Fontana, el último romántico
En una escena de Incierta gloria, la clásica novela de Joan Sales sobre la Guerra Civil, un comisario político aburre a un batallón con un discurso sobre republicanos y fascistas. Hasta que, cansado del tostón, el comandante se levanta y va directamente al meollo del asunto: «Ellos son los malos y nosotros los buenos; ¡eso es todo!». En los últimos años, con los libros del historiador Josep Fontana, sucedía algo similar. No nos encontramos ante un intento de comprender el pasado sino frente a un relato maniqueo. Naturalmente, el bando del bien es el del autor. Solo hay que mirar uno de sus últimos títulos, El siglo de la revolución (Crítica, 2017). Es cierto que critica los desmanes de los regímenes comunistas, pero las páginas acerca de los dictadores rojos carecen de fuerza en comparación con las palabras que dedica a Estados Unidos y personajes como Henry Kissinger.
Fontana profesaba, como se sabe, el marxismo y despotricaba contra lo que entendía como desnaturalización dogmática de esta corriente. Otros, como Santos Juliá, juzgaban, por el contrario, que sus ideas eran las de un marxista de estricta observancia. Como ha mostrado José Antonio Piqueras en un artículo para la revista Historia Social, no llegó a librarse del marxismo ortodoxo.
Por mucho que se insista en sentido contrario, cuesta imaginar a Fontana como una persona alejada de catecismos cuando leemos su descalificación del eurocomunismo, una doctrina incoherente pero que, a fin de cuentas, se propuso hacer compatible el comunismo con la democracia. La crítica se realiza en nombre de una pureza ideológica que la izquierda, al parecer, habría traicionado durante la Transición. El abandono del leninismo por parte del PCE respondería, también, a este proceso de pérdida de identidad.
Para Juliá, Fontana se había reconvertido en «nacionalista romántico». Nacionalista, en realidad, siempre lo fue. Entendía que su labor como historiador tenía sentido al servicio de un pueblo, el de Cataluña, visto desde la óptica de las clases populares. Supongamos que un historiador madrileño o andaluz sostuviera que los españoles forman un pueblo con un fuerte sentido de identidad, de pertenencia a un colectivo que comparte, de forma mayoritaria, una lengua y una cultura, unas formas de entender la sociedad y el mundo. Y supongamos también que todo esto tuvo su origen en plena Edad Media. ¿No le acusaría la izquierda de caer en tópicos trasnochados? Pues bien: Fontana, en el comienzo de La formació d’una identitat (Eumo, 2014), aseguraba lo mismo respecto a los catalanes. En algún sentido, ya formaban una nación antes del siglo XII.
Existe una doble vara de medir siempre que esté España de por medio. A nuestro historiador le parecía aberrante que alguien la presentara como la nación más antigua de Europa. Mientras tanto, retrotraía los orígenes de Cataluña al año 1000. En un caso, pues, vamos a desacralizar mitos y todo es hipercriticismo. En el otro, hacemos patria. Hablar de Cataluña, desde un cierto catalanismo, implica aplicar todos los lugares comunes de la historiografía española más rancia acerca del origen remoto de la nación, solo que con un barniz de supuesto progresismo que hace que los asimilemos sin cuestionarlos.
Esta forma de ver las cosas no proviene solo de historiadores castellanos, molestos con el derecho a decidir. Piqueras, un historiador que admira a Fontana, no dejó de observar la coincidencia asombrosa de sus tesis con las de Ferran Soldevilla, un historiador catalanista que había sido su maestro. Cuando se traba de Cataluña, la construcción de identidades ya no era una ficción instrumentalizada sino algo al servicio de las libertades de pueblo.
La tendencia a reducir el pasado a una especie de western, en el que los justos se enfrentan a los opresores, queda patente en la condescendencia infinita con la que Fontana habla de España. Afirmó, por ejemplo, que no deseaba que La formació d’una identitat se tradujera al castellano porque el público hispano, en su mayoría, no iba a entender la obra. Vamos, que dejaba por imposibles a las gentes del otro lado del Ebro. ¿Imaginamos qué sucedería si un extremeño se negara, por principio, a que un libro suyo se tradujera al catalán empleando la misma justificación?
Para Fontana, Cataluña vendría a ser el poblado galo de Astérix, siempre en resistencia contra el invasor romano. Como buen historiador romántico, daba por supuesta una identidad definida en términos metafísicos. Creía, por ejemplo, en cosas tan esotéricas como «la raíz primordial de aquello que constituye un pueblo». Otra cuestión es que afirmara defender una «identidad no esencialista», como si tal cosa no fuera una contradicción de términos. El secreto estaba en ser esencialista mientras se declaraba justo lo contrario. Cataluña tendría un ADN democrático ya en plena Edad Media por más que Vicens Vives, con sentido común, ya advirtiera contra los intentos de buscar raíces protoliberales donde no las había. España, por el contrario, se distinguiría por una cultura dominada por la intolerancia. Claro que sí. Siempre hay una cita de algún franquista para demostrar que los otros son los malos, como si España no fueran también Indalecio Prieto o Antonio Machado.
Si este tipo de disquisiciones fueran solo de especulaciones académicas, el asunto no tendría mayor importancia. El problema es cuando la teoría identitaria se traslada al ámbito de lo real. Así, cuando a Fontana le preguntaron por otro conocido historiador catalán, Enric Ucelay-Da Cal, no se molestó en refutar sus ideas. Respondió con una descalificación ad hominem; Ucelay no dejaba de ser un norteamericano trasplantado. Se refería, claro está, a que había nacido en Nueva York. La cuestión de fondo es si quería decir, como parece, que su colega no era un verdadero catalán.
Podríamos extendernos en estas y otras cuestiones casi sin fin. El sectarismo de Fontana llegaba a extremos insoportables. Era un autor agresivo, convencido sin fisuras de que él tenía la verdad y los discrepantes no pasaban de pobres tontainas. En La historia después del fin de la historia (Crítica, 1992), las descalificaciones y la mala fe van de la mano. Como cuando afirma que François Furet no es nadie para hablar de la historiografía sobre la Revolución Francesa porque no ha realizado ningún trabajo de investigación sobre el tema. ¡Eso lo decía un especialista en el reinado de Fernando VII que no tuvo inconveniente en encabezar un libro colectivo sobre la España franquista! En otra ocasión, al comentar que la historiadora norteamericana Gertrude Himmelfarb reclamaba una historia protagonizada por hombres y mujeres extraordinarios, no por fuerzas impersonales, no se le ocurre otra cosa que compararla desconsideradamente con el franquismo. Como si fuera lo mismo hablar de una líder sufragista que de algún militarote sin más talento que el de cortar cabezas. Por este y otros muchos detalles, La historia después del fin de la historia podría titularse, con mucha más propiedad, Todas las historiografías son un asco menos la mía. Obras así demuestran que el conocimiento enciclopédico resulta insuficiente cuando no va acompañado de un mínimo sentido de la ecuanimidad. Pero no importa: siempre habrá público dispuesto a comprar cualquier producto con tal de que defienda la buena causa.
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