la sombra del mito que representa. Ya lo decía el conde Von Krolock, y nosotros nos hacemos eco aquí de sus palabras: «Soy un ave nocturna, francamente no valgo gran cosa durante el día».
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