Heterotopía visual y metarrelato del activista político: de cómo el canon y el goût constriñeron el furor melancholicus del arte
Desde las estatuas faraónicas del serdab hasta las instalaciones de Banksy, el arte ha fluctuado entre las líneas y curvas de un estricto canon que jugaba a modelar la perspectiva del genio (y la libertad del ingenio) según los preceptos de un acentuado goût que reverberaba entre los sinuosos muros de la estratificación social. Bajo esta percepción, descubrimos que la pertenencia a un espacio categórico supeditaba (y aún ahora supedita) una serie de conocimientos culturales, prácticas y juicios, que se heredaban como hábito y reforzaban el supra o apremio de superponerse públicamente sobre el estrato inmediatamente inferior; y la idiosis, la necesidad de particularizarse para despuntar (dos conceptos de mi propia acuñación que resultan vitales para la comprensión de la relación existente entre el consumo, el gusto estético y la esfera comunitaria).
Estudiosos de la talla de Hadjinicolau, Antal o Boime, redundan en esta conceptualización sociológica del mecenas/patrón aforado por mantener su condominio en el mercado artístico, consciente de que la imposición de sus reglas constituiría el suprematismo en la lucha de poder; de tal suerte, el constrictor y egregio canon marcado vehementemente desde el Renacimiento redujo las necesidades expresivas del artista a un mero detalle anecdótico, manteniendo el secuestro de la estética frente a la remunerada pincelada burguesa que (al igual que hicieran faraones, reyes y emperadores) sojuzgaba al arte como un mero recurso de propaganda política. Así, como cita Boime, la expresión plástica resultó ser un mecanismo de crónica social y política que nos permite aun a día de hoy trabajar sobre las diversas ideologías, módulos y limitaciones supratorias extendidas sobre el vahído velo del factor pedagógico. A este título, debo remarcar que estas pautas acentuarán la posición taxativa entre lo que es y no es arte, promoviendo duras diatribas hacia aquellas obras que no encajaban con la maniera extendida por el promotor ornamental; trabajos actualmente tan reverenciados como El jardín de las delicias de El Bosco, el Guernica de Picasso, La Fuente de Marcel Duchamp o La noche estrellada de Van Gogh fueron vilipendiadas por aquellos sibaritas que se dejaban guiar hacia el reducto cualitativo, llegando inclusive (en casos como el de Van Gogh) a la afección del universo que rodeaba a los autores. Resulta por tanto innegable el hecho de que la producción elocutiva enraizó sobre los cimientos sociales (convirtiéndose en reflejo de sus costumbres, economía y religión) e incluso políticos, reforzando la idea de que no existe un arte mudo y sin condición (utópicamente asertivo) en el que únicamente se pretenda la libre locución del genio.
Pero sin duda no debemos suponer como respuesta a tal ambiente una sumisa complacencia (en una suerte de irresponsabilidad como la que tanto critica Jean Clair), pues a lo largo de la historia del arte hayamos notorias y sucesivas tentativas de desligarse del control y heliotropismo cultural; los artistas buscaron una universalidad que sobreviviera al consenso de la nación y a la moral colectiva de su época, no deseando mantener la contraposición de lo kistch ni seguir abasteciendo al degustador de arte (quien en su esfuerzo por lograr la mímesis con sus semejantes, olvida los principios hermenéuticos de la interpretación). El creador calológico quiere compartir su furor melancholicus, su mundo y perspectiva individual, ofreciendo la posibilidad de una experiencia artística real que ratifique un proceso interpretativo no heterónomo. El diálogo que se inicia a través de la democratización del arte en el siglo XX, permite el juego entre el autor y el espectador, quienes empujan y tiran en miles de direcciones (confluyentes y distanciantes) en una mágica danza de vibraciones eternas; será precisamente esta apertura del valor plástico, la que permitirá la construcción de un nuevo paradigma y la deconstrucción de un canon obsoleto.
Pero no debemos pensar por ello que el arte dejará de estar condicionado por su contexto histórico (nada más lejos de la realidad), ya que nuestra circunspección hacia la obra de arte cambiará según los preceptos filosóficos que maneje nuestra sociedad y nuestra instancia histórica. Conforme a las teorías de Gerard Genette, las intenciones del pater effector, su consonancia con la mirada satisfactoria del espectador y su ilación análoga resultan los tres elementos fundamentales para la elección del tema, dando lugar a una experiencia artística que surge de la simbiosis entre la parábola de la pieza y la interpretación subjetiva de su concurrente (quien subconscientemente se encuentra elevado vallinclanescamente como una deidad que observa el esperpento bajo la efigie de la sublimidad, lo abigarrado o lo grotesco). Indudablemente la relatividad temporal de esta estructura, como opinaba Focillon, resulta mutable según principios cronológicos.
