El Capricho árabe de Francisco Tárrega: evocación y realidad.
Hablar de Francisco Tárrega supone hablar de uno de los grandes tótems de la guitarra clásica y de la historia de la música española. Hablar del Capricho árabe es hablar de una de las obras más emblemáticas del patrimonio musical español. Ambos, compositor y obra, no solo brillan por sí mismos, sino que han sido fruto de un complejo pasado, espejo de un singular momento histórico y semillas de un fecundo futuro.
Dedicado a su amigo, el compositor Tomás Bretón, el Capricho árabe fue compuesto a finales de los años 80 del siglo XIX tras un largo viaje por Andalucía y el norte de África. Nos podemos imaginar fácilmente a un Francisco Tárrega ya bien entrado en la treintena realizando el viaje romántico por autonomasia[1], adentrándose en los patios mudéjares, deambulando por las laberínticas medinas, respirando los cálidos aromas de la especiada atmósfera, dejándose llevar por el relajo de los sentidos y maravillándose del arte de antiguos nazaríes y almohades. El Capricho árabe nos invita a imbuirnos de todas esas sensaciones, pero podemos ir más allá, podemos sumergirnos en la obra, ponernos en la piel del compositor, aventurar sus evocaciones, adivinar sus verdaderas semejanzas con la cultura islámica y acercarnos a entender su significado y su coyuntura. Sólo tienen que darle al play y continuar leyendo.
La obra comienza llamando repetidamente nuestra atención con un acorde de sonidos armónicos y una escala descendente de aires arabescos. Cual muecín llamando a la oración desde el minarete, Tárrega concibe la introducción con un carácter libre y cadencioso, salpicada de espirales giros melódicos y escalas que se escurren como fina arena del desierto entre las manos.
A continuación, el bajo, ahora sí, más rítmico, pausado, obstinado, formado por cuatro notas resonantes como los pasos del curioso que corre los desflecados cortinajes y se adentra en lo desconocido, solemne como las pisadas del fiel que entra en el templo. Incesantes e imperturbables, esas cuatro notas son los finos pilares sobre los que se yergue la etérea melodía que habremos de tararear hasta el ocaso. Estrechas pilastras como las de los patios de la Alhambra, que sostienen de forma vaporosa caligrafiadas techumbres nazaríes y herrados arcos cargados de intrincados mozárabes. Sin pausa pero sin prisa, llega el tema melódico, natural, corto en su desarrollo, tarareable, como quien dice. Es la parte más reconocible de la obra y en su sencillez radica su complejidad y belleza. Se trata de una célula musical cuyo dibujo es imitado en varias partes de la obra en tonalidades diferentes y cercanas, de ahí que se nos quede grabado con relativa facilidad. Los intervalos y los adornos están escogidos para transmitirnos ese aire arabizante y los devaneos entre la escala natural, la menor armónica y el modo frigio se funden a la perfección maridando con trinos, mordentes apoyaturas y glisandos. Se trata de una melodía que podríamos imaginar interpretada por un ud (así se llama al laud árabe); no en vano, la melodía se asemeja en cierta forma a un maqam. La palabra maqam se refiere en la música árabe a un tipo de melodía cerrado a partir del cual se pueden desarrollar diferentes desarrollos e improvisaciones. Hay muchos tipos de maqams y cada uno tiene sus notas principales, secundarias y sus tipos de combinación. Se trata de un sistema complejo y bien codificado, si bien para el oído occidental suele resultar confuso y abstracto. A este aparente desorden contribuyen dos factores: los ritmos irregulares y los cuartos de tono, esto es, la mayor fragmentación de una octava que se usa en la música árabe.
Para entender esto último, grosso modo, imaginen dos notas musicales: Do y Re. Entre ellas existe un intervalo de un tono que puede dividirse en dos mitades. En medio tenemos otra nota que podemos llamar Do sostenido (#) o Re bemol (b), la tecla negra del piano. En la música árabe, el mismo intervalo entre Do y Re podría dividirse en cuatro partes; es decir, que encontraríamos no una, sino tres notas más. Ampliando la perspectiva vemos que en la música occidental una octava (de Do grave a Do agudo) se puede dividir en doce mitades (cinco tonos y dos semitonos), mientras que en el sistema árabe la misma distancia se podría dividir en veinticuatro cuartos de tono. Otra forma de entenderlo sería la imagen de dos pueblos importantes, Do y Re, unidos por una carretera de un kilómetro. Mientras que en el sistema occidental la carretera estaría jalonada únicamente por otro pueblo más pequeño justo en la mitad de esa vía, en el sistema árabe encontraríamos tres pueblecitos, cada uno a 250 metros del núcleo anterior.
Para evitar todo este jardín, Francisco Tárrega hace uso de las herramientas que tiene a su alcance. Por un lado, usa los mecanismos del lenguaje musical occidental antes mencionados (determinadas escalas, ritmos, adornos, cromatismos, etc), y por otro los recursos propiamente idiomáticos de la guitarra (acordes, polifonías y determinados timbres, entre otros). Ciertamente esto no es un asunto baladí, pues la guitarra que Francisco Tárrega manejaba no era una guitarra cualquiera. Se trataba de una guitarra de Antonio de Torres Jurado, el lutier que transformó la antigua guitarra clásico-romántica (más pequeña de tamaño) en la guitarra española tal y como la conocemos hoy en día. Ampliando el tamaño de la caja de resonancia y añadiendo unas cuantas innovaciones técnicas en su construcción, Antonio de Torres creó un molde que permanece vigente en nuestros días.
