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El seriéfilo: abril de 2018

Permitidme frenar en seco este mes de abril, hacerme a un lado en la autopista plagada de capítulos nuevos y sentir la placentera brisa que genera a mi vera el vertiginoso paso de todos los estrenos, que se alejan y me alejan a su vez de la esclavitud de la continua actualización. Esta quietud es la que he me ha permitido, precisamente, prestarle la atención que merecen unas cuantas series que se me habían ido quedado abandonadas en la cuneta televisiva. En especial series españolas, deliberadamente ignoradas por el que suscribe, pero también de otras latitudes alejadas del gran foco neurálgico catódico norteamericano o, en su defecto, yanquis pero localizadas geográficamente fuera de sus territorios.

Porque si los caminos del señor son inescrutables, los de la seriefilia más aún. Y ya no os cuento los de un seriéfilo con especial animadversión por la ficción hispana. De ahí que por lo general haya mantenido alejadas mis sucias manos (tranquis, es un recurso literario) de las propuestas televisivas facturadas en la lengua de Cervantes. Sus formatos pre-diluvianos de minutajes interminables, producciones de cartón piedra y repartos salidos de la Super Pop, han conseguido que me mantenga a una distancia prudencial hasta ahora.

Con la alegría inundando mis células corporales fruto de los primeros rayos de sol primaveral, decidí dedicar parte de abril a enmendarme la plana y reconciliarme (o enemistarme definitivamente) con la ficción televisiva patria. No os asustéis, no me he visto ninguno de esos bodrios infumables protagonizados por Lidia Bosch o esa retahíla de actores y actrices cuya presencia en televisión es inversamente proporcional a la que tienen en cine. Ni siquiera he sucumbido a lo encantos de la fariña (a ninguno de ellos, malpensados), ni a los de esa casa papirofléxica que se ha convertido en la serie de habla no inglesa más vista en Netflix. Pasando. He optado por la opción más atractiva: la que propone Movistar +, plataforma que, dispuesta a ocupar el vacío e indisputado trono de la televisión de calidad española, se ha subido al monte y ha puesto en marcha la loca fórmula de unir pasta, talento artístico y formato testado. Como lo oyen. Unos visionarios. Y claro, el resultado está a la altura. ¡Genios!

En puridad habría que decir que fue Netflix, con Las chicas del cable, la primera en intentar, bajo las coordenadas internacionales (capítulos de menos de una hora de duración), desarrollar un título español homologable en el cada vez más competitivo y globalizado mercado seriéfilo. Sin embargo, reconozco que el tufillo inherente a Bambú producciones ha hecho que ni se me cruce por la cabeza darle una oportunidad. Ahora ya entendéis mis calabazas a Fariña y La casa de papel.

Pero es que los mimbres de Movistar + parecían mucho más esperanzadores. Porque además de dinero, era evidente que esta gente también tenía neuronas (vale, y la libertad que no se tiene en la televisión generalista), y comenzaron su apuesta con el paso más lógico posible: se preguntaron cuál había sido la mejor serie española hasta la fecha. Se contestaron que Crematorio, la adaptación de la celebérrima novela de Rafael Chirbes producida precisamente para uno de sus canales seminales (Canal +), y llamaron a sus responsables, los hermanos Cabezudo (Jorge y Alberto), para escribir y dirigir su puesta de largo. El resultado es La Zona, un thriller postapocalíptico con hechuras de serie grande, con un plantel encabezado por los cinematográficos Eduard Fernández y Emma Suárez (y completado con unos secundarios de solvencia diversa), de desarrollo narrativo lento pero efectivo y una fuerza visual desconocida hasta ahora en nuestra televisión. Además, cuenta con una banda sonora hecha a base de grabar a gente arrastrando sillas. Todo muy mal rollero. Todo muy acorde. Bien: primera prueba superada. Si te mola el noir con tintes de ciencia ficción y te gusta Asturias y sus paisajes, protagonista silente de la historia, La Zona es tu serie.

Seguimos.

Un recurrente debate diletante entre la militancia milénica es el que se refiere a qué medio está ahora mismo comandando la vanguardia audiovisual. Gafapastas de diverso pelaje se lanzan sus cuchillos argumentales para defender, indistintamente, que tal mérito recae en la caja tonta o en la pantalla grande. No obstante, y pese al hype inherente a esta refundación del folletín decimonónico que estamos viviendo en versión seriéfila, intelectualmente se sigue apreciando como hegemónico el sello cinematográfico. Sea esto justo o no, Movistar + así lo debe de apreciar y su desembarco televisivo a partir de La Zona ha venido comandado por un trasvase de gente del cine. A saber: Juan Cavestany, Albert Rodrigo, Carlos Thenón y Cesc Gay ya tienen sus series estrenadas. Mar Coll, Enrique Urbizu y Mariano Barroso lo harán este año.

