Federer vs. Nadal (VI): la batalla de Roma (Roma, 2006)
Aficionados de todo el mundo tenían marcado un día del calendario de la primavera de 2006. No era el de la final del Masters de Roma, sino el 11 de junio, final del importantísimo Roland Garros. Con Nadal cómodamente instalado en el número 2 del ranking mundial y Federer como número 1 indiscutible, todo hacía presagiar que el Grand Slam de la tierra batida se decidiría en una final entre los grandes astros del tenis. Sin embargo, aquel año, el ensayo general superó con creces a la tarde del estreno. A menos de un mes de su enfrentamiento más esperado, Roger Federer y Rafa Nadal despacharon el que para muchos es, por derecho propio, uno de los grandes choques de la historia del tenis.
La final del torneo de Roma de 2006 se ha visto obligada a vivir a la sombra de la cumbre más alta jamás hoyada por Federer y Nadal, el partido que ambos disputaron en 2008 sobre las canchas del All England Lawn Tennis and Croquet Club. Pero aún faltaban dos años para el día más largo de las dos leyendas. Antes, su lucha por el título de campeón de la Ciudad Eterna emocionaría al mundo del deporte.
Aprendiendo a ganar en París
Durante muchos años, Roger Federer tuvo que afrontar la temporada de tierra con una tremenda presión añadida. Con tan solo veinticinco años, su palmarés era prácticamente perfecto, pero completarlo requería ganar el último gran título que faltaba en sus vitrinas, el Roland Garros. Eso pasaba por lograr imponerse a Rafa Nadal en tierra batida.
Dos años después de su primer partido, con un mortificante uno a cuatro en contra frente al español y sumergido en una serie de cuatro derrotas consecutivas frente a su némesis, Federer debería buscar refugio en uno de sus santuarios, la hierba de Wimbledon, para recuperar el pulso en su duelo particular contra Nadal. En 2006, muchos aficionados al tenis se habían convencido ya de que, sobre arcilla, no tenía ninguna posibilidad contra su gran rival; pero, aunque en el futuro lograría arrancarle alguna victoria sobre tierra, nunca estuvo tan cerca de la épica como en aquella tarde de Roma.
El número uno afrontó su sexto partido contra el español extremadamente concentrado, en un intento por demostrarse a sí mismo que era capaz de vencer al que ya aparecía como candidato a mejor especialista sobre tierra de la historia del tenis. Pleno de confianza, sólido durante los puntos más comprometidos del encuentro, más batallador que nunca y en excelente forma, el suizo llevó a Nadal hasta su límite. Su intento por asaltar el trono del balear sobre arcilla tuvo, sin embargo, un resultado ambivalente: Federer acarició con los dedos un éxito que habría obtenido en unas condiciones y ante un rival frente al que pocos pueden presumir de haber vencido; pero, a pesar de su entrega, una vez más tuvo que presenciar cómo Nadal mordía el metal de un nuevo trofeo. Ni siquiera superarse a sí mismo, superar la perfección en la que Federer pareció instalarse durante varias temporadas, sería para él garantía de éxito en el desafío que se alzaba ante él: ganar Roland Garros para poder convertirse en el más grande de siempre. Quizá la enorme presión, sostenida en el tiempo, a la que Federer se vio sometido por Nadal, ayudó al número 1 a alzarse con el gran título que le faltaba cuando el Rey de París interrumpió brevemente su idilio con la ciudad de las luces. Cuando Federer se desplomó extasiado en 2009 sobre la tierra de la Philippe-Chatrier, el mejor tenista de la historia cuadró el círculo de un palmarés superlativo. Su mejoría sobre tierra batida había dado por fin los frutos esperados por la gran mayoría de los aficionados al tenis; sin embargo, tres años antes y sobre la tierra de Roma, Federer había tenido que aceptar, tras uno de los mejores partidos de la historia del tenis, que ni siquiera su mejor versión había podido doblegar a Nadal, a tope, y sobre tierra batida.
