La misericordia de Galdós
Benito Pérez Galdós publica Misericordia en 1897, como parte de lo que convencionalmente se ha llamado ciclos espiritualistas, debido a su fuerte carga moral y a la inclinación de los personajes a la redención. Ya el nombre del personaje principal, Benina, nos señala su benignidad, que será su rasgo más característico y lo que precisamente determinará su moral, su redención y su misericordia. Durante toda la novela impera una visión bipartita del mundo, en la que de una parte se encuentran los miserables, viviendo en la más absoluta pobreza, y de otra aquellos que pertenecen a un estrato social ajeno a la miseria y a las desgracias de la escasez. Este mundo dual es una representación del Infierno y del Cielo en la misma Tierra, pero en el que los que habitan por encima de la penuria son susceptibles de caer y conocerla de primera mano, como así le ocurre a Doña Francisca, que acaba llamándose simplemente Paca y siendo maltratada por la dictatorial Juliana, su propia criada.
Los personajes de la novela tienen una conciencia plena de estar habitando ese subsuelo de la indigencia: «A mí ni la muerte me quiere», le dice el mendigo Pulido a Don Carlos cuando pide limosna en la parroquia. En este Madrid de Galdós uno puede caer hasta los bajos fondos, pero es prácticamente imposible que se produzca el movimiento inverso. La idea de gracia cristiana, según la cual uno se gana el Cielo a través de las buenas acciones y eludiendo el pecado, parece disolverse en este mundo de miseria galdosiano. ¿Cómo es posible entonces que algunos personajes, como la criada Benina, encarnen la figura de la misericordia? ¿Con qué fin persiguen un comportamiento virtuoso si saben que con ello no se ganará ningún Cielo?
«Religión tengo, aunque no como con la Iglesia como tú, pues yo vivo en compañía del hambre. Bendita sea nuestra santa miseria», dice Flora, la Burlada, secularizando el sentimiento religioso al estar atravesado de pobreza. «¡Ay, hijo, qué bueno eres! Mereces que te caiga la lotería, y si no te cae, es porque no hay justicia en la tierra ni en el cielo… Adiós, hijo, no puedo detenerme ni un momento más… Dios te lo pague…», añade después. Aquí vemos perfectamente cómo los mendigos de la novela adoptan una postura de desesperanza, frente a la que no cabe más ilusión o propósito que la mera subsistencia. El Cielo se da por perdido. Por eso la protagonista se permite ciertos comportamientos que están muy lejos de representar el ideal ético o moralizante de los feligreses, como cuando por costumbre roba a su ama Doña Francisca pequeñas cantidades de dinero, pese a guardarle un profundo respeto y cariño. Esta golfería recoge la tradición de la novela picaresca española, con sus máximos exponentes en el El lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache o El Buscón de Quevedo, y sitúa algunos de sus rasgos en la España del siglo XIX. La caída en la escala social es uno de ellos. Así lo expresa el propio Galdós en su novela: «Ejemplos sin número de estas caídas nos ofrecen las poblaciones grandes, más que ninguna esta de Madrid (…). Bien miradas estas cosas y el subir y bajar de las personas en la vida social, resulta gran tontería echar al destino la culpa de lo que es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos, y buena muestra de ello es doña Paca, que en su propio ser desde el nacimiento llevaba el desbarajuste de todas las cosas materiales». Y también, más adelante: «Tantas desdichas, parecerá mentira, no eran más que el preámbulo del infortunio grande, aterrador, en que el infeliz linaje de los Juárez y Zapatas había de caer, la boca del abismo en que sumergido le hallamos al referir su historia. Desde que vivían en la calle del Olmo, Doña Francisca fue abandonada de la sociedad que la ayudó a dar al viento su fortuna, y en las calles del Saúco y Almendro desaparecieron las pocas amistades que le restaban«».
La caída la vemos también en los pasos que dan los personajes. Cuando Benina sale con su señora del Barrio de Salamanca llega a zonas más pobres como Lavapiés, casi en un camino de peregrinación. Igualmente sufre una caída estrepitosa el caballero Ponte, o don Franquito, de quien descubren que acaba durmiendo en la hospedería de la señora Bernarda, o también el moro Almudena, que aunque nació en una casa rica, después de escapar de su hogar se queda ciego y a partir de entonces se vio sumido en la miseria. Otro ejemplo de picaresca en la novela es la mala vida de Antoñito, que robaba a sus madres (en plural, como se refiere a ellas), «y a pesar de esto, su madre le quería entrañablemente, y Benina le adoraba, porque no había otro con más arte y más refinado histrionismo para fingir el arrepentimiento». En todos estos personajes sus malas acciones o su desprestigio exigen la misericordia del resto. En el caso de Antoñito, es la misericordia de sus madres la que le permite regresar a su hogar y recibir el perdón, aunque su arrepentimiento no sea sincero.