Tárrega tenía pues entre sus manos un instrumento novedoso para su época, con el que transformó y consolidó nuevos aspectos técnicos de la interpretación y que le daba la oportunidad, gracias a las mejoras de construcción, de tocar con más potencia. Esta modernización organológica, junto con el desarrollo y renovación de las formas de ejecución, contribuyeron a un progreso en cuanto a la visión que se tenía de la guitarra española en el extranjero y en los círculos musicales más académicos. La guitarra clásica conquista las grandes salas de concierto y está cada vez más a menudo en la mente de los grandes compositores del momento.
Un factor clave de este renacimiento de la guitarra fue el contexto histórico y artístico en que se enmarcó. Entre todos los ismos existentes en estos momentos, la palabra clave de esta historia es el Alhambrismo. Derivado del Pintoresquismo y a su vez del Nacionalismo musical español y del Romanticismo, el Alhambrismo musical fue la banda sonora de una corriente artística multidisciplinar que ya venía desarrollándose desde tiempo atrás por figuras como Lord Byron, Chateaubriand, Víctor Hugo o Washington Irving (autor de Cuentos de la Alhambra) y que culmina en las segunda mitad del siglo XIX.
Además de los numerosos ejemplos de compositores españoles y extranjeros que tienen obras dedicadas al tema de Granada, la Alhambra o de los moriscos, cabe recordar que las primeras traducciones que encontramos de Las mil y una noches y del Kamasutra datan de 1885 y 1883, lo que nos lleva a encajar un poco mejor el por qué de estas modas y qué mentalidad había detrás de todos esos escritos, cuadros y partituras.
Nos encontramos ante uno de los momentos más álgidos de la fiebre colonialista e imperialista. Entre 1884 y 1885 tiene lugar la Conferencia de Berlín y el famoso reparto de África entre las principales potencias europeas: el Raj británico ostenta su poder sobre el subcontinente indio y mientras tanto, en España, la relativa calma política existente es acompañada por una crónica decadencia como metrópoli internacional. Uno de los aspectos más importantes de los movimientos artísticos de corte orientalista es el alejamiento de la realidad y el cultivo de tópicos exóticos que reflejan muchos tabúes morales occidentales. El Romanticismo refleja en turbio espejo el conjunto de hábitos, costumbres y prejuicios de una sociedad que ha roto la ecuación del racionalismo del Siglo de las Luces[2]. Tras la Guerra de Independencia contra Napoleón (1808-1814), España es un país destrozado por el conflicto; mientras que por un lado se queda en una posición de cola respecto al progreso técnológico e industrial que tendrá lugar en Europa durante todo este siglo XIX, los gobernantes (particularmente durante el reinado de Isabel II) ven necesario un proceso de reafirmación del sentimiento nacional y del pasado legendario, para lo que se destinarán numerosos patrocinios bien visualizados al mundo del arte[3]. Si a esto añadimos la cercanía geográfica respecto a Inglaterra, Francia o Alemania, ya tenemos el caldo de cultivo perfecto para que España se convierta en el país romántico por excelencia[4], en la Arabia de Europa.
Al igual que hizo el arte islámico, Francisco Tárrega usó elementos de estilos diferentes para crear una obra nueva. Aprendió del gran guitarrista Julián Arcas, se rodeó de figuras como Emilio Arrieta o Ruperto Chapí y compartió ideas con Isaac Albéniz o Felipe Pedrell entre otros. Vivió una época interesante y compleja, y creó una importante escuela de guitarristas entre los que destacan Emilio Pujol o Miguel Llobet (autor de El testament d´Amelia). Además, compuso la que posiblemente es la melodía más escuchada de todos los tiempos (la melodía de Nokia) entre los compases catorce y dieciséis de su Gran Vals, aunque esa historia y cómo la compañía de telefonía evitó los derechos de autor dan para otro artículo en el futuro.
El Capricho árabe no es sólo una gozada para los sentidos, es la banda sonora de una época y de unas mentalidades muchas veces contradictorias: desde la condescendencia colonial europea hacia las culturas ocupadas, hasta una verdadera pasión por explorar lo desconocido, por buscar los límites de la realidad y por descubrir territorios de leyendas prohibidas, olvidadas en la noche de los tiempos.
Todo eso y mucho más cabe en el Capricho árabe de Fernando Tárrega. Que lo disfruten.
[1] CALVO SERRALLER, F. «La imagen romántica de España. Arte y arquitectura del S. XIX» Alianza Forma
[2] CALVO SERRALLER, F. Ibíd.
[3] REYERO, C. «Monarquía y Romanticismo. El hechizo de la imagen regia 1829-1873» Siglo XXI, 2015
[4] CALVO SERRALLER, F. «Ibíd.»
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Precioso relato de ese momento musical, tan denostado y guardado en un rincón. Muchas gracias por traerlo a la memoria con tanta delicadeza.
Coincido con Adela.
La ciudad de la foto principal donde esta ubicada?
Granada, España