Un partido descomunal
En los prolegómenos del sexto capítulo de la mayor rivalidad de la historia del tenis, aficionados y comentaristas intercambiaban impresiones: «Algún día podremos decir que vimos a jugar a Federer y Nadal». Casi cinco horas después, todos los que habían presenciado el espectáculo sabían que, en adelante, bastaría con decir: «Yo estuve en la final de Roma», uno de los mejores partidos de la historia del tenis.
Para que un choque entre estos dos jugadores adquiera un especial protagonismo en su trayectoria común, los dos campeones debieron llegar a él a su máximo nivel, tanto deportiva como mentalmente. Aquella tarde, la concentración y la lucha de Federer y la precisión de Nadal permitieron a los espectadores presenciar un espectáculo digno del imponente recinto deportivo en el que ambos compitieron. Decidido a que los torneos de preparación del Roland Garros fueran un punto de inflexión en sus enfrentamientos contra Nadal, el número 1 suizo puso la directa en cuanto comenzó el encuentro: con agresividad contenida, Federer comenzó a desplegar su tenis total en la pista del Foro Itálico y llevó siempre la delantera en el marcador del primer set. El balear, por su parte, respondió con su habitual intensidad y supo construir, a pesar del nivel de su oponente, algunas alternativas técnicas. Logró incluso recuperar el break inicial que el de Basilea había logrado arrancarle con su amplísimo catálogo de golpes (winners desde el fondo de la pista, boleas en la red, dejadas…) y se mantuvo con vida mientras avanzaba el partido.
Tras una media hora inicial estratosférica, ambos jugadores se concedieron una tregua y navegaron con más tranquilidad por la segunda parte del set, que parecía dirigirse a una resolución de infarto. Con cuatro iguales en el marcador, ambos trataron de soltar nuevamente el brazo, pero pronto hizo acto de presencia la prudencia con la que los grandes afrontan los tramos decisivos de los partidos importantes, como el tie break que cerraría el set. El nivel de exigencia psicológica era máximo y el primer gran pulso de la tarde iba a ganarlo, con total rotundidad, Roger Federer: ante un Nadal que ni siquiera pareció especialmente atenazado, el genio suizo arrasó sin miramientos a su rival en un desempate en el que jugó muy dentro de la pista y envió golpes ganadores en todas direcciones. Inteligentísimo al resto, enviando bolas profundas o a los pies de su rival, consiguió dominar la cancha como si de una pista rápida se tratara y endosó un espectacular 7 – 0 a Nadal.
Tras la reanudación, pronto quedaría claro que aquella tarde los campeones no se iban a dar tregua. Nadal arrancó el segundo set tratando de subir la intensidad de su juego, buscando más ganadores y Federer, lejos de concederse un respiro, respondió manteniendo el pulso con su servicio. Los juegos se sucedieron rápidamente en una fase de juego menos espectacular, pero de una dureza mental considerable. Con cuatro iguales de nuevo en el marcador, Nadal comienza a asumir más riesgos, tratando de cambiar el guion que le había llevado a despedirse de la primera manga y, tras ganar en blanco su quinto servicio, presiona a Federer. Este, a su vez, cada vez sufre más para sacar adelante su saque. El balear llegó incluso a disponer de una bola de set al resto, gracias a su progresivo dominio de los intercambios largos, llevando el partido a su terreno; sin embargo, con todo en contra, Federer logró salvarla con una bolea digna del mejor jugador de la historia: prácticamente pasado, golpeó la bola a la desesperada y logró enviarla a la mismísima línea de cal. Con un nivel de entrega máximo, Federer intentaba retomar el control de la manga, pero enfrente tenía a un jugador que en el segundo set solo había cedido cinco puntos con su servicio, de modo que, irremediablemente, ambos se encontraron afrontando el segundo desempate de la tarde.
