El Mentalista: elemental, mi querido Jane
«Mentalista: sustantivo. Se dice de quien emplea la agudeza mental, la hipnosis y/o la sugestión. Manipulador magistral de la mente y el comportamiento.» Esta es la carta de presentación de Patrick Jane (Simon Baker), el peculiar asesor de la Brigada Criminal de California (CBI) protagonista de El mentalista, una de las series estrellas de la CBS. Con una premisa semejante a la de Psych, El mentalista nos muestra a un tío muy listo que resuelve crímenes como por arte de magia, pero que, como si de un ilusionista se tratara, en realidad basa su genialidad en la observación-deducción, a lo Sherlock Holmes. Y es que Patrick Jane es, junto al Gregory House de House M. D., el personaje televisivo inspirado en Holmes más interesante de los últimos años.
Un sabueso holmesiano en el siglo XXI
La creación de Bruno Heller (Roma) es una de esas series poco exigentes de capítulos autoconclusivos a las que, como sucede con los relatos de Sherlock Holmes, podemos acudir circunstancialmente por el simple hecho de gozar de un rato de evasión. ¿Qué hace entonces especial a El mentalista frente a la ingente oferta televisiva actual? Sin duda, el carisma de su personaje central: el inteligente, cínico y seductor psíquico interpretado por un Simon Baker al que le va a medida el traje de tres piezas sin corbata de Patrick Jane.
El punto de partida de El mentalista no es precisamente novedoso: Jane, un antiguo médium televisivo que se ganaba la vida gracias a su excepcional capacidad de observación y deducción del comportamiento humano, pone sus «dotes» adivinatorias al servicio de la Brigada Criminal de California, y, desde ese momento, el índice de casos resueltos no dejará de crecer. Como el Holmes de Conan Doyle, el Dupin de Edgar Allan Poe, el padre Brown de Chesterton o el Hercules Poirot de Agatha Christie, la mente superior de Patrick Jane acude al rescate allá donde la corta y cegata policía no alcanza. Se invierten así los roles preestablecidos y el que en un principio ostenta el rol de «asesor» acaba dirigiendo de facto las riendas de la investigación, mientras la policía, por pura necesidad, evidenciada pero no reconocida, se ve relegada al papel de mero instrumento a su servicio. El detalle verdaderamente original y atractivo de El mentalista reside en que esta ayuda no responde, como acostumbra, a deseos altruistas de justicia, a retos intelectuales o a un afán de reconocimiento, sino a un hecho trágico que marcó la vida del protagonista para siempre: el asesinato de su mujer y su hija a manos del sanguinario psicópata John el Rojo. Es, por tanto, la venganza, y puede que en menor medida la redención (John el Rojo mata a la familia de Jane porque este lo menosprecia en público), lo que hace que «el mentalista» se una a la policía.
Como Holmes, Jane también es un alma torturada. Si el inquilino de Baker Street, 221 B, se chutaba para sobrellevar el hastío de la monotonía, a Jane le carcome la culpa por haber provocado la muerte de su familia. John el Rojo es su Moriarty particular, y el enfrentamiento entre ambos supone el verdadero leitmotiv de la historia proporcionando serialidad a la trama. Sorprendentemente, la CBS no ha dudado en renovar El mentalista una vez sus personajes principales vivieron su Reichenbach particular. A la expectativa estamos para comprobar si la resurrección de Jane está tan justificada como la de Sherlock Holmes en sus relatos.
Esencia british
El mentalista se encuadra en la escuela policiaca británica, en la estela de autores como Conan Doyle y Agatha Christie o series como Se ha escrito un crimen: proceso analítico de investigación (con un fuerte componente de manipulación psicológica), confrontación intelectual, violencia de cartón piedra y detective extravagante de cerebro preclaro y gran intuición.
En esta línea, el discurso narrativo de El mentalista se sustenta en un acuerdo preestablecido con el espectador por el que el realismo y la verosimilitud de la trama pasan a un segundo plano, centrando la atención principal en la investigación y resolución de un misterio criminal que es enfocado siempre como si de un puzle de lógica se tratara. Frente a la voluntad de veracidad y el discurso de denuncia social y política del hard-boiled, o el ultrarrealismo de series policiacas como Homicidio y de escritores del género como Georges Pelecanos, aquí se elimina todo elemento superfluo que ralentice el ritmo de la historia. Así, en El mentalista los malhechores confiesan alegremente sus crímenes una vez que la policía los ha capturado (ahorrándonos tediosas escenas de vericuetos judiciales que no nos interesan. Son malos y punto. Y a otra cosa) o, si es necesario, la policía entra en las casas de los sospechosos sin esperar la necesaria orden de registro (qué más da, la cuestión es pillar al asesino). Bruno Heller tiene algo claro: la acción narrativa tiene que avanzar. Si en The Wire un disparo fortuito podía abrir una subtrama totalmente estructurada que se prolongaba durante capítulos, en El mentalista es tal la proliferación de balas perdidas que estas deberían verse reconocidas en los títulos de crédito. Pero esto no tiene que distraer nuestra atención, porque cuando nos acercamos a esta vertiente del género policiaco debemos tener claro que esa artificialidad y simplificación no es más que el atrezo que enmarca una historia donde lo realmente importante es el enigma a resolver.
Licencia de detective sin fecha de caducidad
El éxito actual de personajes como Patrick Jane o de las recientes revisiones televisivas y cinematográficas del propio Sherlock Holmes (por no hablar de la condición de long-seller literario de Conan Doyle), más de siglo y medio después de que el Auguste Dupin de Poe inaugurara la figura clásica del detective racionalista, evidencia que dicho modelo de investigador está lejos de agotarse. Y es que estas personalidades combinan dos características irresistibles: inteligencia e independencia a la hora de impartir justicia. Los protagonistas de estas historias tienen mentes privilegiadas, inteligencias por encima de la media que los legitiman como referentes de autoridad indiscutible. Pueden valerse circunstancialmente de sus capacidades físicas (recordemos el buen hacer boxeador de Sherlock Holmes), pero lo que los diferencia del resto de mortales es el intelecto. Y en su rol de detectives «asesores» o privados, además, gozan de cierta libertad a la hora de impartir justicia. Como son elementos agregados a la policía, pero no forman parte de ella directamente, se aprovechan de una independencia moral por la que, si es necesario, pueden juzgar a los criminales de acuerdo a sus propios criterios. Así pues, esta combinación de inteligencia y ejercicio independiente de la justicia los convierte en una especie de héroes, de modelos ideales y atemporales en los que nos gusta vernos reflejados.
Como decía Borges, una de las buenas costumbres que nos quedan es leer de tarde en tarde a Sherlock Holmes. Y desde hace unos años, también nos queda sentarnos de cuando en cuando delante del televisor a resolver casos con Patrick Jane, alias «el mentalista»; ese tipo de réplica graciosa y mirada incisiva que parece leer la mente aunque, en realidad, su poder tenga truco. Elemental.
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