Responsabilidad y sostenibilidad: un futuro lleno de esfuerzo
Criticar de un modo no constructivo resulta más sencillo que proponer soluciones a cualquier problema. Esto, que resulta obvio en todos los ámbitos, es especialmente importante en el terreno del consumo responsable, en el que todas las actuaciones necesarias para impulsar cambios tangibles parecen estar lejos del alcance de los simples individuos: muchos somos conscientes de qué es lo que no nos gusta de determinadas marcas, multinacionales o productos. Sabemos qué denunciar del sistema económico imperante; sin embargo, resulta muy complicado asumir una postura que se traduzca rápidamente en un cambio concreto. La ausencia de esta correa de transmisión y la supuesta falta de alternativas en el mercado hacen que muchos consumidores permanezcamos fieles a productos y marcas que reprobamos. Y, mientras sigamos siendo sus clientes, seremos cómplices de quienes perpetúan la situación que criticamos.
En esta esfera que, por definición, tendrá muy difícil contar con algún tipo de ayuda del sector público, totalmente implicado en el sostenimiento del actual estado de la cuestión, es especialmente importante que los ciudadanos nos movilicemos y comencemos, no ya a buscar y proponer, sino a construir alternativas. La simple crítica no impedirá que las consecuencias del consumo desaforado se sigan acumulando sin remedio. Los ciudadanos del siglo XXI debemos afrontar la crisis del sistema establecido: es urgente que señalemos los componentes que deben dar forma a un futuro diferente y, más pronto que tarde, nos pongamos manos a la obra.
Repensando la economía
La nueva actitud que debemos asumir a la hora de consumir va mucho más allá de no comprar aquello que no necesitamos. Siendo esta una exigencia básica de varias corrientes integrantes de esta nueva filosofía, es importante aclarar que ninguna de ellas pretende desandar el camino de la historia: no se trata de eliminar los bienes y servicios que no estén destinados a cubrir nuestras necesidades más básicas, sino de asumir la importancia de que los procesos de producción sean sostenibles.
El objetivo es que los cambios en los hábitos de consumo se reflejen en un nuevo tipo de organización en el que el mero crecimiento y el beneficio individual no sean los objetivos. La obsesión por la acumulación innecesaria y su relación proporcional con el estatus social son los rasgos que han llevado a Estados e instituciones a justificar crecer a cualquier precio. El pilar de la nueva economía es, en realidad, viejo y sobradamente conocido: nuestra actividad debe organizarse de tal forma que proporcione las mejores condiciones de vida posibles al mayor número de personas posible.
La discusión entre quienes creen que para lograr esto es necesario el decrecimiento y los autores que opinan que no este no es imprescindible es muy enconada. El panorama de estrategias que se están articulando es muy amplio (teoría del decrecimiento, del bien común, etc.) y, en ocasiones, las posturas parecen casi irreconciliables; a pesar de ello, es importante resaltar que todas las propuestas parten de un convencimiento común que hoy en día resulta incuestionable: continuar por el camino que transitamos equivale a pisar el acelerador rumbo al precipicio. La economía mundial es un tren embalado que avanza hacia lo que hace ya demasiado tiempo se impuso en el imaginario colectivo como un destino mejor, una tierra prometida del progreso que acabó impulsando una carrera eterna en la que todo el mundo (Estados, empresas, consumidores) intenta adelantar a sus semejantes. Afortunadamente, hoy en día ya nadie, o casi nadie, se atreve a insinuar que dicho precipicio no existe, pero muchos presumen que el desarrollo tecnológico permitirá un frenado de emergencia que justificaría los intentos de unos y otros por comandar nuestro suicidio global. No podemos suponer que esto vaya a ser efectivamente así y, en cualquier caso, la experiencia de la historia nos debería aleccionar sobre el peligro que entraña plantear la convivencia en un planeta cada vez más pequeño en términos propios de una competición. La forma de satisfacer nuestras necesidades a través de los recursos disponibles (es decir, la economía), debe por tanto transformarse.
De la política al consumo
La sostenibilidad debe aspirar a convertirse en un principio transversal integrado en la base de cualquier concepción económica. Para lograrlo, los diversos movimientos que han ido surgiendo, muy fragmentarios hasta el momento, deben dar un paso adelante y ofrecer espacios para los actores que, por diversos motivos, hasta la fecha han visto la preservación de nuestro planeta como un razonamiento peligroso. No se trata, como en ocasiones se ha apuntado, de convertir el ecologismo en un negocio. Ese solo sería un nuevo capítulo, acaso especialmente hipócrita, de nuestra carrera en contra del tiempo y, sobre todo, del espacio. Sin embargo, la urgencia de la situación exige que la responsabilidad y la sostenibilidad se alojen tanto en la mente del hombre de negocios como en la del activista, por doloroso que resulte para este ver cómo parte de su criatura abandona el nido. Y es que, hasta la fecha, las élites económicas están siendo un pesado lastre para la puesta en marcha del inevitable cambio que se avecina: la obtención de energía a través de fuentes renovables y la elaboración y distribución de bienes y servicios a través de canales no contaminantes son una realidad que acariciamos con la punta de los dedos. La demora de la puesta en marcha de mecanismos que a nivel teórico no representan un desafío insalvable está estrechamente relacionada, de nuevo, con un modelo socioeconómico que prima la competencia y la búsqueda de beneficios. Debemos explorar, por tanto, cuáles son las herramientas que tenemos a nuestro alcance para exigir que los recursos y las inversiones se dirijan hacia la sostenibilidad.
Para conseguir estas transformaciones, no debemos renunciar a ninguno de los mecanismos que están a nuestra disposición, si bien es capital considerar cuáles pueden ser más efectivos. La política, de la que tantos han renegado, a pesar de desarrollarse en unas condiciones que distan mucho de permitir impulsar un cambio de modelo económico, no debería ser despreciada por el mero hecho de que aún recibe una gran atención por parte de la sociedad que debe transformarse. Resulta obvio que, por el momento, la única mano tendida, principalmente al ecologismo, ha sido la del sector que convencionalmente se denomina la izquierda política. Sin embargo, en la actualidad los movimientos construidos sobre la base de la responsabilidad y la sostenibilidad han excedido los planteamientos de muchos partidos, exigiendo el fin de la carrera de ratas inherente al capitalismo y colocando la igualdad en el centro del debate público. Para construir un camino que lleve a la meta del cambio socioeconómico, la educación en general y el feminismo en particular deben formar parte de los materiales básicos de la transformación.
De cualquier modo, la actual crisis económica ha terminado de abrir los ojos a muchos actores que aún preferían mantenerlos entrecerrados y, tras la gestión política de sus consecuencias, resulta evidente que, sin presión y vigilancia social, el poder tiende a desligarse de la realidad, construyendo una dimensión paralela que no tiene en cuenta el destino de su mundo de origen. Por ello, es urgente que los ciudadanos asumamos la capacidad transformadora que esconde el referéndum global que las multinacionales ganan cada día cuando compramos sus productos. Cuando adquirimos los bienes y servicios que producen, reforzamos su organización, prácticas y su proceso de producción y distribución. Tan importante es que aprendamos a recompensar a las tiendas y empresas responsables, como que demos el paso de castigar a las que no lo son. Semejante cambio de actitud requerirá, sin duda, un enorme esfuerzo por nuestra parte: deberemos informarnos rigurosamente, mantenernos alerta contra el consumismo que acompaña todo lo que nos gusta y, en última instancia, si no queda otra alternativa, renunciar momentáneamente a ello.
Será el único modo de llegar a recuperarlo bajo una nueva forma que nos permita disfrutarlo para siempre.
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