Fonchito o la infancia perversa
Si pudiéramos entrar en las novelas de Mario Vargas Llosa y preguntarle a Don Rigoberto qué es la infancia, seguramente nos respondería, condescendiente, que una de tantas categorías colectivistas. Acto seguido, nos explicaría, entre indignado y didáctico, que este tipo de falacias agrupa lo disímil por naturaleza. En el caso de los niños, ¿por qué reunir bajo el criterio de la edad a seres que poco más tienen en común? Su hijo superdotado, Alfonso, Fonchito para los amigos, le proporcionaría un argumento inapelable para reafirmar esta creencia. Porque tiene la inocencia que se presupone a sus años, pero también una astucia maquiavélica con la que descoloca una y otra vez a su padre y su madrastra, Lucrecia. Ellos nunca tienen la iniciativa cuando se trata de este pequeño diablo, presentado siempre como la personificación de los opuestos: luz y oscuridad, pureza y perversión…
En el comienzo de Elogio de la madrastra, nada hace suponer que Fonchito va a ser el desencadenante del drama. Sin embargo, la felicitación de cumpleaños que dedica a Lucrecia, más allá de su cándido entusiasmo, contiene un aspecto inquietante. La presenta como la más buena y la más hermosa, con intachable devoción filial, pero de inmediato asegura que sueña todas las noches con ella. ¿Por qué esta desmesurada libertad? Habla como hijo, desde luego, pero su lenguaje delata también al enamorado. ¿Es acaso consciente? No podemos estar seguros… Pero lo cierto es que no tardará en besarla en la oreja, en buscar sus labios, con una desenvoltura que contradice su inexperiencia supuesta.
Lucrecia se resiste a pensar nada malo porque le parece imposible que en esa figura angelical haya nada pecaminoso. «¡La podrida eres tú!», se dice en un intento de autoconvencerse de que no sucede nada fuera de lo normal. Empeño vano: las ¿simples? caricias del pequeño encienden su deseo y todo intento por contenerlo va a resultar inútil. Aún no lo sabe, pero él la espía desde el techo mientras se baña, sin importarle el riesgo que corre de sufrir una caída aparatosa. La escena viene a ser una recreación de la bíblica Susana observada por los viejos. Porque Fonchito, en cierto sentido, también es un anciano. ¿Actúa con espontaneidad o con premeditación? Imposible discernirlo. Es, como señala Efrain Kristal, el carácter más impenetrable de la novela. Este crítico lo define, significativamente, como el «íncubo de Lucrecia». Es decir, como un diablo que adopta forma humana para seducir a una mujer.[1]
Los malos augurios se cumplen, aunque por razones distintas a las esperadas. No es el odio del chico hacia la madrastra lo que pone en peligro su matrimonio sino su excesiva cercanía, su capacidad para desarmar todas sus defensas de mujer experimentada. Por la diferencia de edad, lo normal sería suponer que nos encontramos ante un caso de corrupción de menores, pero nada más lejos de la verdad. El auténtico corruptor es Fonchito, un príncipe de la ambigüedad que convierte su inteligencia en un arma irresistible de seducción. ¿Con mala fe? Queremos creer que en ningún momento tiene conciencia de meterse en un juego peligroso. Por eso, cuando Lucrecia procura marcar distancias, no puede entender esa frialdad repentina, se desespera entonces y amenaza con matarse, en una parodia regocijante de lenguaje desaforado de esos melodramas que tanto gustan a Vargas Llosa. Una vez más, la frontera entre el afecto hacia la madrastra y el deseo animal se vuelve muy, pero que muy difusa.
Nuestro muchacho, con todo, tiene la conciencia tan limpia que aprovecha la redacción que le mandan en el colegio, de tema libre, para contar su descubrimiento de los placeres de Venus. Con una ingenuidad provocativa: los tabúes habitan en la mente sucia de los mayores. Antes de que presente el texto, Rigoberto lo lee. Naturalmente, su primera reacción es tomar la historia por un disparate calenturiento. Fonchito ni siquiera imagina que está provocando la separación de sus padres, aunque también es posible que todo sea una trampa refinada. Incrimina sin remordimientos a la madrastra porque sabe que todos la culparán a ella, la corruptora, la degenerada, mientras él quedará como la débil víctima. Tras el desastre, sorprende la indiferencia con la que habla de la misma Lucrecia que antes idolatraba, pero esta es la actitud típica del depredador sexual. Se deshace sin complejos de su presa una vez satisfecho su apetito.
