Edgar Wallace y la nueva España (III): Algunas historias del rey Alfonso
Volvemos un poco atrás en la historia de Alfonso XIII para encontrarnos con un nuevo artículo de Edgar Wallace previo al matrimonio del monarca español y que, como el primero que pudimos leer, muestra la enorme simpatía que el rey despertaba en el autor británico.
Destaca, en este caso, la visión que da Edgar Wallace de la relación de los españoles con los ingleses, a los que misteriosamente indica que llamamos inglesi, usando para ello el italiano. Según Edgar Wallace, los españoles adoraban y admiraban a los ingleses, trataban de imitarlos y estaban en el camino de poder conseguirlo gracias en gran parte a mandar a sus jóvenes a ser educados en Inglaterra. Por supuesto, lo mejor que podría hacer España, cree el autor, es precisamente imitar al Reino Unido.
El otro aspecto notable es la insistencia casi obsesiva de Edgar Wallace en subrayar la valía, valentía, integridad y buen hacer del monarca. Desde luego es difícil saber a qué se debía la admiración que había despertado Alfonso XIII en el autor, pero según avanzan los artículos esta parece ir a más, en lugar de comedirse. En esta ocasión, tendremos dos sucesos casi hagiográficos relacionados con su manera de tratar a los corruptos en España y su manera de relacionarse con el pueblo llano.
También es curioso como ya en 1906 un observador extranjero destacara en varias ocasiones la mezcla de corrupción y de franca incompetencia que parece ser la razón de ser de la política y el gobierno español. Así, aquí tendremos a un ministro tratando de ascender a un amigo corrupto y a un embajador incapaz. No cabe duda de que Edgar Wallace seguramente fuese mucho más benigno con los corruptos e inútiles de su propio país, pero aún así su manera de narrar los hechos parece indicar que lo consideraba algo habitual y extendido en el nuestro.
Por último, anotar un aspecto histórico que se menciona de pasada: el «escándalo de tiendas de guerra» se refiere al war stores scandal, un suceso que tuvo lugar en torno al manejo de los suministros que se adquirían para las tiendas durante la guerra y lo que se hacía con el remanente una vez terminada la contienda. El escándalo explotó por culpa de las campañas de las guerras Boers y en 1906 estaba en boca de todo el mundo.
El artículo original puede encontrarse a través de este enlace.
La nueva España – Algunas historias del rey Alfonso
Reproducido del original del periódico The Star (Nueva Zelanda), 11 de agosto de 1906.
Vino a encontrarse conmigo en la estación del norte de Madrid un chico alegre. Un chico que claramente venía directo desde una pista de tenis, que estaba vestido de sport como solamente los ingleses pueden vestir de sport y seguir siendo respetables. En el carruaje que nos llevó por las irregulares calles de Madrid me contó alguna canallada de nuestro conocido común, usando doce frases diferentes de argot colegial en otros tantos minutos.
Esa noche vino al Fornos a cenar y le pregunté por qué sus amigos le llamaban por un nombre español.
«Porque soy español», me respondió, y la respuesta me dejó sorprendido.
«¿Pero eres un caso único?»
«Ni de lejos. Hay docenas de tipos como yo en Madrid, que han sido educados en Inglaterra.»
Y este chico, descubrí, era el hijo de una casa noble que se remonta al año uno, y que no estaba de ningún modo solo en su anglicanización fue algo que no tardé en descubrir.
El matrimonio real y el entusiasmo que había levantado por toda España eran solamente un síntoma del extraordinario respeto con el que se mira a Gran Bretaña a lo largo de España. La palabra «inglesi» tiene un significado más allá de los estrechos límites de la apelación y la joven España que está creciendo con el niño rey tiene unas posibilidades sobre las que los más atrevidos pueden especular y quedarse cortos.
Un poco loco
Recordad que la vieja España no llega a entender a Alfonso. Le quiere, es el ojo derecho de la gente, y hasta los ultrarrepublicanos, excesivamente volubles en lo que tiene que ver con la monarquía, tienen palabras amables para el delgado joven de la sonrisa eterna.
Pero aún así la vieja España no acaba de abrazarlo. Para ser totalmente franco la vieja España, observando maravillada cómo el joven se libera de las telas de araña que dificultan su administración, confiesa con pena que el rey está un poco loco. Esta vieja España, debe señalarse, ha considerado a los «inglesi» una nación de amistosos lunáticos, y por la misma razón que Inglaterra ha merecido ese estigma ahora lo debe portar el rey Alfonso.
La gente que conoce España por los libros te hablará con el aliento contenido de la etiqueta forjada en acero que rodea a las figuras reales en España, de las terribles cenas que tienen lugar en un silencio solemne, de las reverencias a la izquierda y las genuflexiones a la derecha, de los maceros, de los coperos, de los espaderos, del orden de precedencia como el que debe existir entre la infanta que nació a las siete y veinticinco y la infanta que llegó a este malvado mundo a las siete y veintinueve.
Hay costumbres que han ido pasando de generación en generación desde los tiempos del melancólico constructor del Escorial. Han ido pasando de rey a rey – incluso José Bonaparte las aceptó – y fueron entregadas, como herencias de cómo actuar, al paciente niño pequeño cuya incesante educación le granjeó la simpatía de todos los pequeños niños del mundo.
