La luz y las tinieblas del rey Arturo
Seguramente cree mal quien crea que todo es fantasía en el mito artúrico. Apenas se sabe nada del caudillo celta que defendió Britania hace mil quinientos años, pero lo cierto es que su historia entró por un extremo de la turbia Edad Media y logró salir por el otro viva, agigantada y fundida con varias tradiciones diferentes. Hecha la más poderosa y simbólica de las leyendas de Europa.
Cerca del pueblo inglés de South Cadbury hay una colina. Dicen allí que está hueca; que su interior es una gran caverna en la que espera Arturo, reclinado en su trono y rodeado de su corte. Según otro relato, el monarca duerme bajo el castillo de Richmond, en Yorkshire, hasta el día en que el sonido de un cuerno le devuelva a la vigilia.
Arturo es un rey pasado, pero también futuro: volverá un día al trono y a la batalla, según aseguran todas las antiguas historias a lo largo y ancho de una isla marcada por su huella legendaria. Solo el nombre del Diablo, se dice, supera en frecuencia al de Arthur en los topónimos de Inglaterra, Gales y Escocia. Y había de pesar ya su leyenda en 1554, cuando el futuro Felipe II de España tuvo que prestar un peculiar juramento al desposar a María Tudor y convertirse en rey de Inglaterra: el que le obligaba a ceder el trono a Arturo si este, en algún tiempo, regresaba a reclamarlo.
Resulta confuso el rastro del hombre que debió inspirar esos relatos y esos nombres, porque su existencia se remonta a la Britania de los siglos V y VI. Una época impenetrable, sin apenas fuentes escritas ni rendijas de luz. Solo los ecos de antiguas voces celtas conducen la historia de Arturo a través de la densa oscuridad del primer Medievo.
Construir un héroe
En el siglo V, la mayor parte de la isla que hoy es Gran Bretaña lleva centurias romanizada. La población britana, de sangre celta, es pacífica, pero no ha perdido sus costumbres ni sus antiguos rituales, más intactos cuanto más remota es la región; cuanto más lejana de Londinium.
Roma se desmorona y, agonizante, concentra su fuerza en las luchas continentales: se ordena regresar a las legiones de la distante Britania, que es abandonada a su suerte. Los bárbaros germánicos se relamen los bigotes mirando hacia la isla mientras sobre los britanos se viene también la amenaza de los pictos, que allá al norte franquean las murallas que Roma había erigido en los confines del mundo conquistado.
Algunos textos dan cuenta de Ambrosio, un jefe celta que frena las incursiones sajonas los últimos años del V, y a cuya muerte se harán más duros los ataques y más sangrienta la lucha. Al mando de un guerrero llamado Arturo se libran, entonces, doce batallas contra los invasores; la última de ellas en el monte Badon, donde novecientos sesenta hombres son masacrados a manos del caudillo britano. Así lo cuenta el adornado relato de Nennius, en el IX; es la primera aparición de Arturo en las crónicas de la historia, aunque sus hazañas ya se cantaban en los poemas galeses y habían llegado al continente con los huidos de las matanzas sajonas.
En el XII, Geoffrey de Monmouth incluye a un Arturo idealizado en su Historia de los reyes de Britania, casi tan fantasiosa como el ensueño romántico que empieza a tomar forma en torno al héroe y que será llamado Materia de Bretaña. Chrétien de Troyes lo envolverá todo en armaduras deslumbrantes y relatos que habían sobrevivido a los siglos oscuros: hablan de Tristán, de la virtud caballeresca, del amor perfecto, del Santo Grial.
Habría que esperar trescientos años más para que todos esos ríos medievales cargados de mitos confluyeran en una única obra: Muerte de Arturo, de Thomas Malory. El compendio final de la Materia de Bretaña, que nos llegó como palabra hecha aventura, moral y tragedia.
Los guerreros que quisieron ser Lancelot
El Arturo literario no es invencible ni titánico, sino alguien sujeto a un destino terriblemente doloroso. Pero, por encima del drama, las viejas historias de Chrétien habían resultado irresistibles en su fulgor idealista. Atiborraron de quimeras las cabezas de entonces, inspirando a paladines que decidieron ser reales y se lanzaron al camino con lanza y yelmo como Gawain o Galahad. La imaginación se apoderó de los hombres y, en la última Edad Media, los reyes fundaban órdenes caballerescas mientras Jacques de Lalaing y Suero de Quiñones se batían honorablemente en pasos de armas.
