Jose María Gil Robles, abogado salmantino, había sido secretario de la Confederación General Católico-Agraria hasta que se integró en Unión Patriótica en 1924, donde se convertiría en la mano derecha de Calvo Sotelo hasta el fin de la dictadura de Primo de Rivera. Extinguido el régimen y proclamada la Segunda República, fue diputado por el partido Bloque Agrario, desde donde se mostró muy contrario a la declaración de laicismo del Estado. En 1931 se convirtió en militante primero, después dirigente, de Acción Nacional, partido ultracatólico creado «para la salvación politico-social de España», y que más tarde se integraría en la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), pasando a ser su líder y cabeza de lista, afirmando su intención de «dar a España una verdadera unidad, un nuevo espíritu, una política totalitaria y proteger la religión, la familia y la propiedad». En 1934 escogió ir a Covadonga para cumplir su programa.
Gil Robles, admirador de Mussolini y autoproclamado defensor de la civilización cristiana, revelaba sin tapujos su intención de utilizar la democracia para alcanzar el poder dentro del Estado y, una vez conquistado el parlamento, eliminar la democracia y liderar una marcha sobre Madrid. Gil Robles se veía reflejado a si mismo en el Duce, e instaba a que se le saludara al principio de sus mítines con la triple exclamación «¡Jefe!, ¡jefe!, ¡jefe!».
En 1934, en Nuremberg, asistió al Reichsparteitag der Einheit und Stärke (congreso de la unidad y la fuerza), donde fue a buscar el apoyo financiero de Fritz Thyssen. Se quedó impresionado con la reciente creación del Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda (Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda) que dirigía Goebbels, y regresó a España convencido de la estrategia que su partido debía seguir.
En septiembre, un mes antes de la Revolución de Asturias, Gil Robles organizó un mitin en Covadonga, símbolo histórico de la reconquista católica de la península. Pretendía recrearse en la épica de Don Pelayo derrotando a los musulmanes en el año 722, iniciar un paralelismo con su persona como creador de un nuevo Estado y exaltar el sentimiento nacional, según sus propias palabras, «con paroxismo, con locura, con lo que fuera», pues prefería «un pueblo de locos antes que un pueblo de miserables».
Para evitar la llegada de Gil Robles al santuario, los huelguistas asturianos sembraron las carreteras de tachuelas, bloquearon los trenes y sabotearon vías, derribaron postes telefónicos e incluso dinamitaron un tramo de ferrocarril. De nada sirvió. Unos quinientos partidarios de Acción Popular se encargaron de despejar el camino desde Cangas de Onís a Covadonga; el coche que trasladaba al jefe fue equipado con unas escobas atadas a la defensa del vehículo, antecediendo a las ruedas delanteras, para barrer de clavos la ruta. ¡Jefe!, ¡jefe!, ¡jefe!, tronó la cueva de la Santina. A pesar de esto, un mes después la insurrección obrera tomaría forma; nacería la Comuna Asturiana, la Revolución de Asturias de 1934.
A petición de Gil Robles, los generales Goded y Franco fueron llamados para reprimir la rebelión; emplearon a la Legión y los Regulares africanos. Doscientos treinta militares fallecieron, dos mil jóvenes asturianos fueron exterminados, más de treinta mil huelguistas fueron encarcelados. Más tarde, Gil Robles sería nombrado Ministro de Guerra, puesto desde el que otorgaría a Francisco Franco el mando del Estado Mayor Central y restauraría en funciones al General Emilio Mola. Tras el estallido de la Guerra Civil entregaría la totalidad de los fondos de su partido al bando franquista, pero eso es otra historia…
El caudillismo consiste, básicamente, en la llegada al poder de un líder carismático a causa de la ausencia, en democracia, de un consenso político: se aprovecha de una crisis económica, de una catástrofe natural; impone su doctrina en tiempos de incertidumbre, hambruna, crisis de valores; se consigue engañar a los desconvencidos. En algunos casos, alcanza mayoría populista (que no popular) y depone al gobernante, disuelve el parlamento y se autoproclama, siempre, provisional. Provisión que se vuelve eterna.
Mao Zedong, Stalin, Hitler, Leopoldo II, Hiedeki Tojo, Ismail Enver Pasha, Pol Pot, Pinochet, Franco… No importa el nombre, los millones de muertos, ni la situación geográfica. El autoritarismo es el germen del caudillismo y la exterminación selectiva. Es algo que trasciende las corrientes políticas, orientaciones, religiones; trata de las personas dispuestas a asesinar a quienes no opinan como ellas. De la criminalización de quienes piensan diferente.
Y no nos engañemos: la autoridad es, de momento, necesaria. La facultad adquirida democráticamente de dirigir a los subordinados que libremente eligen serlo, tiene un sentido; en base a ella se fundan las relaciones entre empleado y empleador o la relación entre el ciudadano y el Estado. Permite dedicar tiempo y esfuerzo a una tarea por la que ser remunerado o residir en un lugar con unas normas no dogmáticas, que por tanto se elige cumplir. Conlleva el respeto a las decisiones que se tomen democráticamente, en libertad; pero también el respeto de la disensión. Al negar esta posibilidad, el autoritarismo, que se viste demócrata, se convierte en una trampa para la propia democracia.
El 12 de abril, en Asturias, el partido de derecha radical Vox comenzará su campaña electoral para las elecciones generales del 28 de abril en Covadonga. El motivo es claro; la simbología, evidente. La historia nos exige plantar tachuelas, clavos y barreras; simbólicas, también, pero necesarias.
La provocación es alta. El desafío merece respuesta. No podemos permitir que la historia se repita; hay que poner freno a la locura a tiempo. Hay que elegir entre caudillos o demócratas.
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