¿Dónde están esas costumbres ahora?
Si debemos creer a los viejos maestros de ceremonias, quienes se dice que recorren lamentándose los corredores del Palacio Real, llorando por las glorias perdidas, se han desvanecido. Podadas aquí y omitidas allí, remodeladas, mejoradas, renovadas, el irreverente joven (que acaba de pasar frente a mi ventana en un automóvil) se ha entregado a, en el lenguaje del vendedor de jabón, «hacer que la casa sea cómoda».
La mano de hierro que se esconde
Y su influencia se siente a lo largo de toda España. No porque haya hecho que la nobleza española lleve ropas inglesas, collares ingleses y cravats ingleses (pude ver un «smo-king jakket» anunciado así escrito en el escaparate de un sastre barato hoy mismo). Tampoco porque haya imbuido en una gente lánguida algo de esa inacabable energía que es tan suya, sino porque puedes ver su mano en los grandes actos de la administración.
Había un ministro en España que tenía un amigo. El pasado del amigo no era exactamente intachable: había una especie de «escándalo de tiendas de guerra» en su pasado, pero el ministro estaba ansioso por meter a su amigo en el gabinete. Y el ministro, que era lo suficientemente poderoso para ignorar sus propias debilidades, no tenía ninguna duda de que su nominación sería aceptada. Es tristemente cierto que la corrupción en el servicio público no ha sido precisamente algo raro en España, y no se considera nada demasiado serio, así que puede que el ministro estuviera justificado para creer que el desafortunado asunto había sido convenientemente olvidado.
Pero la memoria del rey, como su digestión, es notablemente buena, y sin una sola palabra tachó su nombre con su pluma. El ministro se quedó lívido.
«Tendré que entregar mi dimisión a su majestad», dijo fríamente. Pero la terrible amenaza no alarmó al joven.
«Ese es mi deseo», dijo seriamente.
Otra cosa. El matrimonio actual no es algo que cuente precisamente con la aprobación alemana. Sabéis que hay diversos grandes príncipes alemanes cuyas «obligaciones militares» evitarán que puedan atender a la ceremonia.
Es un hecho desafortunado que uno no pueda mostrar ninguna preferencia sin ofender al que no es preferido. La unión del rey le ha acercado a Gran Bretaña pero el rey Alfonso es un joven astuto y no tiene ningún deseo de enfrentarse a un estado tan poderoso como Alemania. El espíritu del mañana, que es al mismo tiempo la alegría y la maldición de España, se extiende a todas las clases de españoles, incluso a sus embajadores, y este año habrá celebraciones en Alemania en las que las cabezas coronadas de Europa deben estar representadas. De alguna manera el embajador español en Berlín no pudo avisar al rey de estas celebraciones, de manera que no hubo tiempo suficiente para preparar la representación española. La mano de Alfonso cayó sobre el embajador. Un anuncio en el boletín oficial anunció su retirada y el motivo de la misma.
Todos los mañanas deberán ser como hoy
Así es como Alfonso XIII está creando una nueva España. Sustituyendo la procrastinación por la prontitud; cambiando el «mañana» por el «hoy»; negándose a reconocer la excusa de la tradición y, por último y más importante, haciendo él mismo lo que exige de los demás.
La historia que mejor ilustra el espíritu cuerdo y práctico que se esconde bajo la mayoría de sus actos es la historia del desastre del embalse. Durante la construcción de un embalse cerca de Madrid parte de la obra colapsó y cientos de trabajadores quedaron sepultados bajo toneladas de tierra. El niño rey estaba en el Palacio Real cuando las noticias llegaron por teléfono y ordenó traer su coche y se dirigió a la escena de la catástrofe. Ya se habían reunido multitudes en la vecindad y el rey fue reconocido mientras conducía hacia allí. Un accidente o una procesión real, todo es lo mismo para un español mientras pueda hacer de mirón, así que miles de gargantas gritaron «¡viva el rey!». Fue un indignado joven monarca el que se irguió en su coche y arengó a la multitud. «Si estuvieseis ayudando a desenterrar a estos pobres hombres en lugar de estar gritando vivas estaríais haciendo algo mucho mejor», dijo, y la multitud pilló la indirecta.
Es costumbre en un tiempo como este que el escritor cuente las cosas más agradables que pueda recordar sobre el sujeto real del que habla. Los reyes, con dos notables excepciones, son gente muy poco interesante, que hacen mucho trabajo y escuchan pacientemente un gran número de himnos nacionales. Pero uno requiere de poca estimulación para entusiasmarse con el gobernante de España. En parte porque es el tipo de joven del que un ciudadano ordinario – si es que él lo fuese también – podría ser un buen amigo, y del que diría a sus espaldas que es realmente un buen tipo. Y en parte porque es un monarca, aislado del contacto con el hombre corriente, rodeado de lo que parecen insalvables muros de etiqueta y tradición, aparentemente a merced de intrigantes y cortesanos, y que sin embargo ha conseguido romper la faja de acero y probar que se trata de un gobernante sabio y de un verdadero ser humano.
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