Era tarde. Las pesadas armaduras se iban volviendo inútiles en batalla. Los caballeros se negaban a ceder su sitio a la mezquina artillería y caían como enormes insectos metálicos frente a las nuevas maneras de matar. Aquellos campeones emplumados no podían parar las balas ni tampoco los sucesos que sacudían el orbe: a mitad del XV, Constantinopla era otomana y aparecía la imprenta. Se publicaba la Muerte de Malory coincidiendo con el final del viejo mundo y, poco después, la realidad rotunda de un nuevo continente vencía en la imaginación colectiva al fantástico Camelot y al ideal caballeresco, repentinamente absurdos y anticuados.
Nosotros, que no somos eruditos
Sin embargo, el mito había demostrado ser capaz de saltar por encima de los siglos. Al romántico XIX le faltó tiempo para volver los ojos a la leyenda artúrica y, ya en el XX, John Steinbeck afirmó que sobre los relatos bíblicos y la Materia de Bretaña se asentaban casi todas las letras contemporáneas en lengua inglesa. Steinbeck encaró el desafío de verter la historia de Malory al lenguaje de nuestros días; una empresa complicada que abandonó, hecho un mar de dudas, antes de recibir el Nobel de 1962 y que retomó en sus últimos días sin tiempo para terminarla.
Porque aunque la Muerte de Malory sea una obra inmortal, nos separa de ella un abismo estético y filosófico que no resulta fácil salvar. Tenemos, en cambio, el genio de Cunqueiro reinventando a Merlín, tenemos El Príncipe Valiente de Harold Foster y tenemos las incursiones del cine en tierras de Camelot, desde el Excalibur de Boorman a un King Arthur que quiere aproximarse a aquello que pudo ser el britano que cabalgó los bosques.
Mientras todo regresa al sueño del presente, los historiadores, que aprendieron a no desdeñar leyendas cuando Schliemann les desenterró Troya, rastrean los muchos lugares vinculados por la tradición al cuento artúrico. Se excava South Cadbury, que pretende haber sido Camelot; se concluye que Glastonbury, enclavada en terrenos pantanosos, fue una vez tan isla y tan brumosa como Avalon. Pero nosotros, que no somos eruditos, solo esperamos conclusiones contundentes. Como la de Schliemann: aquí está Troya. Aquí está Camelot. Aquí está una rótula de Merlín. Tan difícil no ha de ser.
Pájaros en la chola
El mito artúrico, al cabo, es una asombrosa y poética creación colectiva, pero siempre hay quien desconfía de todo lo que tiende a elevarse sobre el suelo. Fue parodiado con quijotadas en cuanto saltó el piñón de la historia; fue ridiculizado y denostado cuando la fiebre racionalista quiso convertir el mundo en laboratorio y la mirada en inventario; y fue aludido en Fahrenheit 451, la distopía de Ray Bradbury, por aquellos bomberos que quemaban libros para evitar que introdujeran fantasías en las cabezas de las personas.
También ha sido engrandecido por otras mentes y otras manos. Álvaro Cunqueiro, un gigante ignorado por haberse permitido inventar otros mundos cuando era obligado escribir novela social, se tuvo que defender de quienes le acusaron de hacer literatura de evasión. Defendió y celebró, de paso, la imaginación toda:
«Es el hombre el animal más extraño, que decía el Estagirita, pero también la hierba más débil. Resiste porque sueña, y porque el amor hace olvidar el hambre. Yo no me evado ni ayudo a nadie a evadirse: me enfrento, simplemente, con los tristes, porque creo que la tristeza traiciona la condición humana».
- La luz y las tinieblas del rey Arturo - 27 julio, 2015
- Las chicas dibujadas de Bastien Vivès - 22 junio, 2015
- El deseo proscrito: Lolita y el ogro de Rais - 25 mayo, 2015
Fantástico. Y la cita final, colofón sublime