Sobre el Foro Itálico planeaba la sombra de la paliza que Federer había propinado al español en el cierre de la primera manga. Durante unos minutos, dio la impresión de que el propio Nadal estaba siendo presa de los nervios, cuando en el cuarto punto del desempate falló una bolea sencillísima y concedió a Federer un minibreak con el que el suizo se adelantaba 3 a 1; sin embargo, uno de los motivos por los que Rafa Nadal ocupa ya un lugar de privilegio en la historia del tenis es su increíble capacidad para gestionar la presión. Muchos jugadores habrían sido incapaces de afrontar con entereza lo que restaba de tie break en aquellas condiciones; en cambio, Nadal dio un paso adelante y comenzó a golpear la pelota con mayor seguridad. De repente, las dudas pasaron al otro lado de la red. Si aquel partido épico tuvo un verdadero punto de inflexión, probablemente fue este: con todo a favor, Federer cometió dos fallos absolutamente inexplicables en la red, enterrando sus opciones de ponerse 2 sets a 0 y entregó en bandeja el empate al mejor jugador de la historia sobre la tierra batida.
Por un momento, pareció que se había roto el hechizo. Federer estaba jugando como nunca y, aunque aún no estaba perdiendo como siempre que se enfrentaba a Nadal en arcilla, parecía que era cuestión de tiempo que lo hiciera. El propio Roger entró sin convencimiento al tercer set y su rival se lo hizo pagar: por primera vez en todo el partido, aficionados y comentaristas recordaron que estaban viendo un choque entre un jugador superlativo que, a pesar de serlo, nunca podría ganar al mejor Rafa Nadal sobre tierra batida. El suizo se mantuvo dentro de la manga durante los primeros juegos, en los que el español cometió algunos errores, pero poco después reincidió en sus fallos subiendo a la red y el de Manacor le arrancó un break, castigándole con sus clásicos pasantes y esperando el fallo de su rival, ahora más impreciso. Nadal, además, supo manejar el tempo del partido durante este tramo del choque y, tras poner tierra de por medio en el marcador, durmió el encuentro, que hasta entonces había tenido un ritmo endiablado. Pronto, tanto él como Federer estaban ganando con facilidad sus servicios y eso fue suficiente para que el español cerrara el set con un juego en blanco que parecía alejar la épica de la final del torneo.
El suizo comenzó un tanto cabizbajo el cuarto set, en cuyo primer juego Nadal tuvo dos bolas de break con las que podría haber privado a la afición de un partido para recordar. Federer optó entonces por asumir cada vez más riesgos y, sostenido por su talento, comenzó a conectar golpes que pocos jugadores pueden imaginar y casi ninguno ejecutar. Animado por su propio genio tenístico, el suizo reconectó entonces con la motivación con la que había entrado al partido y aunó lo mejor de los aspectos técnicos, físicos y mentales de este maravilloso deporte, desatando un inesperado vendaval ante el que ni siquiera Nadal, sobre tierra, podía hacer nada. La tormenta terminó con un espectacular 4 a 1 en el marcador del set, el puño de Federer apretado frente a su rostro y un tremendo grito con el que el suizo consiguió empatar el partido, a falta del trámite de hacer subir otros dos juegos a su casillero. El «allez!» de Roger retumbó otra vez en el estadio cuando finalmente hizo subir el 6 a 2 al marcador. Iba al quinto set contra el mayor especialista en tierra del momento, pero lo hacía muy entero físicamente y en un excelente momento de juego. Con el partido de nuevo empatado, el choque parecía estar a punto para entrar en los anales del tenis.
Hay muchos motivos por los que este enfrentamiento entre Federer y Nadal quedó registrado en el imaginario colectivo como un hito deportivo: primero y sobre todo, se debe a su papel destacado en la portentosa rivalidad que construyeron los dos protagonistas; pero dos figuras míticas no iban a ser suficiente. Era necesario que el desenlace estuviera a la altura. Era necesario que el quinto set fuera una batalla épica y emocionante. Y así fue.
Tras cuatro extenuantes horas de juego, ambos entraron con fuerza en el último acto del encuentro, jugando muy agresivo y manteniendo sus primeros servicios con cierta solvencia; a pesar de ello, pronto el cansancio iba a hacer saltar por los aires cualquier lógica. Con 2 – 1 a favor de Federer y Nadal al saque, la lucha de golpes ganadores comenzó a decantarse a favor de la perfección suiza, que lanzó un auténtico alarido de rabia cuando consiguió el primer break del último set de la final. Inmediatamente, tratando de hacer sangre ante la momentánea debilidad de Nadal, Federer se dispuso a sacar y continuó asumiendo riesgos hasta ponerse a un solo punto del 4 – 1. Nadal detuvo por fin la hemorragia con un resto a los pies del de Basilea e inmediatamente consiguió dos bolas de break que no consiguió materializar. En uno de los tramos más disputados del partido, el excelso saque de Federer se hizo finalmente notar y el número 1 consiguió cerrar un juego que parecía acercarle mucho al título de campeón.