Comentemos por orden cronológico.

Vergüenza es uno de esos casos en los que el título de una obra hace justicia a medias a su contenido. Porque lo que sientes viéndola es efectivamente vergüenza, pero ajena, ese desagradable sentimiento que, como señala Luís Piedrahita, te hace pasarlo mal por el ridículo que protagoniza otro. Injusticia. La serie está dirigida por Juan Cavestany y Álvaro Fernández-Armero y protagonizada por los inmensos Javier Gutiérrez y Malena Alterio (ojo a Vito Sanz, secundario genial). Cuenta las desventuras de un matrimonio de panolis integrales con una capacidad suicida para hacer el ridículo allá donde vayan. Es tan incómoda de ver como adictiva. Pero ya se sabe: sarna con gusto no pica.

La Peste de Alberto Rodríguez y Rafael Coboses es posiblemente el título más completo de Movistar +. La producción es de enjundia (diez millones de euros por seis capítulos). De hecho, la trama (entretenida pero no brillante) parece un mcguffin para reconstruir la babilónica y apestada Sevilla del S.XVI. El resultado es apabullante, a lo que además ayuda la espectacular fotografía y una certera dirección. Pero no es una serie de visionado fácil: la historia avanza a fuego lento, es oscura (literal y narrativamente) e incluso a veces cuesta entender a sus protagonistas por culpa de una deficiente captación de sonido (y no tanto por su necesario acento andaluz, muy criticado en redes sociales). Sin embargo, el conjunto es, objetivamente, de lo mejor que ha dado la ficción española hasta ahora.

Mira lo que has hecho: reconozco que Berto Romero me hace gracia hasta callado. Pero teniendo como decepcionante precedente histórico de mis expectativas humorísticas Muertos de risas (Alex de la Iglesia; 1999), película protagonizada por, a mi juicio, los dos tíos más graciosos de España y que, no obstante, es un bodrio de dimensiones catastróficas, procedí con cierta cautela al visionado de la serie del cómico catalán. A los veinte minutos mis temores se habían esfumado. A las dos horas ya me había terminado el último capítulo y empezaba a anhelar una segunda temporada. Romero y Carlos Therón erigen el tragicómico relato de unos padres primerizos (deslumbrante Eva Ugarte), en lo que se intuye como un trasunto ficcionado de la experiencia del primero al modo de Louis C.K. e Ignatius Farray. Bien escrita, adictiva (capítulos de veinte minutos), visualmente sugerente y de una sorprendente sensibilidad, Mira lo que has hecho es una serie irresistible, en la estela del humor inteligente pero de agria profundidad de Aziz Ansari. Y no exagero. O puede que sí. Qué más da: es muy buena.

Y acabamos el repaso de series españolas con Felix. Nada debería de venir adjetivado como romántico. Nunca. Es un epítote que por norma general nos activa el sentido arácnido anti hiperglucémico. Por eso cuando leí en la prensa que Félix era presentada como un «thriller romántico», me imaginé algo así como una versión policiaca de El diario de Noa. Chungo. Luego vi que estaba dirigida y escrita por Cesc Gay junto a Tomàs Aragay, su guionista de cabecera, y me dije que eso de thriller romántico, además de cursi, era fruto de la enajenación mental de un publicista metido a crítico. Y así es. Félix tiene de romántico lo mismo que la gran mayoría de obras de ficción: el leimotiv de la historia; en este caso un amor convertido en obsesión (como la canción) que hace avanzar una trama de tintes quijotescos en la que el entrañable personaje que da nombre a la serie (Leonardo Sbariagla se come la pantalla) emprenda una alocada huida hacia adelante junto a su vecino, Óscar (genial Pere Arquillué), peculiar escudero de aventuras más cercano al alocado Ignatius Really que al sensato Sancho Panza. De hecho, Félix podría definirse perfectamente como un cruce entre La Conjura de los necios y Fargo. O algo así. Muy recomendable, aunque al final te quede cierto regusto de serie que va de más a menos.

