Conan Doyle, detective. De cómo Sherlock Holmes intentó dar caza a Jack el Destripador (y no pudo)
Para frustración de muchos, los relatos de Sherlock Holmes ignoraron los asesinatos de Whitechapel, unos acontecimientos tan definitorios y representativos del Londres tardovictoriano como el propio detective. El terrible descuartizamiento de (al menos) cinco prostitutas del East End londinense en el otoño de 1888, revolucionó la Inglaterra del momento, convulsionó medio mundo y en cierta medida anunció de forma abrupta la inminente llegada del violento siglo XX. Con Jack el Destripador hacía aparición un asesino en serie que parecía dar la réplica a la presentación en sociedad del primer detective moderno, un año antes (Estudio en escarlata). ¿Pero realmente el investigador más brillante de su tiempo no se enfrentó con el mayor criminal de su tiempo?
Pensando en Sherlock Holmes
Parafraseando a Borges, no viene mal, de tarde en tarde, acordarse de Sherlock Holmes y más en estos tiempos que corren en los que los C.S.I. televisivos resuelven casos con medios dignos de Bill Murray y los Cazafantasmas. Y es que resulta mucho más interesante, por improbable que fuese, el deslumbrante proceder del inmortal sabueso creado por el escritor escocés sir Arthur Conan Doyle: a Sherlock solo le hacía falta la observación y el razonamiento deductivo para dar caza a las más peligrosas mentes criminales de su época. Llegaba a la escena del crimen fumando en pipa (¿a quién le importa estropear las pruebas?), daba una vueltecilla ensimismado en sus pensamientos (pobre del que osase distraerle) y, de repente, ante la estupefacción del personal (especialmente del pardillo Dr. Watson y del inepto inspector Lestrade), sentenciaba algo parecido a lo siguiente: «El asesino es un varón de 40 años, exconvicto, de tez cetrina, con una leve cojera en su pierna izquierda, que fumaba un cigarro de Tiruchirapalli y que cometió el crimen por amor». Chúpate esa, Grissom.
Pero es que Sherlock Holmes era un hombre extraordinario. No solo sacaba partido a su peculiar método profesional gracias a una inteligencia excepcional, sino que lo completaba con una serie de habilidades inclasificables. Excelente boxeador y esgrimista, actuaba y se disfrazaba como el mejor Mortadelo haciendo del arte del engaño y la simulación un arma infalible para atrapar a los cacos. Además, ponía en práctica peculiares teorías acerca del ejercicio intelectual, como la referida a la proporción en la que los diferentes saberes ocupaban su cabeza: «Es de la mayor importancia –argumentaba– que los datos inútiles no desplacen a los útiles». Ahí tenéis: el primer alumno de la E.S.O. ya en el s. XIX.
La deslumbrante personalidad de Holmes se completaba con otros rasgos peculiares como su costumbre de tocar el violín, su peligroso apego por la morfina y la cocaína como remedio para paliar el tedio que le provocaba la falta de retos intelectuales, o su prácticamente inexistente vida sentimental. Respecto a este último punto, se ha escrito mucho sobre su supuesta misoginia y su posible relación homosexual con Watson, pero nada que pueda considerarse cierto: Holmes ignoraba a las mujeres porque le suponían una distracción intrascendente para sus preocupaciones detectivescas (no podía ser perfecto), y con Watson lo que le unía era una profunda amistad basada en el respeto y la admiración mutua («los hechos son los hechos, Watson, –le comentó en una ocasión a su amigo– y, al fin y al cabo, usted no es más que un médico general, con experiencia muy limitada y un historial académico mediocre»). Su posible homosexualidad queda en entredicho al saber que el Dr. Watson contrajo matrimonio tres veces, quedando viudo otras tantas (¿por qué su amigo no investigó nunca esa facilidad que tenía el bueno de Watson para acabar con sus esposas?). Y, si bien es cierto que a Sherlock no se le conoció mujer alguna, no lo es menos que dejó manifiesta constancia de su admiración por la que él consideraba «La Mujer»: ¿Mónica Belluci? No, Irene Adler.
Desde el infierno, Mr. Holmes
Todo en Sherlock Holmes provoca fascinación: su método profesional, su inteligencia, sus rarezas… Y pese a que su enigmática figura ha sido estudiada en profundidad, siempre esconderá algún misterio por resolver. En este caso el que nos interesa es el de su papel en la investigación de Jack el Destripador.
¿Cómo es posible que el detective más brillante de su tiempo no haya podido dar caza al asesino más famoso de su tiempo? De acuerdo, Sherlock Holmes es un personaje de ficción y Jack el Destripador fue una persona real, pero algo que ha caracterizado a ambos es que estas respectivas condiciones parecen haberse intercambiado, por lo que no debería extrañar que sus acciones hubiesen acabado por encontrarse de alguna manera.
