Gilgamesh: el héroe que temía morir
En arqueología, la estratigrafía constituye el eje esencial de un yacimiento, la forma en que los restos de distintas épocas se acumulan uno sobre otros, cómo se suceden las culturas, los lenguajes, los instrumentos, los estilos artísticos; una ciudad es destruida, por el fuego, por la guerra, por el paso del tiempo y sobre sus cenizas se eleva una nueva urbe, repitiéndose el ciclo durante siglos, milenios, formando una montaña de tiempo calcificado. En ocasiones una era deja extrañas pervivencias en la siguiente o podemos encontrar interpolaciones del futuro, insertas en un contexto que le es extraño; otras veces una época es borrada completamente por un desastre natural o las acciones de sus descendientes, dejando enigmáticos huecos en el registro.
Algo parecido puede decirse de la historia de Gilgameš, uno de los grandes relatos mitológicos de la humanidad, pero conservado en versiones fragmentarias y reconstruidas, escritas a lo largo de milenios en tierras y en lenguas distintas; textos que deben encajarse como un puzle para intentar llegar a una comprensión del original. Para más inri, siguiendo con la metáfora, se trata de un rompecabezas aún incompleto, o aún mejor, de piezas de un centenar de distintos puzles incompletos que, aunque muestran esencialmente la misma escena, lo hacen con estilos, puntos de vista y formas diferentes. Aquí se conserva una cabeza, allá un brazo, o quizás sólo un ojo perfecto y completo rodeado del vacío, imposible de unir con otros fragmentos, que nos mira a través de los milenios. Todavía seguimos buscando respuetas, encontrando a veces nuevas preguntas y nuevos misterios donde creíamos tener certezas.
Muchas versiones modernas del texto intentan reducir este aspecto de fragmentación, de incoherencia, aportando una estructura externa o intentando unificar los tonos y las voces; interpretar para nosotros ese caos. Así, Gilgamesh (versión de Stephen Mitchell), publicada en español por Alianza, parte de las traducciones existentes para crear su interpretación de la historia, no sin polémica. Más sobria y más fiel es la Epopeya de Gilgamesh (versión de Andrew George), que en castellano ha sido publicada por Penguin. También cabe mencionar las versiones infantiles y juveniles, como Gilgamesh, el rey que no quería morir de Franco Vaccarini.
Otras ediciones, sin embargo, se muestran orgullosas de esta fragmentación, nos muestran sus grietas y sus discontinuidades, sus incoherencias y sus lagunas, como orgullosas señales de su historia y longevidad; de su supervivencia a pesar de todo. Es el caso de la recién reeditada por Trotta Gilgameš, rey de Uruk con traducción y edición de Joaquín Sanmartín, que ofrece las herramientas para construir nuestra propia visión, aunque a veces pueda ser contradictoria o difícil.
La versión que se considera canónica o versión estándar, fue compilada, posiblemente, en torno al 1300-1000 a.C., quizás por un escriba llamado Sîn-leqi-unninni, escribiendo en lengua acadia. El título en acadio por el que es conocida esta versión proviene de la primera línea de su primera tablilla: «Sha naqba īmuru» o «el que vio lo más hondo». Fueron once tablillas, a las que se anexó una doceava adicional, prácticamente independiente, pero, para entonces, era ya materia clásica: había sido conservada en los textos cuneiformes que los aprendices de escribas copiaban, para aprender su arte, y transcrita en varias de las lenguas del antiguo Oriente Próximo como el acadio, pero también el sumerio o hitita. Aún más tiempo había pasado desde la supuesta vida de su protagonista, Gilgameš, que aparece en las listas de reyes antiguos, situando su reinado en torno al 2600 a.C. Entre ambos momentos existen poemas, fragmentarios e independientes, que sirven de puente entre historia olvidada y epopeya recreada.
La narración, hasta donde la podemos seguir, se divide en varios episodios diferenciados que en origen debieron ser distintos relatos, protagonizados por los mismos personajes o por otros distintos; no estaban por tanto, hilvanados, pero poco a poco se unificaron en un ciclo completo.
