«Lapvona»: la fe no mueve montañas
Leer una novela de Otessa Moshfegh es como ver una película de Robert Eggers: una vez dentro de la asfixiante burbuja, no hay quien se atreva a pincharla, por más que te mueras de ganas.
La última novela de la autora norteamericana, Lavpona (Alfaguara; 2023), nos traslada a una aldea medieval donde los campesinos malviven bajo el yugo de un déspota señor feudal. Hasta aquí, nada nuevo; una historia contada hasta la saciedad, desde Robin Hood hasta Shrek. Ante la injusticia impuesta, esperamos que un protagonista carismático se rebele, derrote al villano y devuelva, sino el bienestar, al menos, la dignidad al pueblo. Nada de eso va a encontrarse entre estas páginas. La mezquindad, el individualismo y los más bajos instintos afloran en todos (o casi todos) los personajes de la novela, en la que no hay héroes, ni siquiera buenas personas.
Al leer un libro, de manera automática, uno ansía encontrar el nexo de unión con los personajes que va a conocer, establecer lazos. En Lapvona, cuando la chispa de empatía empieza a emanar, Moshfegh se encarga de apagarla de manera brutal, anulando cualquier afecto que pudiéramos mostrar por sus criaturas; solo en contados momentos se nos permite sentir lástima o misericordia.
A pesar de que cada uno de los personajes tiene sus demonios particulares, todos se rigen por un elemento común: la fe como camino hacia la supervivencia. Dice Emmanuel Carrère en El Reino (Anagrama; 2015) que «la raíz del deseo religioso es la nostalgia del padre y el fantasma infantil de ser el centro del mundo». Puede que sea Marek, el protagonista de Lapvona, el mayor exponente de esta idea: un campesino adolescente que nunca ha sido amado, que venera y teme a Dios por igual y busca la comunión con él a través del maltrato al que lo somete su padre. Marek cree ser el elegido, el que padecerá la máxima miseria terrenal para alcanzar la gloria tras la muerte, sin saber del todo cómo una va a dar paso a la otra.
A través de la fe como salvavidas de sus miserables existencias, vamos conociendo a un buen puñado de esperpentos, más que humanos; como la monja con la lengua cortada y considerada la madre del nuevo mesías o la hechicera ciega de edad incalculable, amamantadora de todos los niños de la aldea, que mata caballos para apoderarse de sus ojos. Una fauna hostil, donde no hay oportunidad de sentirse a gusto.
Para estar a la altura de estos sórdidos personajes y de los sucesos que se van aconteciendo (canibalismo, asesinatos, violaciones y un largo etcétera de salvajadas), el estilo de Moshfegh se deja llevar por el escatologismo, con ecos sádicos, que crea, por momentos, una lectura incómoda (que el lector llegue al capítulo del juego de las uvas y entenderá). Es, a pesar de ello, realmente adictiva. Llena de detalles, olores y humor negro, se devora sin remordimientos y se disfruta con unos cuantos.
De su escritura se ha hablado mucho, casi tanto como de la crítica política que parecen contener sus libros. En el que nos ocupa, hay quienes atisban paralelismos entre el despotismo del señor feudal y los gobernantes del mundo actual. La autora lo desmiente en cada entrevista que concede: su obra no pretende ser moralista ni, mucho menos, ideológica. Toda creación artística es libre; el compromiso ético, accesorio. Sin embargo, el componente social parece evidente: la desesperanza de la aldea medieval como reflejo del desánimo de nuestra propia época. Moshfegh no nos ofrece consuelo ni salvación; la fe no se revela como tal. Igual aquí que en la Lapvona medieval, las cosas suceden, la vida va pasando, con algún sobresalto, pero sin explicaciones.
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