Poco a poco la noción de que el arte tenía un papel liberador así como la asimilación de la maestría pasada por el pensamiento presente, darán lugar a una nueva estética invectiva que transmutará estas representaciones en una herramienta dirigida al cambio social, un instrumento de activismo político capaz de ahondar en el pensamiento sincrónico concibiendo una nueva evaluación social (al fin y al cabo, no podemos obviar que el activismo refleja un conjunto de acciones llevadas a cabo por individuos que pretenden lograr un propósito según sus principios ideológicos, y que dentro de estas acciones puede implementarse sin problema la materia creadora).
Performance, instalaciones, piezas deudoras del ready-made… El arte contemporáneo suscita el despertar de la audiencia anestesiada y esclava de un juicio atribucionista, buscando convertirlo en parte del engranaje de cambio y poniendo para ello una única condición: que abra su mente al conocimiento, pues el público que se mantenga ignorante al valor y significado intrínseco de la obra, quedará reducido a una mera estatua de sal que escudriña la superficie sin llegar a congeniar; son los casos de la obra Lonquén 10 años, de Gonzalo Díaz y la serie People’s choice de Komar y Melamid. La primera, compuesta por un vía crucis (que resulta completamente vacuo si se desconocen los pormenores del régimen de Pinochet, que escondió los cadáveres de quince campesinos en una mina de cal abandonada de Lonquen en 1973, siendo hallados en 1978 tras la denuncia anónima a un sacerdote de la zona) denuncia el silencio de la justicia terrenal (el olvido) y divina (la indiferencia) ante la atrocidad. La segunda (casi una burla a esa misma multitud ajena a Mnemósine) es el resultado de una serie de encuestas sobre el goût colectivo que los autores emplearon para crear la «pieza perfecta» del analfabeto prosaico, dando cuenta del desvirtuosismo notorio que acompaña a esa interpretación aesthetica filtrada por las referencias perceptivas más básicas, iterativas y consentidas.
Este activismo artístico, que redunda incluso en temáticas de notoria seriedad (como los matrimonios infantiles, la ablación femenina o el abuso) provoca igualmente la mutación de la conciencia historiográfica, comportando un nuevo eje de combate que reniega de la mercantilización y el consumismo para divulgar una realidad que el autor desea exhibir de modo acusatorio. Una vez más el fenómeno productor infiere como expresión ideológica, cultural, económica y política, y no solo estética, con la particularidad de que esta vez el autor ha logrado una emancipación que le permite gestionar su libertad expositiva; se trata del principio de autonomía de Walter Benjamin que rompe con la connoissance clásica, hendiendo un nuevo análisis exegético en el que el autor es plenamente consciente de sus facultades y de su autoridad. Las sempiternas posibilidades elevan el vuelo desde el surco de sus trazos, convirtiéndose en el versado perito (como decía Roland Barthes) de la naturaleza semántica y veleidosa de cuantos códigos lo rodean, facilitando el giro epistemológico de su trabajo.
A partir de este discernimiento clarividente, podría decirse que el arte persigue la optimización y descatalogación de aquellos prejuicios o limitaciones culturales (tradicionalistas) fabricados por discursos historiográficos supeditados a interpretaciones eurocéntrico-falocentristas, germinadas por esquemas ideológicos globales que aspiraban a la supervivencia atemporal camufladas como escarpados promontorios, cuando en la realidad no eran más que prescindibles escollos.
En resumen, el nuevo arte adherido al principio de contemporaneidad permite la puesta en valor de aquellas piezas no subordinadas a la norma, convertidas en testimonio, mirabilia y example de nuestra civilización pero nunca cediendo a su despotismo; y es, a causa precisamente de esta permutación, que autores como Eliot, Belting o Didi-Huberman proponen la defunción del relato legitimador, estableciendo que «no existen hechos rotundos si no interpretaciones sujetas a la subjetividad del espectador». De este modo, la hermenéutica se abre paso entre una nueva historiografía presentista que considera la historización clásica como materia coaguladora del recorrido ecuánime y salubre del gesto espontáneo, desviándola para consentir una reconfiguración íntegra. La línea activista, que analiza la posición del artista en la sociedad y no la de la sociedad en el artista (como establece Timothy J. Clarck) ausculta la inclusión del artefacto cultural más allá del canon, centrándose en el dispositivo de recepción y mensaje más allá de la genealogía del Gestalt. El público y su perspicacia han ganado protagonismo como coproductor y sentido de la obra, de modo que la desconexión heterónoma se afianza bajo la polisemia o pluri-perspectiva (muy del estilo de Derrida) y sobre el despertar social, no tras la pasada escoptofilia; hemos pasado pues al metarrelato de Lyotard y a la heterotopía visual.
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