Así, en una primera parte se nos presenta la fabulosa ciudad de Uruk, sus templos y monumentos, su magnífica muralla, y a su rey «dos tercios divino y un tercio mortal» (combinación de difícil aritmética), el poderoso Gilgameš. Pero este rey, pese al laudatorio prólogo, ha devenido en tirano, oprime a su pueblo (la forma exacta de la opresión es poco clara en el texto) y sus súbditos, afligidos, solicitan la ayuda de los dioses. Estos, que aparecen como poderosos reyes y reinas, humanos en sus reacciones y pensamientos, crean a Enkidu, el hombre-animal, que debe ser tan fuerte como el rey, para vencerlo y enseñarle humildad.
Enkidu vive en un principio en el bosque: un hombre salvaje que corre con las bestias salvajes, hasta que es civilizado y humanizado por el contacto íntimo con una prostituta del templo, enviada por el rey para ello. Es entonces cuando el antiguo salvaje, expulsado de su edén animal, decide atacar a Gilgameš. Ambos luchan y el rey triunfa, pero en vez de acabar con su enemigo lo acoge como su amigo (y, es posible que también como su amante si hacemos caso a las metáforas matrimoniales que se acumulan en el texto).
A continuación la segunda porción significativa narra como Gilgameš decide organizar una expedición para derrotar al ogro Humbaba, que vigila los bosques de cedros sagrados, por orden de los dioses. Enkidu en principio protesta e intenta disuadir a su amigo, pero este insiste proclamando que de esta manera les espera la gloria imperecedera, la inmortalidad en los relatos de los hombres; un ansia muy propia del héroe épico de todos los tiempos, donde podría reconocerse el Aquiles que elige una vida «corta y gloriosa» y sella su propio destino frente a Troya. Superadas las discrepancias, Enkidu y Gilgameš parten y, tras sueños proféticos y un viaje de proporciones épicas, se enfrentan y derrotan al ogro, pese a las advertencias del funesto destino que esto puede, o más bien debe, en un sentido trágico, acarrearles.
No contentos con eso, también ofenden a la diosa Ištar, que desea convertir a Gilgameš en su consorte, y matan al Toro Celeste que la divinidad envía para vengar su agravio cuando este se niega. Este fragmento es extremadamente curioso por la falta de reverencia que parece mostrarse hacia la diosa, que aparece ofendida de forma casi cómica por la negativa del rey de Uruk, expresada en palabras nada amables.
Y entonces llega el momento fundamental del relato, el punto de inflexión: Enkidu enferma y muere en brazos de su rey, amigo y quizá amante. Este, de pronto, como un niño que por primera vez se enfrenta a ella, descubre el sin sentido de la muerte, la tragedia fundamental, y no puede soportarla. Tras organizar un fabuloso funeral, abandona su palacio, abandona la civilización y vaga por la Tierra en busca de una respuesta, de una solución a la muerte. Pero, pese a que sus esfuerzos le llevan hasta los límites del mundo, no la hay. Las respuestas que escucha, vive mientras puedas, disfruta de los placeres que tienes a tu alcance, sáciate de la vida pues esta es fugaz, no le satisfacen. No pueden satisfacerle.
Sus viajes le conducen finalmente hasta el único humano que ha devenido en inmortal: Utnapištim, el superviviente del gran Diluvio, aquel que construyó un arca en la que salvó a las especies de la Tierra de la destrucción ordenada por los dioses. Gilgameš le pide el secreto de su inmortalidad y este le cuenta, en un largo interludio, la historia del Diluvio y cómo los dioses, arrepentidos de su acto que casi les deja sin adoradores y por tanto débiles y hambrientos, le recompensaron con la inmortalidad. Hay aquí otra visión irreverente de los dioses, descritos casi como parásitos que están a punto de morir por haber prácticamente exterminado a su anfitrión.
Aunque queda claro, tras una prueba que el rey no supera, que Utnapištim no puede concederle lo que busca, sí le indica la existencia de una planta que crece en el fondo del mar abismal y puede devolverle a aquel que la consuma la juventud. Gilgameš consigue la planta pero la pierde a continuación, robada por una artera serpiente, antes de poder consumirla. Así debe volver a Uruk, abatido y, aparentemente, sin nada que mostrar por sus esfuerzos.
Sin embargo, a su regreso a Uruk trae consigo la sabiduría de los tiempos antediluvianos y también la comprensión, ya que no la aceptación, de su mortalidad. El poema se cierra de nuevo ensalzando las murallas de su ciuda, los magníficos templos; pero ahora es la voz de Gilgameš la que nos habla, es él el que observa su reino, ya satisfecho, y acepta su destino.
