El pasado de la anticipación: Science-Fiction, Double Feature
Queda ya menos tiempo, pero está todo por delante
Josele Santiago
Se ha dicho mil y una veces: el futuro ya no es lo que era. Hemos aterrizado por fin en el futuro y resulta que tiene tantas luces como sombras. ¿Qué esperábamos, si no? Pues esperábamos el progreso indefinido de Auguste Comte, en el que aún creía Isaac Asimov, y digo creía porque tiene mucho de fe, o mucho de magia de la mala, de la de pitonisa de verbena, pensar que el paso del tiempo por sí solo arregla las cosas, nos mejora y nos conduce al paraíso recobrado, en una suerte de plan B de Dios tras habernos expulsado del Edén (donde, por cierto, una conservadora Biblia no contempló ninguna variedad sexual LGTBI+). Todavía más si lo que creemos es que esa perfectibilidad sin fin del espécimen humano la vamos a conseguir mediante el desarrollo de la tecnología, que es como poner una motosierra en manos de un niño (no es casualidad, sino ideología, que en todas partes se hable ahora de herramientas para hacernos creer que los chismes técnicos y discursivos que nos venden son neutros y servidores de nuestra voluntad, cuando cualquiera puede ver a su alrededor que es completamente lo contrario). Esperábamos, también, que el futuro fuera como lo narraban en la ciencia-ficción de antes, esa en la que pululaban alienígenas tentaculares con dientes de tiburón, pero en la que al menos habíamos colonizado otros planetas, los buenos iban de uniforme, las aventuras seguían siendo posibles en un universo abierto y en la Enterprise de Star Trek llevaban a bordo a Kant en la figura del Doctor Spock.
En vez de eso, tenemos, por ejemplo, el Cosmópolis de Don DeLillo, trasladado al cine diálogo a diálogo por David Cronenberg en 2012. Cosmópolis es tan nihilista que ya ni trata de ser distopía ni de ambientarse en ningún cercano futuro. Es tan terrible que representa nuestro presente pero llevado hasta el extremo, allí donde se habrían agostado todas las esperanzas de la humanidad. El protagonista, un millonario con ennui como el de ese pestiño pretencioso del Knight of cups de Malick, es incapaz no ya de avanzar hacia adelante con su limusina-burbuja, sino incluso de retroceder hacia la calidez de su pasado como ocurría en Ciudadano Kane gracias a un trineo. Toda la película es una huida, disparate tras disparate, tejida a retazos, dejándose buenas intuiciones por el camino[1], desde el cibercapitalismo más cínico hasta una especie de escena original, freudiana, en la que comparece la lucha de clases, esa que Warren Buffett reconoció que existía pero que los ricos habían rematado definitivamente. Así es, hermanos míos (por evocar al Alex de La naranja mecánica: eso sí que era una obra maestra, y Anthony Burgess un gran autor): las últimas secuencias de la película intentan dejarnos ver lo que sería el conflicto marxista por antonomasia en la forma de un duelo de western, es decir, el delirio absoluto. La dialéctica del amo y el esclavo de Hegel convertida en puro teatro, tramada con frases inconexas, mucho tormento interior y un interrogante final que sugiere que el gran problema de nuestro mundo actual es que los esclavos estarían encantados de seguir siéndolo a condición de que el amo fuera más paternal y cariñoso. Es difícil saber si DeLillo es un apocalíptico de esos que decía Umberto Eco o simplemente un imbécil[2]. Cronenberg, tan rarito también él, se limita a trascribirlo en imágenes, muy impresionantes desde luego.
