NELINTRE
Arte y Letras

Lionel Trilling o de la crítica literaria llevada a la excelencia (en memoria de Quintín Racionero)

«Hay que apreciar cuándo hoy un hombre tiene todavía la aspiración a ser algo entero»

Robert Musil, El hombre sin atributos

Hagamos algo de historia, no muy lejana. El 1 julio de 1941 se emitió el primer anuncio de televisión en la historia del ser humano, o, si se quiere, de la vida orgánica en general o, yéndonos más atrás y sin temor alguno a equivocarnos, en el computo global de este universo nuestro, puesto que no hubo que sepamos nada semejante a aquello antes y tal suceso cósmico inaudito tuvo lugar, claro, en la ciudad de Nueva York. Dado que en ese inoportuno momento el mundo estaba embarcado en una guerra colosal como nunca había sido vista ni experimentada jamás, a la que pronto iban a sumarse con no poco oportunismo los propios Estados Unidos de América, el nuevo invento pasó temporalmente desapercibido, pero ya en 1955, catorce años después, la mitad de los hogares de esa particular región del globo que había remontado (que no ganado: la guerra la ganó la URSS con un horroroso sacrificio…1) la contienda con el mayor beneficio en riqueza y poder del planeta Tierra, contaba con un aparato culón en blanco y negro justo en el lugar central de la vivienda que antes ocupaba la chimenea. Podemos decir, quizá con algún atisbo de razón, que la televisión fue en gran medida la recompensa o la gratificación que se dio a sí misma la nueva potencia mundial para celebrar y enaltecer su gloria a la vez que se relajaba sentada cómodamente en su sillón. No porque la televisión de entonces fuese una especie de Aló presidente perpetuo, que también, sino porque ofrecía la oportunidad al ciudadano común de repantigarse y gozar del botín moral obtenido en la guerra paneuropea. Jimmy, o Harry, o Don Draper, volvían del duro trabajo del varón en la competitiva sociedad americana con ganas de relajarse y para ello tenían a su encantadora esposa esperándoles con las pantuflas en la mano, el tabaco rubio que daba empaque a la gravedad del paterfamilias y la alegría doméstica de la televisión, que más o menos generaba la misma clase de entretenimiento chabacano y banal que en la actualidad, pero sin programas de pornografía hablada al estilo del Sálvame. Pronto, tanto autobombo nacional dio paso a la vergüenza histórica de los años del Macartismo, que no fue más que una manipulación del miedo de la población a perder las ventajas conseguidas; pero como los norteamericanos no son tan tontos, la inquisición no duró tanto y su Inquisidor general cayó enseguida en desgracia. George Clooney nos contó en la estupenda Buenas noches y buena suerte que aquella ridícula cruzada fue escenificada más en la televisión que en los tribunales, al igual que fue en la televisión también donde resultó cuestionada y finalmente condenada. Este es, en cualquier caso, el contexto sociopolítico en que se forjó la personalidad y el criterio de Lionel Trilling, el más grande de los críticos literarios, en mi modesta opinión. Un hombre elegante y moderado que había comenzado su carrera antes de la guerra, en los años treinta, y que la terminó con su muerte, en 1975.