Mientras el Destripador se ha convertido en el imaginario colectivo en una figura borrosa, Sherlock proyecta la imagen reconocible de un icono luminoso y universal. La deslumbrante personalidad de Holmes nos sigue cautivando porque conecta con lo más profundo del ser humano, lo que lo hace más real que el mito de un asesino escondido entre las sombras de su leyenda. Por eso, irracionalmente, esperamos que las acciones del Gran Detective traspasen las páginas de los libros. Porque creemos en Sherlock. Y confiamos en él. In Holmes We Trust.
Pero en el Canon sherlockiano no encontramos ni rastro del duelo entre Holmes y el Destripador. Ha tenido que ser el infatigable e imaginativo mundo del pastiche (novelas, cómics, películas, videojuegos) el que haya compensado esa falla, demostrando que se trataba de una contienda demasiado poderosa e inevitable como para pasarla por alto. De hecho, el propio Conan Doyle tampoco la pasaría.
Conan Doyle, detective
Como experto criminólogo que era, Doyle se sintió interesado por el caso del Destripador y el enigma de su identidad. No sería la única vez en la que participase públicamente en una investigación criminal, ni tampoco en la que a una celebridad se le pidiese ayuda en ese caso. El propio escritor tomó partido en multitud de asuntos criminales (como queda perfectamente documentado en el libro de Peter Costelo al que le roba el título este artículo) y además formaría parte del Crime Club (El club de los crímenes), exclusiva sociedad dedicada al estudio de célebres delitos históricos y contemporáneos. Por su parte, las autoridades reclamarían en el caso de Whitechapel la participación de otros insignes victorianos, como el médico Joseph Bell, modelo real en el que se inspiraría Doyle para crear a Sherlock Holmes, o su colega Henry Ducan Littlejohn.
En el otoño de 1888, durante los sucesos del Destripador, Conan Doyle era un joven escritor en ciernes que empezaba a paladear las mieles del éxito y la fama gracias a la publicación un año antes de la primera aventura de Holmes: Estudio en escarlata. En ella había creado al mejor de los investigadores, a un maestro de la observación y la deducción, de la lectura de huellas, la criptografía, la semiótica y la ciencia forense, con lo que resultaba lógico que su opinión acerca de los crímenes de Whitechapel fuese tomada en cuenta.
Doyle se sumó desde el principio a los que fijaron su atención en los supuestos conocimientos anatómicos del asesino y sugirió a las autoridades, siguiendo la línea mortadélica típica de Sherlock, mandar a agentes disfrazados de prostitutas para tender una trampa al Destripador. De hecho, a Doyle se le atribuye el origen de la teoría del Jack femenino: la que apunta a que el asesino en realidad era una mujer y que explicaría así la facilidad para acercarse a sus víctimas y el hecho de que estas no hubieran sido agredidas sexualmente.
Junto a sus colegas del Crime Club, Doyle siguió los pasos de Jack por las peores calles del East End y, en diciembre de 1892, visitó además las instalaciones del Black Museum de Scotland Yard, donde le llamaría la atención una fotografía de la última víctima, Mary Jane Kelly, así como una carta y una postal escritas en tinta roja y firmadas por el asesino. Las misivas, enviadas a la Agencia de Noticias y remitidas posteriormente a la policía, estaban fechadas con posterioridad a los dos primeros asesinatos (25 de septiembre y 1 de octubre respectivamente) y por su estructura interna se deduce que fueron escritas realmente por el Destripador. No se hicieron públicas en el momento, pero en ellas se vaticinaban detalles de los que serían los dos siguientes homicidios: el de Elisabeth Stride y el de Catherine Eddowes. Ambos documentos desaparecieron del museo poco después, para ser devueltos, anónimamente, justo pasado un siglo desde los crímenes (1988).
En base de esos textos, Conan Doyle contó a un periodista norteamericano en el verano de 1894 cuál sería el proceder de Sherlock Holmes: dedujo que el asesino era estadounidense (por el uso de americanismos en su forma de expresarse) y que estaba acostumbrado a escribir con pluma (por su caligrafía), y propuso llevar a la práctica algo que en realidad ya había hecho la policía metropolitana en pleno otoño del terror (concretamente el 3 de octubre de 1888) con resultados intrascendentes: imprimir y publicar reproducciones facsimilares de la carta y de la postal para motivar un cotejo popular de su caligrafía. La diferencia fundamental que proponía Doyle, y que pasó por alto la policía entonces, era la de acompañar este proceder con un análisis caligráfico, algo que habría sido de más ayuda.
Como es sabido, nunca se capturó a Jack el Destripador. Y desde entonces, las teorías explicativas acerca de su identidad no han hecho más que crecer. No obstante, se puede decir que dos de ellas encajarían más o menos con las pesquisas del novelista: la de Francis Tumelty, médico norteamericano de ascendencia irlandesa, la cual tomaría fuerza desde 1995 con los estudios de Stewert Evan y Paul Gainey (The Lodger); y la de Jill la Destripadora, una supuesta abortera que con los crímenes habría tratado de ocultar sus propios errores. Un balance bastante pobre para al creador del mejor detective que se recuerda.
