Cuando el miedo es miedo y no confeti
Decía el escritor estadounidense Howard Philips Lovecraft eso de «la emoción más antigua y fuerte de la humanidad es el miedo». Quizás sea ese el motivo por el cual, en esta especie de circo al que llamamos existencia, vivimos rodeados de referencias y alusiones puntiagudas que nos devuelven continua e irremediablemente a la senda de esas cinco letras. No hay duda, el miedo, es uno de los integrantes de la selecta lista de recurrentes temas que nutren de sustancia las llamadas siete artes. Como también lo son, claro, el amor y la muerte. ¿Qué película, libro o cuadro no habla en último término de alguno de ellos?
La constante sobreexposición a esos elementos nos empuja de manera irremediable a aborrecer todo lo relacionado con esas ideas. No por los conceptos en sí, sino por la representación prototípica y repetitiva que los rodea siempre. Para muchos de nosotros, las ideas de miedo, amor y muerte (entre otras muchas) vienen desde hace tiempo acompañados de un chillido penetrante e incesable, por la cantidad de dosis (en su mayoría huecas) que las películas, libros y demás nos han inyectado en vena. Dosis que, casi nunca, saben a nada nuevo.
Sin embargo, a veces, se produce un pequeño milagro que hace que esos chillidos (al igual que los corderos de Clarice Starling) dejen de sonar. A veces, en medio de esa vorágine tosca y repetitiva aparece una luz que abre un camino nuevo y, lejos de contribuir a esa aburrida uniformidad que rodea por costumbre esos conceptos, los conjuga con un aire tan insólito como extático. Como el paladar de aquel que, acostumbrado al vino de cartón, degusta una copa de Petrus. No es lo común, pero ocurre. Créanme.
Miedo (Editorial Acantilado), del austríaco Stefan Zweig (1881-1942), es esa copa de vino bueno. Esa que uno disfruta de principio a fin. En la novela, Zweig nos habla de miedo, sí, pero con una habilidad que le hace parecer la primera persona del mundo en hacerlo.
«Al bajar por las escaleras de la casa de la vecindad donde vivía su amante, Doña Irene volvió a sentir cómo se apoderaba de ella, en un instante, aquel absurdo miedo. De pronto, un negro torbellino comenzó a girar ante sus ojos, un frío terrible paralizó sus rodillas y tuvo que agarrarse a toda prisa al pasamanos para no caer de bruces».
Es así como comienza Miedo, una de las novelas de mayor plenitud del escritor vienés; también autor de Novela de ajedrez, Carta de una desconocida, Mendel el de los libros, Amok o Momentos estelares de la humanidad.
La protagonista de la nouvelle, Irene Wagner, es una mujer de clase alta, casada y rodeada de todo tipo de privilegios. Sin embargo, por algún motivo, insatisfecha. Un día, casi de modo repentino, inicia una relación con un joven y prometedor pianista. Sin pensar demasiado si fruto del deseo o (simplemente) de la fantasía que suscita todo lo prohibido. En la Viena de los años vente, el adulterio no era precisamente pecata minuta. Por ese motivo, y tras una serie de acontecimientos, Irene comienza a temer la idea de ser descubierta por su marido. El epicentro de la historia es ese miedo irracional y casi lunático que crece en Irene a medida que se suceden los días y que termina por devorar a la pobre cabeza pensante.
Todos hemos sido Irene alguna vez. Probablemente, sea ahí donde resida la genialidad del relato. En lo que tiene de todos nosotros. En la manera de convertirnos en parte implicada de la historia, de definirnos con ella y conjugarnos. Miedo es una atmósfera poética singular, donde el detallismo narrativo de Zweig (constante en su larga estela de obras literarias) se erige como el gran protagonista. La escena de la farmacia, en la que Irene lleva a cabo su plan de comprar el veneno, es el ejemplo perfecto de la minuciosidad narrativa de Zweig. La metáfora de la muerte con las gotas, las descripciones y la exactitud construyen un conjunto perfecto que hace de la secuencia el clímax de la novela.
«El boticario ya estaba contando las gotas, sacaba la morfina de un recipiente panzudo y la depositaba en un frasquito azul. Miró atentamente cómo la muerte pasaba de ese recipiente al otro más pequeño. Pronto saldría de allí y correría por sus venas».
Esa virtud del autor, tan definitoria, para dibujar con tanta humanidad y precisión los sentimientos y sensaciones de los personajes, hace que cobren vida y se sitúen en el mismo plano que nosotros; los convierte en una especie de espejo en el que conseguir reflejo es más una posibilidad que una locura. Algo que, por desgracia, no se puede decir de muchos autores. La identificación no es lo mismo que el reflejo.
«Por primera vez creyó entender el sentido de aquella oscuridad vacía, infinita. Ya no pensaba en su marcha y en la muerte, sino en cómo podría fundirse con ella sin llamar la atención, ahorrándoles a los niños y a sí misma la vergüenza de un escándalo. Fue repasando una a una todas las vías que podían conducirla a la muerte, examinó a fondo todas las posibilidades que tenía para poner punto final a su existencia».
Las diferentes fases por las que transita Irene, la somatización física de sus temores, los monólogos internos que se suceden a lo largo de la novela, la pérdida final de la cordura… conforman (entre otros elementos) un todo redondo que como relato se concibe insuperable; derivado, claro, de un realismo y sensibilidad que sacuden por encima de todo.
«De repente, la idea de que aquella persona hubiera sido su amante le parecía absurda, inverosímil. No lograba recordar nada, ni el color de sus ojos, ni la forma de su rostro; ya ni siquiera era capaz de evocar el tacto de sus caricias o el sonido de sus palabras».
Es curioso como, en una novela tan corta, la dimensión reflexiva juega un papel tan importante. Algo también característico de la firma del escritor austríaco. ¿Es la vergüenza uno de los sentimientos más complejos? ¿Qué lleva a una persona a preferir la muerte antes que a ser descubierta? ¿Tiene la verdad solamente un camino? ¿Qué es el miedo? Son solo algunas de las incógnitas que nos sobrevuelan durante la lectura y acompañan cuando las letras consumen su final. En realidad, es ese mundo abstracto al que nos lleva la lectura el que nos dice más de la historia que la propia historia. Y más, también, de nosotros mismos.
El plano intuitivo, es otro de los rasgos más definitorio de este relato corto de uno de los escritores contemporáneos más célebres. El plano imaginativo; eso que no está escrito. Con un baile de letras que, además, empujan a cerrar los ojos y volar, el trabajo está hecho. Hablar de temas típicos y explotados es fácil. Lo difícil es hacerlo y conseguir (en medio del infinito tumulto de referencias) sorprender. Prueba que Zweig, supera de calle.
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