Para mí, Gattaca sigue estando en la cúspide del cine de anticipación del siglo XXI, junto con la serie entera de Black Mirror (excepto el 05/03, que es muy malo), aunque se rodase en 1997. Su factura es perfecta en todos los sentidos, incluida la música, la ambientación vintage y el grandísimo papel que hace Jude Law de secundario (uno no termina nunca, además, de apreciar nuevos detalles impagables de guion: me di cuenta anteayer, viéndola con mis alumnos, de que la escalera que Law tiene que trepar solo con sus manos es helicoidal y sus travesaños completan la imagen del ADN). Pero es tan excelente también porque parece ciencia ficción de la del siglo XX, cuando el futuro todavía estaba emplazado en el futuro. Yo la llamaría ciencia-ficción marca Jack Kirby, el gran dibujante de Marvel a quien Stan Lee hizo todo lo posible por robar el mérito. Algo de ese espíritu sigue quedando hoy, en esa riada de series que HBO ha lanzado sobre mutantes, mutantes por doquier y mutantes de toda variedad morfológica, como en un anticipo de la ingeniería genética transhumanista que nos aguarda. Pero pienso más bien en ciencia-ficción viejuna y entrañable como la que teoriza y glosa Patrick Moore en su excelente Ciencia y ficción, publicado en Taurus en 1965. El señor Moore, en plena década psicodélica, era también comtiano, o por lo menos encantadoramente ingenuo, y se burlaba así de todos aquellos que se negaban a ver la capacidad del ingenio humano para poderlo todo, veinte años después del artefacto atómico:
En una famosa carta dirigida en 1934 a la Sociedad Interplanetaria Británica, el Subsecretario del Aire decía que, si bien se seguían con interés las investigaciones llevadas a cabo en otros países, «la investigación científica de las posibilidades existentes no ha probado que este método pueda competir con el sistema hélice-motor. En lo que a nosotros respecta, no consideramos justificable, bajo ningún concepto, gastar tiempo o dinero en ello». El tal funcionario, como se ve, era un digno descendiente de los ingleses retratados por Verne. En fecha aún más cercana, en enero de 1956, el doctor Woolley, astrónomo real, decía, con displicencia, que la idea de los vuelos interplanetarios era «una completa estupidez» y «bastante majadera». Viene aquí a cuento el recordar que, solo unos años antes de que Orville Wright efectuase el primer vuelo de la historia, el profesor Newcomb, un eminente astrónomo americano, demostraba de modo irrefutable que el vuelo en un aparato más pesado que el aire era una quimera (pág. 67).
Es cierto: se puede, lo podemos todo, podemos incluso convertir el mundo en inmundo, al modo de la famosa y brillante primera frase que abre el Neuromante de William Gibson, de 1984: «El cielo sobre el puerto tenía el color de una televisión sintonizada en un canal muerto». El afable Moore no lo veía así de oscuro, él contemplaba los horizontes abiertos por la ciencia-ficción (y toda ficción tiene mucho de verosímil, así como toda ciencia contiene ficción) de modo optimista, prometeico y hasta picaresco:
No hace mucho tiempo que un caballero de la industria, en los EEUU, ha estado muy ocupado vendiendo parcelas de terrenos en la Luna, con los correspondientes derechos de caza y pesca, consiguiendo deshacerse de más de cinco mil lotes, de cuatro mil metros cuadrados cada uno, a dólar la pieza. Sin embargo, a duras penas podríamos incluir tales episodios en los límites de la ficción científica, y podemos descartarlos, reflexionando que suelen picar más peces en la Tierra que en la Luna (pág. 159).
La pregunta es si hemos llegado al límite de la ciencia-ficción, si ya la fascinación y el mesianismo de Ultimátum a la Tierra se ha degradado en el nihilismo y obliteración (forclusión, por decirlo con el lenguaje ocultista de Lacan) total de Cosmópolis. Es como si el mundo mismo hubiese doblado la apuesta de la ciencia-ficción y esta se hubiera tragado el farol. Yo estaba más a gusto en el futurismo marca Kirby, todo magma de color, dioses rotos y rayos cósmicos. El pasado del futuro era mucho mejor que este futuro sin pasado, y tiene toda la razón el bueno del señor Moore cuando escribe, ingenuo y tecnófilo como él debía ser, que no es culpa de los científicos que se haga mal uso de sus descubrimientos, pero cada hombre y cada mujer debe compartir la responsabilidad de haber permitido que unas pocas docenas de estadistas profesionales (y empresarios avispados, habría que añadir) puedan atreverse a arriesgar cuanto la raza humana ha levantado (pág. 210). Ya entonces quedaba menos tiempo (ahora que nos hemos enterado que alguna petrolera sabía del cambio climático desde 1985 y que pagó durante décadas para ocultarlo[3]), pero, ¡oh, hermanos míos! parecía estar todo por delante…
1 Prometía lo del dinero canjeado por unidades-rata, o las protestas en la calle en términos de un manifiesto comunista tergiversado, o la recién casada que niega sexo al prota porque es poetisa, pero todo eso la cinta lo olvida por completo.
2 Y no es que yo esté de a favor de ninguna revolución en sentido clásico. Más bien pienso como Chesterton, cuando escribía, entre burlas y veras, que «es posible que la expresión dictadura del proletariado no tenga sentido alguno. Tanto valdría decir; «la omnipotencia de los conductores de autobús». Es evidente que si un conductor fuese omnipotente, no conduciría un autobús”.» Aquí sobre otros de DeLillo.
3 La realidad supera con mucho la imaginación barroca y negra de Don DeLillo y David Cronenberg juntas.
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