No obstante, un mero resumen no destaca todas las particularidades de la historia: ya hemos anotado la peculiar actitud casi cómica hacia los dioses en algunos fragmentos o la combinación de la naturaleza mitológica de algunos episodios (en su vertiente de conformadora de la realidad) con otros de naturaleza más legendaria y aventurera. La paradoja fundamental es que, efectivamente, Gilgameš consiguió mediante este relato cierta forma de inmortalidad, quizás la única posible, y la que él mismo invoca como justificación de su plan de matar a Humbaba: su nombre será recordado mucho tiempo después de que su ciudad yazca en ruinas y, de la misma manera, quizás el plan de los dioses de enseñar humildad a Gilgameš, creando a Enkidu, se cumpliera de una forma mucho más enrevesada que la más evidente.
Aunque ecos de sus episodios se encuentran en mitologías posteriores, durante muchos siglos fue una historia olvidada, hasta que el redescubrimiento del cuneiforme y los grandes yacimientos de tablillas la volvieron a traer a la luz a mediados del siglo XIX. El descubrimiento de los restos de distintas bibliotecas de tablillas, principalmente la biblioteca real de Nínive, por Hormuzd Rassam en 1857, abrieron las puertas a un mundo que había sido casi olvidado, vislumbrado principalmente a través de los vestigios presentes en la mitología bíblica.
Y así resultó inevitable que, cuando los primeros fragmentos del relato de Utnapištim fueron descubiertos, el entusiasmo despertado en algunos círculos fuera inmenso, interpretado desde una lógica bíblica: muchos querían ver en estos fragmentos una prueba de la realidad del relato de Noé. Esto, sin duda, contribuyó a que los fragmentos del relato fueran buscados y conservados con entusiasmo por aquellos que querían buscar la verdad de su fe en la literalidad del relato (de los que aún quedan, me temo, unos cuantos).
Así, cuando George Smith publicó la primera traducción moderna, parcial, de la epopeya, lo hizo en un libro titulado The Chaldean Account of Genesis (1876), transcribiendo por cierto erróneamente el nombre del protagonista como Izdubar, aventurando además una identificación con el Nemrod bíblico, gran cazador y constructor de la Torre de Babel.
La investigación, sin embargo, hoy señala más bien a la interpretación inversa: la narración bíblica constituye la adaptación de diversos relatos babilónicos en que el héroe superviviente es conocido también como Atrahasis o Ziusudra.
Pero aún dejando de lado y relativizando su relación con el relato bíblico, muchos se han visto fascinados por la figura de Gilgameš, especialmente a partir de los años 20 del siglo pasado. El héroe que busca la inmortalidad y fracasa, pero vuelve pese a todo triunfante a su hogar con la nueva comprensión ganada, resultaba sin duda significativo para aquellos que volvían de la Gran Guerra, donde la muerte había sido una compañía constante y debían volver a la vida, trazando un hilo que va de la antigua Uruk hasta el Frente Occidental.
Gilgameš ha tenido desde entonces múltiples reflejos y encarnaciones en la cultura, multiplicándose y facetándose en infinitas variaciones, pese a ser eclipsado en muchas ocasiones por los más conocidos émulos griegos o germánicos.
Aun así, y limitándonos a unos cuantos ejemplos de la cultura popular norteamericana, los guionistas de Star Trek: la Nueva Generación hacen referencia a la epopeya en Darmok, uno de los episodios más reconocidos de esta serie; Marvel se permite incluir a Gilgameš en el panteón de los Eternos y, durante un breve tiempo, en Los Vengadores; o Jim Starlin rescribe el relato en un entorno futurista.
Así, ha sido reinterpretado como un superhéroe, un alienígena, un deportista común o un monstruo, y así ha adquirido multitud de aspectos y rasgos, inmortal mientras alguien continúe conservando su relato.
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Fueron once tablillas, a las que se anexó una doceava adicional,
En Argentina, en los 80’s hubo una historieta (comic) muy famosa llamada «Gilgamesh el Inmortal».
https://es.wikipedia.org/wiki/Gilgamesh_el_inmortal
Mas información:
«Gilgamesh, el que vio lo más profundo»
En la versión de Antonio Jiménez Martinez
1a edición 2011
Depòsito.legal: CU-415-2011