Pese a todo, sigue siendo un niño. No es, como Mafalda, un adulto en un cuerpo por desarrollar. Sin embargo, mejor no prestar demasiado crédito a lo diga si no queremos volvernos locos. Cada vez que habla, su aparente franqueza nos convence. Tanto que una y otra vez caemos en sus celadas, sin advertir que nos medimos con un fabulador nato, al que los dioses han bendecido con el don de la verosimilitud. Ni siquiera tenemos la certidumbre de que su aparente candidez no sea más que una pose, un arma con la que manipularnos y vencernos.
Tras la caída, sin embargo, viene la redención. En el inicio de Los cuadernos de don Rigoberto, Fonchito se presenta en casa de Lucrecia decidido a que sus padres se amisten, confiado en sus dotes para la persuasión. La madrastra, al principio, siente recelos. No ha olvidado quién fue la causa de su desgracia. Poco a poco, sin embargo, se deja ganar.
Ella está tentada de creer que el pequeño exhibe un escandaloso cinismo, al comportarse como si nada hubiera ocurrido. No acierta a darse cuenta de que, en la conciencia del chiquillo, la relación sexual solo es una anécdota sin la mayor trascendencia. Un juego excitante, sí, pero que se arroja con tranquilidad al desván del olvido. Eso es lo que hacen todos los niños, ¿no? Ahora solo cuenta una cosa, devolver la alegría a un Rigoberto que, desde la ruptura, no ha dejado de vagar como un alma en pena. Para desesperación de su hijo, porque este, aunque lo ha engañado con su mujer, no cree haber hecho nada malo. En ningún momento ve a su padre como a un rival. Lo quiere tanto o más que antes.
Será increíblemente retorcido, pero, como corresponde a su edad, no deja de tener reacciones infantiles. Aspira a que le compren una moto, en premio de sus buenas notas, o sigue con atención fanática la vida y milagros de su ídolo. Solo que no se fija en una estrella del rock o un futbolista, como sería habitual. Su modelo a seguir es un pintor austríaco, Egon Schiele, muerto en 1918. Vargas Llosa plantea aquí un sutil juego de espejos entre dos jóvenes tocados por las hadas de la genialidad y lo prohibido. Fonchito, con su imaginación afiebrada, se mira en el modelo libertino de Schiele, fascinado con su sexualidad transgresora, hasta el punto de creerse un alter ego del artista, destinado como él a ser una estrella fugaz. Todo desde una concepción del arte como celebración libérrima del espíritu, más allá de las ataduras de los convencionalismos morales. Importan los lienzos, no con quién se acostaba su artífice. Al mismo tiempo, el pequeño se reconoce en su personalidad esquizofrénica. Ambos son dos seres en uno. La enfermedad, real en un caso, seguramente imaginaria en el otro, se convierte en un símbolo no solo del genio sino de una naturaleza escindida en la que se reúnen poderes asombrosos. Fonchito, ¿una versión amable del Doctor Jekyll? Tal vez…
A Lucrecia, esta identificación tan fuerte con un pintor de desnudos la asusta. Percibe un peligro de despersonalización. ¿No sería mejor que su hijo tuviera amigos de su edad? Pide lo imposible… Para el muchacho, sus compañeros carecen por completo de interés. No son sus iguales, sino idiotas que se preocupan por tonterías. A la madrastra le gustaría llamar la atención de su ex sobre los problemas que acechan al niño, pero, en esos momentos, la reconciliación se le antoja una quimera imposible. Solo Fonchito cree en ella, insistiendo una y otra vez en que su padre no hace otra cosa que añorarla. Es entonces cuando entran en juego unos misteriosos anónimos, en los que supuestamente su marido le declara su incombustible pasión. Lucrecia, sin embargo, recela. ¿No serán obra de su enredador hijastro? Posee indicios en esa dirección, pero nunca la prueba definitiva. Cada vez que le acusa de haberlos enviado, él niega con absoluta convicción.