Conan Doyle en las sombras
Una de las múltiples peculiaridades de la vida de Conan Doyle fue su interés y progresivo acercamiento al espiritismo, especialmente desde el prematuro fallecimiento de su hijo Arthur Alleyne Kingsley en la guerra. De hecho, el escritor estaba convencido de que la policía debía acudir más a menudo a la clarividencia para intentar solucionar sus casos. Célebre es el apoyo público que hizo a la autenticidad de las fotografías de las hadas de Cottingley, o cómo se valió de un médium para dar con el paradero de Agatha Christie en 1926 tras la extraña desaparición de la novelista en Sunningdale (Berkshire). Así que en este contexto más digno de la nave del misterio que del racionalismo de Holmes habría que situar el interés que suscitó en Doyle una de las explicaciones esotéricas de los asesinatos de Whitechapel: la de Robert James Lee.
Espiritista cristiano que disfrutaba del favor de la reina Victoria (quien en aquellos días andaba obsesionada por comunicarse con su difunto marido Alberto a través de algún tipo de walkie-talkie del más allá), Robert James Lee experimentó confusas visiones acerca de uno de los hombres de confianza de la monarca. Ignorado por la policía y asustado por los asesinatos y por sus inexplicables percepciones relacionadas con ellos, se fue junto a su esposa a pasar una temporada en el extranjero. A su vuelta, un encuentro fortuito en un tranvía con un desconocido le hizo revivir sus funestas sensaciones. Tuvo la certeza de que aquel hombre era Jack el Destripador. Lo siguió y descubrió que se trataba del doctor William Gull, médico real y protagonista de una de las teorías más arraigadas entre los estudiosos del tema.
Sin embargo, William Gull no es la única persona famosa de la época sobre la que han recaído las miradas de los riperólogos. Otros como el príncipe Alberto Víctor, nieto de la reina, el pintor William Sickert, o incluso el escritor Lewis Carrol engrosan una lista de celebrities bajo sospecha a la que recientemente se le ha sumado nada menos que el propio Conan Doyle.
Una nueva teoría, esgrimida por el grafólogo español Jesús Delgado, sitúa al creador de Sherlock Holmes tras la máscara del Destripador. A esta sorprendente conclusión se llega en base a las similitudes entre la letra de una de las cartas del asesino (la misiva encabezada por el famoso «desde el infierno, Mr. Lusk») y la del novelista. Para refrendarla, además, se arguyen detalles personales de Doyle como sus conocimientos anatómicos (era médico de profesión) o su posible carácter violento (hay quien dice que está detrás de la muerte de Bertram Fletcher Robinson, supuesto autor verdadero de El sabueso de los Baskerville).
Desde luego, todo esto explicaría el poco éxito de Doyle en la investigación del caso, aunque no dejaría de ser llamativo que el asesino, es decir, el propio escritor, hubiese sido desenmascarado finalmente gracias a una de las tácticas que voluntariamente había propuesto: la del análisis grafológico.
La (otra) derrota de Sherlock Holmes
Si analizamos sus relatos canónicos, Sherlock Holmes tan solo fue derrotado en una ocasión: en Escándalo en Bohemia, donde pierde su enfrentamiento contra la inteligencia suprema de Irene Adler.
Así pues, no fue ni ante ese Napoleón del crimen que era el profesor Moriarty, ni mucho menos ante un criminal de segunda como Culverton Smith. La derrota le llegó a manos de ella, una mujer, La Mujer, lo que no deja de ser una deliciosa ironía que contradice (o justifica aún más) la supuesta misoginia del personaje. Sin embargo, a ese casi inmaculado currículum profesional de Holmes podríamos añadirle, en base a lo expuesto anteriormente, una nueva mancha, y no precisamente menor. La de Jack el Destripador.
Puede que Conan Doyle, ni siquiera a toro pasado, quisiese ensuciar la impecable imagen pública de su detective con un caso especialmente sensible para el público. O puede, como asegura un declarado sherlockiano como Enric González, que estuviese tan perdido como el resto de sus contemporáneos ante un asesino cuyos actos de maldad «moderna» carecían de una explicación racionalista lógica. Doyle podría haber hecho coincidir los crímenes del Destripador con el conocido como Gran Hiato de Sherlock Holmes, el periodo en el que de acuerdo a su biografía ficticia, el detective se encontraba fuera de Londres, entre su falsa muerte y su reaparición pública. Hubiese sido un truco maestro para justificar por qué en el juego metaliterario que siempre ha acompañado a Holmes este no se encontraba en Londres para enfrentarse a un poderoso adversario que actuaba en la realidad. Pero Doyle no lo hizo. Y no solo eso, si no que se pronunció públicamente en nombre de su «pupilo». Y los resultados, como ya hemos visto, fueron tan decepcionantes que recuerdan más al torpe proceder del inspector Lestrade que a la infalible lupa de Holmes. Una lástima. A fin de cuentas, parece que no todo iba a ser tan elemental.
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