Trilling y su mujer, en efecto, militaban en los tempranos años treinta en un grupúsculo marxista, pero enseguida se dieron cuenta de los turbios manejos que se traía aquella gente. Trilling fue, toda su vida, un devoto de la moral, pero no en el sentido de que entendiera que todo debe y puede pasar por el peaje de la moral, lo cual sería fanático e insufrible (denominemos a esta actitud moralcoholic), sino en el sentido, completamente razonable a mi juicio, de que hay que ser necesariamente moral en los asuntos que involucran un planteamiento efectivamente moral, ni más ni menos. Parece mentira, pero hoy en día hay gente, perteneciente a ciertas facciones epistemológicas y políticas, que pregona que la moralidad es un camuflaje del que podemos prescindir, ya que, según ellos, puesto que no hay Dios y la Naturaleza parece ser muda en cuestión de normas de conducta2, entonces es que la aspiración a tratar de ser una persona o sociedad decente no es más que una fantasía evolutiva. Pero yo creo que lo enfocan mal desde un punto de vista heterónomo, para ser más exactos y como diría Kant. Naturalmente, si para ser buena persona esperas a que las prescripciones morales caigan del cielo o baje de una montaña Moisés a dártelas inscritas en dos tablas de piedra, no solamente puedes esperar eternamente, sino que tal situación no sería propiamente moral. Quien obedece las Tablas de la Ley, como quien obedece las normas sociales automáticamente o por inercia, no es ético, sino meramente sumiso. Señalar que no hay ninguna moral ahí fuera, que al margen de las coyunturas concretas donde a los hombres se nos plantean dilemas morales serenos o angustiosos no existe código deontológico alguno, es algo obvio y elemental, y sin embargo a ciertos teóricos aficionados esto les parece un descubrimiento asombroso y completamente refutatorio del sincero altruismo ajeno. Un quásar o un tigre no sufren dilemas morales; en los quásares y los tigres no se da reglamentación moral. Hasta ahí estamos todos de acuerdo con los psicólogos evolucionistas, y realmente solo a un estoico o a un cristiano esa sencilla constatación podría suponerle problema alguno. La pregunta real, por tanto, no es si hay moral en las piedras, que no, vale, no la hay, sino si hay moral en los actos conscientes. Los que lo niegan, y ellos sabrán por qué, estoy convencido de que si les roban el coche o les niegan el derecho al voto, por ejemplo, algo de mosqueo moral sí que les iba a entrar, aparte del formulismo utilitario de cursar la correspondiente denuncia o acudir a una manifestación… Pues bien: para pensar así no hay que ser moralcoholic, hay que ser únicamente un humano corriente y no un golfo. Cuando uno al comenzar el día elige los calcetines que se va a poner para toda la jornada no ejerce una elección moral y si usted vive en un tipo de sociedad en la que hasta esa minucia tiene un valor social determinado, y hasta penalizado por su entorno inmediato, haga el favor de emigrar a otro país sin dudarlo ni un segundo. Pero si, pongamos por caso, el gran tenor Plácido Domingo se aprovecha de su fama y posición para obtener favores sexuales de señoritas mucho más jóvenes que él que ambicionan ser algo en el mundo de la lírica, entonces sí que estamos ante una cuestión indiscutiblemente moral, y no cabe decir, so pena de incurrir en bajo y vil cinismo (ni Oscar Wilde en una fiesta se pasaría tanto) que es que el arte está muy por encima de los convencionalismos morales. Trilling escribió, en Más allá de la cultura (Palabra en el tiempo, pág. 247) que «la novela nace como reacción al esnobismo», porque, tal como lo veía él, la novela no estaba en el mundo para entretener al público, de modo similar a la televisión, sino que la literatura era nada menos que la escuela de la vida, especialmente de la vida moral, y esto es lo que venía yo aquí precisamente a comentar.