Todos estos personajes, que siendo más o menos virtuosos en sus acciones hacen suyo lo que es del resto, en realidad lo que intentan es escapar de la miseria y perseguir una vida buena, aunque en la mayor parte de los casos no sepan muy bien cómo. Muchas veces vemos que esa actitud ética de perseguir la buena vida se ve disuelta por la desesperanza, como consecuencia de la caída social de la que hablábamos: «— Ya no aspiro a la buena vida, Nina — declaró casi llorando la señora —: sólo aspiro al descanso. / — ¿Quién piensa en la muerte? Eso no: yo me encuentro muy a gusto en este mundo fandanguero, y hasta le tengo ley a los trabajillos que paso. Morirse no. / — ¿Te conformas con esta vida? / — Me conformo, porque no está en mi mano el darme otra. Venga todo antes que la muerte, y padezcamos con tal que no falte un pedazo de pan, y pueda uno comérselo con dos salsas muy buenas: el hambre y la esperanza». En este diálogo clave de la novela, vemos contrapuestas dos visiones distintas de la desesperanza. La señora Paca, al no ver horizonte posible en su existencia, entiende que lo mejor es desaparecer pronto. Asume aquí la postura del sátiro Sileno, que ante la pregunta del Rey Midas de qué es lo mejor para el hombre, contestó mordazmente que es no haber nacido nunca, pero que ante una vida dada lo mejor que se puede hacer es morir lo antes posible. Este es el pesimismo filosófico llevado al extremo, que podemos encontrar en autores como Cioran. En su obra Del inconveniente de haber nacido, el filósofo rumano llega a afirmar lo siguiente: «No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento». Y aún más: «Me gustaría ser libre, inimaginablemente libre. Libre como un ser abortado». No hay misericordia posible que pueda salvarnos. Esta es justamente la visión de la señora Paca, que, al igual que Cioran, a pesar de su oscura concepción de la existencia, tampoco se quita la vida. Esta visión trágica de la vida, en su forma más romántica, es caricaturizada por Galdós a través de la pareja de jóvenes que busca la manera de suicidarse. «Así lo determinaron en los primeros momentos, y echaron a correr pensando simultáneamente en cuál sería la mejor manera de matarse, de golpe y porrazo, sin sufrimiento alguno, y pasando en un tris a la región pura de las almas libres». La parodia de Galdós se produce al cambiar los jóvenes de opinión sencillamente por haber encontrado los medios económicos suficientes para llevar juntos una vida próspera. En ningún caso sería la muerte lo que les haría libres, sino los medios económicos y su consecuente capacidad de independencia. La libertad se opone a la pobreza.
Dice a este respecto Miguel de Unamuno en sus Diarios íntimos: «El peor mal de la pobreza es que distrae energías, embota el espíritu y le impide pensar en la eternidad. Raro es hoy el pobre que vive como los lirios del campo y los pájaros del aire, sin cuidarse de qué comerá y qué beberá y dejando que cada día traiga su cuidado. A la vez la pobreza, o mejor la miseria incita a sentimientos de descontento y de rencor, al hurto y el perjuicio como dice el eclesiástico». Quizá por esa pobreza «siempre fue Benina algo supersticiosa, y solía dar crédito a cuantas historias sobrenaturales oía contar; además, la miseria despertaba en ella el respeto de las cosas inverosímiles y maravillosas, y aunque no había visto ningún milagro, esperaba verlo el mejor día». La desesperación inclina a la superstición y a la creencia en vez de al conocimiento. La pobreza material condena a la franja más baja de la línea platónica, alejada de la verdadera episteme. «Un poco de superstición, un mucho de ansia de fenómenos estupendos y nunca vistos, y otro tanto de curiosidad, la impulsaron a pedir al marroquí explicaciones concretas de su ciencia o arte de magia».
El realismo mágico que llegará tiempo después no puede entenderse tampoco sin la miseria y esa esperanza que nunca se pierde, como ocurre en el universo de García Márquez, no solo en Cien años de soledad, sino también, de forma paradigmática, en El coronel no tiene quien le escriba. Así, Galdós da cuenta de la causas de ese comportamiento supersticioso, en un ejercicio más de comprensión que de ataque. «¡Qué consuelo para los miserables poder creer tan lindos cuentos!». Pero Benina jamás se atreve a hacer los conjuros que le propone Almudena para conseguir dinero, porque quizá en el fondo sospecha que no funcionarían, y de ese modo siempre conservará cierta esperanza. No la esperanza del creyente desesperado que aspira a la gloria divina, sino la de quien necesita una razón por la que vivir. La postura de Benina, por lo tanto, se encuentra más alineada con la de Unamuno, que también en sus diarios confiesa: «Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá de la tumba. ¿Para qué infierno, me decía? Y esa idea e atormentaba. En el infierno (me decía) se sufre, pero se vive, y el caso es vivir, ser, aunque sea sufriendo». Un poco más adelante en la conversación que señalábamos entre doña Paca y Benina, esta última dice: «—¡Vaya si lo soporto!… Cada cual, en esta vida, se defiende como puede». La visión de Benina, como la de Unamuno, sigue encuadrándose dentro del pesimismo filosófico: «Mi esperanza es traidora, y como me engaña siempre, ya no quiero esperar cosas buenas, y las espero malas para que vengan… siquiera regulares», asegura el personaje de la novela. Sin embargo, no lleva la desesperación hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta la negación de la vida. Más bien al contrario, se asume la responsabilidad individual de cargar con el sufrimiento, que es indisociable de la existencia, pero el modo estoico no se contrapone a la felicidad, sino que se entiende que lidiar con él es condición indispensable para la vida virtuosa. Esta defensa individual que lleva a cabo la protagonista, al tratarse de una versión secularizada de la gracia divina, lleva implícita la sentencia de Escipión en la Numancia de Cervantes: «Cada cual se fabrica su destino, no tiene aquí fortuna alguna parte».