Trascurren así diversos avatares, sin que el lector tenga la seguridad de lo que ha ocurrido realmente hasta el desenlace de la novela. Sabemos, al final, como quizá intuíamos sin estar seguros, que nuestro querubín ha urdido con mano maestra el plan que recompone su hogar. Los diez anónimos que recibe la madrastra son obra suya, un corta y pega genial a partir de los diarios privados de su padre, que ha escudriñado clandestinamente. Se produce así una hermosa paradoja: las cartas apócrifas de don Rigoberto son, en realidad, tan suyas como si las hubiera escrito de su propia mano. Para las que él recibió mientras tanto, Fonchito se inspiró en las novelas de Corín Tellado. Con un éxito completo, porque su padre no advirtió la impostura. La mentira se pone así al servicio de una buena causa, la recuperación de la armonía perdida entre los esposos. Por eso, cuando Fonchito asegura que él siempre dice la verdad, en el fondo lleva razón. Porque aquello que los ojos no pueden ver, cuenta más que la epidermis de los acontecimientos. De no ser por su intervención providencial, Rigoberto y Lucrecia habrían permanecido separados, prisioneros de sus respectivas miopías.
La bestia cede así ante el ángel. En lo que concierne al mismo, sus progenitores, dos adultos inteligentes y seguros de sí mismos, se muestran desconcertados y dubitativos. Como si fueran dos guiñoles que Fonchito maneja según sus intereses. Por suerte, aunque el niño hubiera podido aprovecharse de su situación, escoge hacer el bien. Lucrecia, en una tremebunda confesión a Rigoberto, admite que no se ha mantenido casta durante el tiempo de separación por mérito propio. Una leve insinuación del pequeño y habría sucumbido a la tentación, impotente ante una fuerza que la sobrepasa. Comprensivo, Rigoberto la acoge. Porque la ama. Porque el otro es su propio hijo, versión corregida y aumentada de sí mismo. Porque ahora sabe que en el culebrón que han vivido los suyos no hay culpables, en el sentido judeocristiano que su agnosticismo se niega a aceptar. Tener pensamientos turbios y deseos oscuros, de acuerdo con su ética, no es algo de lo que avergonzarse sino un requisito indispensable para una vida plena, fecundada por la inteligencia y la fantasía. El concepto común de bondad, en cambio, no le atrae. A sus ojos, equivale a idiotez, a conformismo.
¿Nos situamos ante un canto a los valores tradicionales de la familia, como quiere Roland Forgues?[2] Sí y no. Más bien no, porque los protagonistas constituyen una suerte de trinidad pagana que subvierte los esquemas de la herencia católica.
Fonchito reaparecerá en El héroe discreto, la última novela del nobel peruano hasta la fecha. En esta ocasión, la tempestad ya ha pasado, pero la felicidad del núcleo familiar no deja de conocer sobresaltos. El niño coincide una y otra vez con Edilberto Torres, un desconocido que parece saber mucho, demasiado, de él, mientras aparece y desaparece con el mayor de los misterios. ¿Obedecen tantos encuentros a la casualidad? Rigoberto, lógicamente, desconfía. Teme una estrategia de acoso, pero no puede estar seguro. No hay posibilidad de verificación porque solo su hijo ha visto al extraño personaje, de manera que no hay forma de saber si se trata de un hombre o un espíritu maligno. Eso, sin contar la posibilidad de que todo sea producto de una imaginación infantil exaltada, ansiosa por llamar la atención. Partimos aquí de un miedo típico: ¿qué padre o madre no aconseja a sus retoños que no acepten caramelos de extraños? La situación, sin embargo, pronto adquiere perfiles surrealistas, con un Vargas Llosa que parece contagiarse del espíritu travieso de Fonchito, de manera que ambos juegan a confundir al lector. Al final, no sabemos si el dichoso Edilberto existe o no, pero solo nos importa cuánto hemos disfrutado con el sentido lúdico del relato.
1KRISTAL, EFRAIN. Tempation of the Word. The novels of Mario Vargas LLosa. Nashville. Vanderbilt University Press, 1999. pág 170.
2FORGUES, ROLAND. Mario Vargas llosa. Ética y creación. Lima. Universidad Ricardo Palma/Editorial Universitaria, 2009, pág 156.
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