Quiero decir con todo lo anterior que buscar la moral fuera de la esfera humana de valoración y no encontrarla, a la manera de un Dostoievski o de un Nietzsche (y como era, en fin, más bien previsible, con perdón de esta petulancia mía ante tan altos maestros…), y luego utilizar eso tan básico para negar que exista código ético alguno dentro de la esfera de acción del ser consciente, es, como poco, de una cierta sofistería, además de no tener relación alguna con el evolucionismo de Darwin, que era un perfecto e intachable caballero victoriano. La obra crítica de Trilling, la mayoría de la cual está traducida al castellano, es un intento de explicar y justificar suficientemente que la reflexión más aguda, lucida y completa sobre la posible moralidad del acto libre humano tiene lugar en el campo abierto por la exploración inherente a la producción literaria, específicamente por la novelística, pero no solo. Puesto que además Trilling tuvo que reaccionar frontalmente a las propuestas programáticas del New Criticism de aquellas décadas, una escuela de crítica literaria que imitaba en gran medida al Formalismo Ruso, dado que los tenía, como quien dice, en el campus de enfrente, su postura se perfiló rápida y rotundamente. La literatura no es un joyero, no consiste en una rama de la cristalografía, no es coger una obra y mirarla como algo completamente aislado del mundo como si lo hubiera capturado un robot-sonda en el suelo de Marte. Esa ha sido siempre la tesis emo, por decirlo en jerga actual, la tesis de aquellos que atesoran un poema de Keats como si fueran Gollum con el Anillo Único, y que creen que aquello que contiene el poema puede ser analizado, tasado y radiografiado con la destreza de un perista. Edgar Allan Poe veía así el arte literario, por ejemplo, y Harold Bloom, hasta hace muy poco, también. Trilling, en cambio, que por su apellido bien podría haber sido un ruiseñor (Trill significa trinar) escribía artículos de prensa sobre literatura, además de ser profesor en Columbia, y todo el mundo le entendía fácilmente. Poseía un estilo terso, limpio y claro, sin rastro del transcendentalismo oscuro de críticos posteriores como Maurice Blanchot, y lo que aportaba eran argumentos, no mantras ni epigramas o adivinanzas. Cuando Trilling metió baza en la gran polvareda académica formada en torno a la célebre conferencia de Las dos culturas de C. P. Snow en 1959, fue para templar gaitas y ejercer del árbitro sensato que pita descanso y pone a los púgiles cada uno en su rincón. La posición de Snow era extremista, reduccionista, noocrática, pero la de F.R. Leavis, estandarte del New Criticism en Cambridge, era arrogante, elitista y culturalista. De modo que Trilling no tuvo más que apelar a algo mucho más fundamental, mucho más de fondo, para tener razón. No hay dilema ni ruptura entre la ciencia y las humanidades, porque ambas laboran en pro de la racionalidad y la libertad, que es como lo habría visto, por ejemplo, Hegel. Estas son sus palabras:

«Actualmente, parece inevitable que el raciocinio nos parezca una triste y débil realidad, debido a que siempre buscó ser independiente de las pasiones (aunque no de las emociones, como dijo Spinoza, quien explicó las diferencias entre unas y otras), y de las circunstancias de tiempo y lugar. Sin embargo, es saludable que tengamos en cuenta al raciocinio, por triste que nos parezca, en méritos de la firme fe que en él se puso otrora, en méritos de haber sido la facultad, no de las diversas profesiones, no de las clases sociales, no de los grupos culturales, sino del hombre, y de que fue posible, y conveniente, que los hombres aprendieran a servirse de ella, ya que era el medio que les permitía comunicarse entre sí».

(Ibídem, pág. 213).

¿Qué es la racionalidad? Pues la capacidad de la comunicación humana para llegar a consensos a fin de encontrar luego los motivos que nos llevarán a desmarcarnos de ellos, tanto en ciencias, como en letras, como en asuntos políticos. Trilling insistía mucho en que sus colegas del New Criticism parecían vivir en la Limbo, al no tener en cuenta el efecto político del arte. ¿Y qué es, pues, la libertad? Algo parecido, para Trilling, a lo que Nietzsche escribiera una vez: voluntad de autorresponsabilidad. No se es libre cuando uno se exonera de cualquier responsabilidad y hace lo que le da la gana, esta es la libertad bajo vigilancia de los niños. Pero tampoco se es libre cuando cargas con toda la responsabilidad del pasado, el presente y el futuro, esa es la libertad propia del Absoluto3. De modo muy similar a Hegel4, Trilling entiende que únicamente hay verdadera libertad en el punto medio, que es aquel en que te vas gradualmente haciendo responsable de aquello que vas consiguiendo entender, a la vez que esa responsabilidad pensante te faculta para dar siempre un paso más allá. Si aplicamos este esquema de maduración a un individuo, hablamos de crecimiento; si lo aplicamos a toda una sociedad, lo llamamos proceso civilizatorio. Y no se entiende de qué pueda servir, de cara a forjar una civilización5, enfrentar en combate a las ciencias con las letras. Muy al contrario, Trilling defiende que la literatura desempeña aquí un papel muy concreto:

«En nuestra época, el más eficaz factor de imaginación moral ha sido la novela de los últimos doscientos años. La novela nunca fue una forma perfecta, estética o moralmente, y sus errores y deficiencias pueden enumerarse con facilidad. Pero su grandeza y su utilidad práctica radican en su incesante empeño en atraer al lector a la vida moral, en invitarle a examinar sus propias motivaciones, en indicarle que la realidad no es aquello que su convencional educación le ha inducido a creer. La novela nos ha revelado, más que cualquier otro género, la amplitud de la variedad humana y el valor que esta variedad tiene. La novela ha sido la forma literaria con que las emociones de la comprensión y el perdón se identifican, cual si formaran parte de la definición de dicha forma. En los presentes momentos no parece que la novela tenga mucha fuerza, debido a que, en ningún otro tiempo, las virtudes propias de su grandeza han sido tan frecuentemente estimadas cual debilidades. Sin embargo, ningún otro tiempo ha habido en que la particular función de la novela haya sido tan necesaria, haya tenido tanta utilidad práctica, política y social. Y hasta tal punto es así que, si la fortaleza de la novela no está a la altura de la necesidad que de ella tenemos, habrá motivos para lamentarnos, no solo por la extinción de una forma artística, sino también por la extinción de nuestra libertad».

(Ibídem, pág. 263)

La falla de este modo de ver las cosas, según el cual «la novela, la forma de arte que evolucionó para hacerse cargo de las complejidades de la voluntad» (Ibídem, pág. 175), es que incapacitó a Trilling para estimar obras formidables como El bosque de la noche de Djuna Barnes, a la que no encontró valor edificante alguno, por decirlo a la manera de Richard Rorty. Si la misión de la literatura es ofrecer lecciones de raciocinio y libertad para la vida mediante el recurso de criticarla enteramente (como decía el famoso lema de Matthew Arnold, el primer gran estudio que realizó Trilling), desde luego que la doctrina eliotiana del modernismo literario que profesaba Barnes parecería tener poco alcance. Es como si Barnes hubiese llevado demasiado lejos su exploración malditista y marginal de la libertad, perdiéndose de vista el horizonte de vida común del que partía. Trilling no era ningún mojigato, militaba muy a favor del uso de la libertad, casi hasta abogar por su abuso, pero no tanto como para que la creación literaria echase a volar por su cuenta como una cometa liberada de la mano de su dueño. La alta cultura, si conservaba todavía algún sentido en la era de la televisión, debía tratar de ser la inteligencia propia del sentido moral aflorado por una sociedad determinada. La gran literatura, la literatura clásica (Trilling escribió maravillosamente acerca de Diderot, Tácito, Austen, Dickens, Tolstoi, Twain, Wharton, Scott Fitzgerald, Orwell, Forster, Kipling, Flaubert…) debe ser capaz de enseñarnos cosas incluso acerca del mal, porque también el mal es una potencia efectiva del mundo: Hannah Arendt, en The Origins of Totalitarianism, al hablar de la desintegración moderna observa que para nosotros «sucumbir al mero proceso de desintegración se ha convertido en una tentación irresistible, no solo porque ese proceso ha asumido la falsa grandeza de una necesidad histórica, sino también porque todo lo que se halla fuera de él ha empezado a parecer algo sin vida, exangüe, sin sentido e irreal». La propia desintegración nos fascina por tratarse de un poder. «El mal ha fascinado siempre a los hombres, no solo por oponerse al bien, sino porque es, por derecho propio, un poder» (en El yo antagónico, Taurus, pág. 106). Esta observación, la de nuestro extraño gusto por la desintegración, no solo no está obsoleta sino que roza ya hoy, bien entrado el siglo XXI, el paroxismo. Tal vez por eso, porque Trilling no le hacía ascos ni siquiera a una comprensión literaria de la perversidad, probablemente su mejor ensayo acerca de una sola obra sea El último amante, explanación de la Lolita de Nabókov. Allí, tras una disertación tan convincente como moralmente resbaladiza, dice que «la relación entre H. H. y Lolita desafía la sociedad con el mismo escándalo que la de Tristán e Isolda, o la de Anna y Vronski. Coloca a los amantes donde la literatura siempre debería colocarlos: más allá de los dominios de la sociedad«6. (Dan ganas de replicar: pues mira, Lionel, aquí se te ha escapado algo, ya que eso es lo que ocurría igual entre Nora y Robín en El bosque de la noche de Djuna Barnes…)