Todos los asistentes, todos los aficionados al tenis, sabían perfectamente que Rafa Nadal no iba a bajar los brazos a pesar de la situación casi límite en la que se encontraba, pero, una década después y a pesar de la progresión general del tenis, todavía sorprende ver la virulencia de sus golpes durante el siguiente juego, tras casi cinco horas sobre la pista. Extramotivado, Rafa Nadal sirve con solvencia y devora la pista para endosar un rotundo juego en blanco a Federer que, lógicamente, da por amortizado el juego y ahorra energías para lo que se antojaba como un servicio decisivo. Con 4 – 2 a su favor en el marcador, el suizo se encontró, una vez más, con la temida versión de su rival que siempre le obligaba a golpear una vez más cuando parecía que ya había perdido el punto una, dos, tres veces… Con la grada absolutamente entregada, Nadal logró resistir durante el séptimo juego del set a pesar de que la calidad del saque y los golpes de Federer no parecían resentirse por el esfuerzo. Con el suizo a un solo punto del 5 – 2, Nadal juega más largo que nunca, saca a su rival de la pista provocando errores no forzados y consigue una bola de break épica. Ante la incredulidad de los hinchas, logra transformarla inmediatamente a pesar del buen saque de su rival, que dispuso de dos golpes francos, a mitad de pista, pero finalmente arriesgó demasiado y envió un golpe demasiado largo. El jugador más físico y tenaz del tenis mundial estaba de vuelta y serviría para empatar el set.
Durante los siguientes minutos, ambos jugadores ganaron el resto de sus servicios y llevaron la final del torneo de Roma de 2006 hasta un agónico desempate final. Por el camino, dejaron algunos puntos antológicos: con 15 iguales y 4 – 3 para Federer, Nadal rompió un intercambio muy conservador desde el fondo de la pista con una dejada estratosférica; en el noveno y con el drive paralelo de Nadal como invitado de excepción en este tramo del partido, Federer se sostuvo con el saque y cerró el juego con un revés angulado que, tras botar sobre la línea, se escapó casi hasta la grada. Con Federer adelantándose con cada servicio y Nadal empatando siempre el partido, todo se decidiría en el tercer y definitivo tie break de la final.
El reloj estaba punto de marcar las cinco horas de juego y los dos jugadores mantenían el tono físico. Los primeros puntos del minipartido que ambos iban a disputar fueron de tanteo: Federer hizo bueno su primer saque gracias a un resto excesivamente largo de Nadal e, inmediatamente, el español igualó el marcador gracias a un error de Federer, que envió uno de sus golpes a la red. Con Nadal aún al servicio, Federer ve mala una pelota y llama al juez de silla, que le explica, entre los silbidos del respetable (en tenis la afición no perdona discutir con el árbitro ni siquiera al mejor jugador de la historia), que el golpe es bueno y finalmente ordena repetir el punto. El público termina de enervarse cuando ve que en el siguiente intercambio el suizo consigue finalmente el minibreak, tomando ventaja en el desempate. Además, inmediatamente hace bueno el primero de sus saques y logra ponerse 3 – 1 arriba. La situación se complicaba para Nadal, que trataba de reaccionar defendiéndose sobre la arcilla como solo él sabe hacerlo, aprovechando los deslizamientos que permite la superficie. Pero, a pesar de su esfuerzo, con 5 – 3 abajo y Federer al servicio, un golpe se le quedó corto y el suizo avanzó con inteligencia hacia la pelota, dispuesto a conseguir tres bolas de partido con un golpe ganador.