Continuamos este mes seriéfilo promocionado por la ONU confirmando las buenas impresiones que desprendían los primeros episodios de Counterpart (Starz). Terminada la primera temporada, ya podemos postularla como uno de los mejores estrenos del año: un thriller de espías a la vieja usanza pero disfrazado de ciencia ficción. Con una trama adictiva e inteligente que exprime las particularidades del mundo fantástico que plantea, muestra a su vez un riguroso paralelismo con los años de la Guerra Fría, con esa ambientación sobria de un Berlín dividido y lleno de conspiraciones secretas e intereses ocultos, donde los espías son los peones que sustentan un frágil equilibrio que todos quieren ver estallar pero ninguna parte quiere romper. Que un actor como J.K. Simmons, ganador del Oscar, BAFTA y Globo de Oro, sea el protagonista indiscutible de esta serie, es una  muestra más de la calidad que desprende, así como del momento dulce que vive el medio estos años. Hay que celebrar que ya ha sido renovada por una segunda temporada.

No dejamos la capital alemana y aprovechamos para reivindicar un título europeo de factura sobresaliente: Babylon Berlin (Sky 1). Con dos temporadas a sus espaldas, la serie mira directamente a los ojos de cualquier contrincante que la rete desde el otro lado del charco. Ambientada en la convulsa Alemania de entreguerras (1929), el guion despliega todas las virtudes del buen cine negro: el protagonista es un detective, en la línea del mejor Sam Spader, que es enviado desde Colonia a Berlín para destruir una cinta con la que están chantajeando a un alto cargo de la policía. La serie, adaptación de las novelas de Volker Kutscher, presenta un exquisito cuidado por la forma, regalándonos multitud de planos y escenas que no desentonarían en la gran pantalla. Esta fascinación estética, potenciada por esa suerte de ciudad del pecado que era el Berlín de aquellos años locos (y que aquí se convierte en un personaje más), completa un fascinante todo que nos invita a apartar la mirada cada poco del nudo narrativo central y echar un vistazo a las infinitas historias sugeridas en esos misteriosos callejones bañados por luces de neón.

Otra propuesta no americana y, en mi caso personal, en stand by desde su estreno en 2015: Fauda (Yes Oh), título israelí que muestra de una forma más cotidiana el conflicto judeo-palestino. Básicamente, es una serie de acción que a ratos me recordó a la maravillosa (y americana, vale) The Shield (FX), quizás por estar protagonizada por un equipo táctico de asalto que hace operaciones encubiertas en suelo palestino al estilo del Strike Team; quizás porque el jefe del grupo, Doron Kavillio, me recuerda a Vic Mackey (y no solo en su calva reluciente, sino también en ciertos rasgos de su personalidad); o quizás también porque a través de la acción, sin recurrir a grandes diálogos sesudos, refleja muy bien ambas partes del conflicto rehusando planteamientos maniqueos.

Cerramos el círculo de series extranjeras con otra norteamericana, pero sin abandonar los países árabes. The Looming Tower (Hulu) explora la historia (real) que sería el preludio del 11-S, acontecimiento que cambió el equilibro geopolítico del nuevo siglo. Retrocediendo en el tiempo hasta finales de los años noventa, asistimos a la rivalidad entre el FBI y la CIA a la hora de capturar a Bin Laden desde que emitiese por televisión sus famosas fatwas declarando la guerra santa a Estados Unidos, la cual se intensificaría tras el atentado en 1997 contra la embajada estadounidense en Nairobi (Kenia). Lo interesante del relato es la crítica que realiza a las autoridades norteamericanas, ya que de no haber sido por esa competencia absurda y esa ausencia de colaboración entre agencias, es probable que los atentados de Nueva York pudiesen haberse evitado. Se trata de una producción seria, rigurosa y bien rodada, creada por el triunvirato formado por Dan Futterman, guionista nominado dos veces al Oscar, Alex Gibney, uno de los directores de documentales más importantes de la actualidad, y Lawrence Wright, el escritor de la novela del mismo nombre en la que se basa esta miniserie y que ganó un premio Pulitzer en el año 2007.

Y hasta aquí este abril de asueto transmutado en mes de resarcimiento. Desde luego, hay vida más allá de los transatlánticos norteamericanos. Y muy interesante. Pero mientras escribo esto ya estoy pisando el acelerador de nuevo para incorporarme a la autopista televisiva. Preparado para perseguir novedades hasta llegar al horizonte. La carretera manda.

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