Por descontado, Trilling no hubiera admitido jamás una novela escrita con mal gusto y palabras fuera de tono, por mucho que tuviera algo que decir sobre la cultura de su tiempo. Así, Trilling admiraba a Henry James, sobre todo al primer Henry James, pero no mojaría la pluma nunca para glosar a individuos proclives a la provocación como Henry Miller7. En las filas de The New York Intelectualls, Trilling compartió armas con autores como Bellow, Arendt, Bell, McCarthy, Sontag y su propia mujer, Diana. Más tarde, tuvo grandes y destacados discípulos, entre los cuales los más conocidos en España son Jack Kerouac y Allen Ginsberg (que uno se pregunta… ¿Qué relación puede haber entre la contracultura beatnick y el atildado y fino Lionel Trilling? Y la respuesta se ha indicado antes: fugarse de los dominios a menudo asfixiantes de una sociedad dada…). En La imaginación liberal8, su primera recopilación de ensayos y la más exitosa de ellas, Trilling se propuso atraer a las masas a la seriedad de la alta cultura, pero no para fabricar pedantes o sabihondos, sino personas libres y sensibles. Una actitud que me recuerda siempre a Hugh Grant, en aquella ocasión en que le pillaron in franganti dejándose hacer cositas por una prostituta en el interior de un coche nada menos que en los puritanos USA, que a quién se le ocurre. El actor, que en el momento en que llegó la policía probablemente vio su carrera evaporarse como una nube de verano, todavía reunió el aplomo suficiente como para dar la réplica más trillingiana (si se puede decir así) que pueda ser concebida sin haber leído ni por encima a Trilling. El agente, por lo visto, recomendó al pecador visitar con urgencia un terapeuta, porque eso que estaba haciendo era una guarrada manifiesta, y Hugh Grant, ni corto ni perezoso, respondió que no era necesario, que los británicos tenían la sana costumbre de leer novelas… De nuevo en Beyond Culture:

«Me referí a la novela como un agente especialmente útil de la imaginación moral, pues es la forma literaria que más claramente nos revela la complejidad, la dificultad y el interés por la vida social, y la que mejor nos instruye en la variedad y la contradicción humanas. Todo esto ha sido dicho muchas veces antes, y si genera algún interés particular el que yo lo haya mencionado en la década de los cuarenta es porque lo dije con un afán polémico y con referencia a una situación político-cultural específica

(Más allá de la cultura. Palabra en el tiempo, pág. 194)

La misión de la crítica literaria es, por tanto, lo enteramente opuesto de un enfoque estetizante como el de la escuela del New Criticism. Se trata de comprender la obra literaria de un modo holístico y devolverla al flujo de la vida social, en vez de apartarla de ella para elevarla a la categoría de objeto sagrado. Los ensayos de Trilling, ellos mismos muy literarios y sugestivos9, ellos mismos ejemplo de excelencia intelectual y moral, se aplicaban a romper el aislamiento de la escritura a fin de abrirla a la consideración social. Él compartía el miedo de Montesquieu o de Stuart Mill a la tiranía de las mayorías, pero se resistía con todas sus fuerzas a la tendencia contraria, que no era otra que la loa a las élites de Eliot y la crítica modernista. Sentía la necesidad de salvar al individuo excepcional, sí, pero sin por ello abandonar a su suerte a la comunidad. Por ese motivo escribió Sinceridad y autenticidad, en un intento de rastrear lo que el periodo posterior a la Ilustración pudiera haber discernido y esclarecido acerca del delicado juego entre el carácter moral de la persona y las costumbres y usos sociales, un instante antes del surgimiento de las masas. En su más famoso texto, Sobre la enseñanza de la literatura moderna, dice:

«Y dado que mis intereses personales me conducen a percibir las situaciones literarias como situaciones culturales, y las situaciones culturales como disputas muy desarrolladas sobre cuestiones morales, y las cuestiones morales como imágenes del ser-personal seleccionadas gratuitamente, y las imágenes del ser-personal como teniendo alguna relación con el estilo, me sentí libre para tratar los que para mi fueron siempre los temas más importantes: la intención del autor, los objetivos de su voluntad, las cosas que desea o lo que desea que suceda».

(Ibídem, pág. 229; también en el llamado El derecho a escribir mal)


1 Tanto, que es de temer que ya el padrecito Stalin se acostumbró del todo a la idea de prescindir de sus súbditos en términos de unidades de millón, como había hecho en Ucrania, y en esa línea continúo los años posteriores a la guerra.

2 O, caso de no ser muda, la norma suprema parecería ser la de «comeos los unos a los otros y que gane el mejor…».

3 Así lo escribió él mismo en su primera y casi única novela (se encontró otra inconclusa entre sus papeles en 2008), The middle of the journey, de ambiente intelectual, escrita antes que sus ensayos literarios y cuyo fracaso tal vez explique la existencia de estos: An absolute freedom from responsibilitythat much of a child none of us can be. An absolute responsibilitythat much of a divine or metaphysical essence none of us is. Se puede encontrar en castellano en una traducción de 1958 en Seix Barral.

4 Aunque su noción de sensibilidad moral le acerca más a la ilustración escocesa de Hume, Hutcheson y otros.

5 Viene aquí muy a propósito una gran frase de Dolf Sternberger, en 1950, proferida dentro del Congreso de Libertad Cultural, tal como lo cuenta Rüdiger Safransky en su biografía de Martín Heidegger: «En Alemania yo renunciaría tranquilamente a algunas cosas de la así llamada cultura, si con ello hubiéramos de ganar algo de civilización…».

6 En la más reciente edición de sus ensayos, El derecho a escribir mal, de 2018 en la editorial Tres Puntos, una miscelánea que no respeta demasiado la inserción de cada artículo en su libro original pero que informa de ella, y cuyo título encuentro inapropiado, pero que se lee con igual gusto y es más fácil de encontrar que sus recopilaciones primitivas.

7 Lo cual no quita para que justamente la pérdida del decoro o la narración de las gestas del anti-héroe no sean materia del más profundo interés crítico: «Gran parte de la literatura de Europa occidental puede comprenderse como un intento por invertir y criticar la fórmula aristotélica mediante la parodia y la comedia, o bien mediante la insistencia de un lugar común: el descenso de la posición social del héroe y la disminución de su capacidad para razonar elecciones. La obra de Fielding ejemplifica cómo la gran imagen de la tragedia clásica ha venido atormentando la conciencia europea, y cómo se ha intentado acallar ese ilustre fantasma. Al nombrar a su héroe, Tom Jones, Fielding quiere decir que no es Orestes ni Aquiles; y cuando lo llama un expósito, indica que Tom Jones –aunque todas las apariencias digan lo contrario- no se parece a Edipo» (Más allá de la cultura, pág. 167). Trilling teorizó mucho sobre la tarea literaria como examen y revisión de los modales de una época o cultura, algo que difícilmente se podría hacer en ningún otro medio.

8 Anécdota personal al respecto. Los escasos diez días del verano de 2007 en que viví en casa ajena en el East Village de Nueva York, sufrí la tentación de llevarme de estrangis in the night un ejemplar en inglés de The liberal imagination que mi casero tenía distraído en una mugrienta estantería. Finalmente no lo hice por una pizca de pudor moral, pero también porque me amonesté a mi mismo diciéndome que el robo iba a ser muy espíritu New Criticism para ser un volumen de Trilling, ya que como ni sabía ni sé leer inglés, lo único que iba a conseguir era tenerlo en exposición como en una urna.

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