Cuando una rivalidad deportiva como la protagonizada por Roger Federer y Rafa Nadal se desequilibra tan claramente en favor de uno de los jugadores, la explicación debe ser necesariamente más profunda que la mera acumulación de instantes en los que un contendiente decide mejor que el otro. Al analizar detenidamente los partidos que han enfrentado a estos grandes campeones, resulta obvio que el factor mental es el que ha permitido a Rafa Nadal imponerse, con cierta claridad, al mejor tenista de la historia. El balear es un deportista que se desenvuelve especialmente bien cuando la presión cae sobre la pista ahogando a todos bajo su peso y, Federer, en cambio, es un genio del deporte que supo añadir a sus condiciones naturales una envidiable capacidad de lucha, pero ha estado siempre menos acostumbrado que su gran rival a nadar contracorriente. Aquel día, en Roma, Federer volvió a fallar un golpe que, en condiciones normales, debería haber sacado adelante con los ojos vendados. El suizo debería haber tenido tres bolas de partido y debería haber estado en condiciones de transformar, por pura calidad, alguna de ellas, alzándose con el trofeo de campeón. Pero nada de eso ocurrió, porque caminó hacia la pelota, armó su maravilloso drive y envió su mejor golpe directamente fuera de la pista; no ocurrió porque regresó cabizbajo a restar y, aunque resistió con entereza una decena de derechas de Nadal, finalmente volvió a fallar y concedió a su rival el 5 iguales; no ocurrió porque decidió restar el siguiente saque con su revés, pero sin la confianza necesaria, y Nadal consiguió su primera bola de partido; y no ocurrió porque, finalmente, sirviendo ya sin confianza, perdió rápidamente la iniciativa del último punto de un partido épico y, aunque trató de defenderse hasta el último instante, de nuevo tuvo que caminar derrotado hacia la red, mientras su rival celebraba su victoria en Roma como si hubiera ganado un grande.
Una batalla que cambió las reglas de la guerra
La final de Roma en 2006 supone un punto de inflexión en la historia reciente del tenis. Federer y Nadal habían honrado el torneo afrontando la final como si se tratase de todo un Grand Slam. Su incipiente rivalidad personal les había llevado más allá de los límites de esfuerzo a los que los tenistas estaban acostumbrados en los Masters Series y las consecuencias de su entrega se comenzaron a sentir en el circuito mundial en los días posteriores: ambos decidieron cancelar su participación en el torneo de Hamburgo, próximo de la temporada de tierra, por problemas físicos; los aficionados alemanes, que habían comprado sus entradas esperando asistir al próximo capítulo de esta historia, se sintieron estafados. La bola de nieve echó a andar y la comunión de intereses de televisiones, organizadores y jugadores impuso un importante cambio en el calendario anual: a partir de 2007, solo los torneos de Grand Slam y los partidos de Copa Davis se disputarían al mejor de cinco sets.
Pero esa no fue la única consecuencia del fantástico partido que los dos campeones habían disputado. Roger Federer había hecho uno de los mejores partidos de su carrera sobre tierra batida; había remontado un partido que por momentos se le escapaba y había demostrado una enorme entereza física a lo largo del quinto set. El mensaje era, sin embargo, ambivalente: en el momento decisivo, se había vuelto a desmoronar y los daños psicológicos convertían el desafío de Rolland Garros 2006 en una tarea casi imposible para el suizo. En tierra batida y con un terrible 1 a 5 frente a Nadal, sería muy complicado para él volver a afrontar un partido contra el español con la misma convicción. Tan solo unas semanas más tarde, Nadal volvería a dejar claro, sobre la arcilla de París, que Federer tendría esperar a que las lesiones le obligaran a desmantelar momentáneamente su dictadura sobre suelo francés. El suizo, por su parte, tendría que esperar hasta Wimbledon para volver a ganar a su mayor rival. Durante mucho tiempo, el más grande de siempre tuvo que seguir concentrado en amasar el mayor palmarés de la historia, a la espera de que el caníbal de la tierra batida le permitiera hacerse con la guinda de su pastel, el Rolland Garros de 2009. La corona de tierra que impedirá para siempre que se discuta la leyenda de Roger Federer.
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