Tanto Cervantes como Galdós se enfrentan de ese modo a través de sus personajes con la visión sacralizada de la gracia que encontramos, por ejemplo, en los autos sacramentales de Calderón de la Barca cuando escribe que «no hay más fortuna que Dios». Si no hubiese más fortuna que Dios, entonces podría decirse que las piedras que le tiran a Benina cuando visita a Almudena al cambiar de residencia sería la voluntad del Señor y caerían del Cielo, pero no sería obra de los gitanos que las lanzan realmente, hiriendo al ciego. La misericordia es algo de lo que carecen los atacantes, al igual que los galeotes de El Quijote, que también arrojan piedras sobre el hidalgo y sobre Sancho. La misericordia en la obra de Galdós no parece ser la compasión de quien puede infringir el mal sobre los otros, sino más bien al contrario, la capacidad que tienen los débiles para sentir compasión por aquellos que les provocan daño y para perdonarlos. Dice Benina: «¡Pobre señora mía! — dijo al ciego en cuanto se reunió con él —. La quiero como hermana, porque juntas hemos pasado muchas penas. Yo era todo para ella, y ella todo para mí. Me perdonaba mis faltas, y yo le perdonaba las suyas…». El narrador incide en esto cuando dice que «el ingrato proceder de Doña Paca no despertaba en Nina odio ni mala voluntad, y que la conformidad de esta con la ingratitud no le quitaba las ganas de ver a la infeliz señora, a quien entrañablemente quería, como compañera de amarguras en tantos años». E incluso después de ser rechazada por la familia a la que había sustentado en los peores momentos, Benina sabe perdonar y recomponerse de la profunda tristeza a la que esa circunstancia le había arrastrado. Así es como consigue sentirse victoriosa «a pesar de haber perdido la batalla en el terreno material«. También el ciego Almudena experimenta de primera mano la misericordia de Benina, cuando le ayuda a buscar albergue e intenta curarle la sarna, incluso sabiendo que podía contagiarse. A pesar de todas estas desgracias la criada y mendiga Benina parece llevar al final una vida satisfactoria. Esto es lo que deja anonadada a Juliana, la nueva criada dictatorial de la señora Paca, que no comprende cómo puede vivir feliz entre tanta miseria. La misericordia, a pesar de la extrema pobreza, permite al personaje tener un buen grado de felicidad, y cuando Juliana acude a darle las sobras ni si quiera las acepta, dándole a entender que si lo que pretende es limpiarse la conciencia con su caridad, que mejor se las dé a otros pobres que lo necesiten más.
Es importante entender que la misericordia de Benina no cae en una candidez y una inocencia pueril y estúpida, porque en ningún caso se siente dolida ni ve herido su orgullo, por lo que sí que acepta los dos reales que le ofrece. El trastorno mental de Juliana, su progresivo decaimiento y su mala salud contrastan con la vitalidad de Benina, precisamente porque carece por completo de la misericordia que encarna la protagonista de la novela. Es por esto por lo que necesita escuchar en boca de otros que sus niños no están enfermos, ya que su mala conciencia ni siquiera le permite distinguir con claridad lo verdadero de lo falso y proyecta en los demás los males que ella misma padece. Esta oposición de los personajes que encontramos durante toda la obra, revela que existe una falsa misericordia que tiene que ver con la culpa, los remordimientos (en su sentido ateo) y con el pecado (en su sentido religioso), que queda representada con personajes como don Carlos, doña Francisca o Juliana, y que los condena a la miseria y la caída. Por otro lado, vemos una misericordia más sincera, que tiene que ver con la empatía y la generosidad, y en su sentido cristiano con el amor al prójimo. Esta última no persigue paraísos ni entiende de realidades trascendentes, pero sí que permite conocer cuál es el camino de la vida virtuosa, de la buena vida.
- Concha Jerez y la medición en tiempos de utopías rotas - 18 octubre, 2021
- La misericordia de Galdós - 24 agosto, 2020
- Antonia Pozzi: poesía de suicidio e intemperie - 27 noviembre, 2019